En la primavera de 2021 acusé con suma tristeza, como algo propio, entrañable y muy íntimo, la noticia del óbito de Bertrand Tavernier. Tengo su cine en la más alta estima desde que le descubrí en la cartelera de los primeros 80. Desde entonces, su nueva entrega, con una periodicidad casi anual, fue uno de los mayores alicientes que me deparó la temporada. De modo que, cuatro décadas después, el deceso de tan gran cineasta fue a redundar en todas esas nostalgias de mi cartelera perdida. Un cine que, de un tiempo a esta parte, añoro como cualquier anciano —supongo— ha de echar de menos el que fue el mayor placer de su existencia, luego de comprender que aquella delicia ha llegado a ese fin que nos aguarda a todos. Me abruma pensar que acaso estén contadas las veces que he de volver a sentarme en la fila “uno”, mi favorita desde que dejé de ser un espectador aplicado para convertirme en ese cinéfilo, que no soporta la presencia de nadie entre la pantalla y él, que soy ahora; me entristece calcular que es fácil que no vuelva a ir a esa Filmoteca Española que tanto amé; no quiero suponer que es muy probable que a los megaplex como mi queridísimo Kinépolis, donde siempre es un placer dar cuenta de esas cintas comerciales en 3D que todas las temporadas aún me llaman la atención, acabe corriendo la misma suerte que los multiplex del circuito de la versión original.
Ya digo, supe del cine de Bertrand Tavernier en los albores de los años 80, que también fueron los de mi cinefilia. Y —¡qué cosas tiene la vida!—, tuvo lugar, igualmente, en los Alphaville. Uno de los primeros éxitos de aquellas salas fue La muerte en directo (1980), entonces una de las cintas más celebradas de Tavernier. Su asunto, en el que se aludía a ese fin, como el de mi cartelera perdida, que nos aguarda a todos, versaba sobre un tipo, Roddy (Harvey Keitel), con un microtomavistas implantado en el cerebro, que retransmite lo que ve a una cadena televisiva. Y Roddy, básicamente, dirige sus miradas a Katherine Mortenhoe (Romy Schneider), una enferma terminal a la que pretende observar en su último trance y emitir su muerte en directo. A mí aquello me pareció sublime, como lo de Wim Wenders puesto a rodar la muerte del gran Nicholas Ray. Más aún: llegué a encontrar referencias a La sociedad del espectáculo, texto fundamental de Guy Debord, el situacionista del que hablaban los revolucionarios de mi adolescencia, hace ahora 50 años.
Algo después, en aquellos primeros días de mi entrega absoluta a la dulce idolatría de la pantalla, a comienzos de los 80 veía cinco películas a la semana en salas —ahora visiono otro tanto, pero, por lo común, en las pantallas de mi casa, apenas una en una en el cine— y empezaba a interesarme sistemáticamente por la pantalla de autor. De modo que, en aquel primer contacto, Bertrand Tavernier se me antojó, como suele apuntarse en las apreciaciones más superficiales del cine francés, respecto a todos los realizadores que sucedieron a la Nouvelle Vague, un epígono de éstos. Bien es cierto que colaboró en Cahiers du Cinéma e incluso, desempeñándose como publicista en sus primeros años de actividad profesional, fue el responsable de la comunicación y la prensa de Pierrot el loco (1965), que, a mi juicio, es la última cinta de Godard que puede adscribirse a la Nouvelle Vague.
Sin embargo, Tavernier coescribió los libretos de algunos de sus filmes más destacados —El relojero de Saint-Paul (1974), El juez y el asesino (1976), 1280 almas (1981)— con Jean Aurenche, uno de los guionistas criticados despiadadamente por el gran Truffaut en Una cierta tendencia del cine francés, el artículo publicado en el número 31 de Cahiers… (enero de 1954) que ha quedado como el texto en el que se sientan las bases de lo que, un lustro después, habrían de ser los fundamentos del cine de la Nouvelle Vague propiamente dicho.
A fe mía, Bertrand Tavernier fue un cineasta de géneros que además fue un gran cinéfilo, cosa, esta última, que no son muchos de los realizadores de nuestros días. Llegado el momento de recordar su filmografía —que con tanto placer seguí en las salas, pues fue uno de los pocos realizadores franceses que llegaban con regularidad a la cartelera española—, me quedo con El relojero de Saint Paul. Trataba sobre la desolación que se cierne sobre el padre de un joven que, por jugar a hacer la revolución en los años 70 y cargar con el crimen que ha cometido una compañera, que naturalmente le gusta, ha de afrontar que su hijo vaya durante décadas a la cárcel. Aquel personaje (Michel Descombres) ha quedado como una de las grandes creaciones de Philippe Noiret. Y la película como uno de los mejores acercamientos a la terrible inutilidad de la militancia revolucionaria de la juventud de los años 70.
Me descubro igualmente ante las aportaciones de Tavernier a ese cine pacifista que inspiró la Gran Guerra —El gran desfile (King Vidor, 1925), La gran ilusión (Jean Renoir, 1937), Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957)—: con La vida y nada más (1989) y, en cierto sentido, Capitán Conan (1996).
Si aplaudo especialmente Alrededor de la medianoche (1986), es porque trata de la experiencia parisina del pianista Bud Powell y el saxofonista Lester Young, ambas unidas en la del imaginario Dale Turner, interpretado por el saxofonista Dexter Gordon. En gran medida, a mí me gusta el jazz por el entusiasmo que apreciaba en sus amantes cuando sólo me gustaba el rock: mi admiradísimo escritor barcelonés Jaime Rosal; cuantos me convirtieron a su pasión por Miles Davis; aquel taxista madrileño que durante toda una carrera me habló de la lírica de Chet Baker: “lo que su música quiere decir”, me explicaba. Alrededor de la medianoche, en la que hasta el título —una célebre pieza de Thelonius Monk, que a su vez inspiró uno de los álbumes más recordados de Miles Davis— es una declaración de amor al jazz, fue otra de las cintas de Tavernier que más hondo me caló.
Tampoco he de olvidar sus grandes aportaciones al cine de espadachines, otra espléndida tradición de la pantalla gala, a la que Tavernier contribuyó con títulos como La hija de D’ Artagnan (1994), con la maravillosa Sophie Marceau, y La princesa de Montpensier (2010), con la matanza de los hugonotes en el París de 1572 como telón de fondo. Basada en un relato de Madame Lafayette, aún recuerdo la conmovedora voz en off de la princesa (Mélanie Thierry) en el último plano: “Y así, como el conde de Chabannes se retiró de la guerra, yo me retiré del amor”.
Todavía habría de darme una última alegría el cine de Bertrand Tavernier: Crónicas diplomáticas (2013), una de las mejores cintas de la pasada década. Propuesta en verdad singular, nos refiere la experiencia de un supuesto ministro de asuntos exteriores galo, Alexandre Taillard de Worms (Thierry Lhermitte), empeñado en que le concedan el premio Nobel de la Paz. Visto todo ello a través de un joven recién llegado a su gabinete para escribirle los discursos. Nada que ver con esa diplomacia del pacifismo beligerante de nuestros días, que al cabo se queda en nada cuando llega el ogro y acaba con los conflictos.
El gran Bertrand Tavernier no fue ningún acólito de la Nouvelle Vague, como alegremente se afirma con tanta frecuencia. Fue un gran filmófilo —a su cinefilia dedicó sus últimas realizaciones: Las películas de mi vida (2016), la serie televisiva Voyage à travers le cinéma français (2017-2018)— y un cineasta ejemplar que cultivó los géneros más variados. Con todos ellos me procuró tanto deleite que ahora, que tener que dejar de ir al cine me está costando mucho más trabajo y pesadumbre de lo que me costó —hace ya quince años— dejar de beber, siento haber asistido a la proyección de Hoy empieza todo (1999) tan borracho que no me enteré de nada. Qué allá donde esté el gran Tavernier —si es que está en algún lado— le sea dada tanta dicha como su obra, su impagable cine, me procuró a mí.
“I remember Clifford” es una pieza instrumental escrita por el saxofonista Benny Golson en memoria del trompetista Clifford Brown. Habían coincidido, durante una temporada, en la banda de Lionel Hampton cuando a Brown se lo llevó la Parca en un accidente automovilístico. La primera grabación data de 1957. Hoy es un estándar del mejor jazz, con el que sus amantes gustan recordar a los que se han ido. Esta noche escucharé la versión de Dizzy Gillespie en recuerdo del cine del gran Bertrand Tavernier y, al punto, visionaré Hoy empieza todo sereno, como es debido.


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