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El resucitador serial

El resucitador serial

Cuando el caso aterrizó en su escritorio, el detective Keto se hallaba desparramado, con una aureola en la sien derecha, marcada por el pico húmedo de una botella de whisky liquidada dos horas atrás. Su asistente, el joven Dean, debió despertarlo abanicando el rostro del investigador con las páginas de la circular. El comisionado Tashamira le pedía ayuda: por primera vez desde el gran fracaso de hacía un lustro. Ahora era un resucitador serial, no un asesino, el que asolaba la ciudad; en rigor, el planeta. ¿Por qué recurrían a él?, se preguntó Keto, mientras leía la información y combatía la resaca con un café de filtro. El resucitador serial, apodado por las fuerzas del orden como Jack, el resucitador, había comenzado su labor de modo discreto reviviendo a un pastor evangélico del Brasil. Por supuesto la noticia se tomó como una falsificación, pero pronto resucitaron individuos en la India- tampoco los diarios prestaron mayor atención-, y en Madagascar. Para cuando vieron aparecer a Napoleón en Córcega, y llegaron los primeros indicios fotográficos y fílmicos, las autoridades debieron afrontar la emergencia.

Keto había sido durante 20 años el más eficiente de los detectives en la caza de asesinos seriales, adjunto de la policía y las fuerzas de seguridad en situaciones críticas. Hasta su gran caída en desgracia. Pero precisamente, el hiato de un lustro desocupado lo ubicaba como la gran esperanza de remedio para este problema inesperado, que era recibido por la mayor parte de los agentes del orden con una mezcla de incredulidad y perplejidad.

—No estamos preparados para que la gente resucite, señor Keto —le explicó en el encuentro personal, finalmente, el comisionado Tashamira—. Durante un par de años, a través de la pandemia, repentinamente perdimos nuestra capacidad de aceptar la mortalidad humana. Pero no podemos llegar tan lejos como para permitir que un loco salga a resucitar sin ton ni son. Aparentemente ha resucitado a Cassius y ofrece una pelea contra un candidato vivo, o en realidad que no haya muerto, en el Madison Square Garden. Está preguntando a las masas si prefieren resucitar a Mozart o a Beethoven. Napoleón aún no ha dado señales de vida, en el sentido de acciones militares. Pero ya se pasea amenazante por Córcega. Comprenderá que el mundo es un caos: nuestra civilización , tal como la conocemos, puede disolverse en instantes.

—Me pide no que atrape a un asesino, sino que salve a una civilización —especuló Keto.

Tashamira asintió en silencio, con la intensidad de sus impasibles rasgos orientales.

"Habían pasado cinco años, de insomnio y alcohol, desde que fracasara en atrapar al asesino serial Lugus"

Cuando el comisionado se marchó, Keto se preguntó si aún en caso de poder lograrlo, tendría algún sentido salvar el mundo tal como había llegado a conocerlo. ¿No pedía esa bola giratoria un final digno en lugar de seguir languideciendo? Pero no estaba en sus manos tomar esa decisión: una vez más, procuraría recuperar el orden de la vida. Ya había suficientes empeñados en el afán destructivo, incluso por omisión.

Habían pasado cinco años, de insomnio y alcohol, desde que fracasara en atrapar al asesino serial Lugus. Siguiendo una pista firme, Keto había entrado en un bar, donde Lugus aparecería como un cliente casual. Pero en la mesa de la ventana, Keto descubrió a su amigo de la infancia, Cazofe, sentado frente a una mujer monumental. Cazofe, con quien había cursado primaria y secundaria, lo invitó a compartir la mesa con ellos. Si Keto se negaba, Lugus, que quizás observaba de lejos, maliciaría una emboscada (había entrevisto una sola vez, los ojos oscuros y fijos de Lugus). Keto aceptó la invitación, crispado, y la mujer pareció interesarse en su presencia. Cazofe advirtió que debía marcharse, pero sugirió a Keto y la mujer continuar la conversación en su ausencia. Keto se negó: pero Cazofe se marchó antes de que pudiera detenerlo. La conversación entre Keto y la mujer, Oridiana, aún continuó cinco minutos; mientras Keto se preguntaba cuál sería la relación entre Cazofe y la bellísima Oridiana. Como no podía preguntarlo, también se marchó, sin pedirle siquiera un número de teléfono. Al día siguiente Keto descubrió por el diario que Lugus había asesinado a Cazofe. La emboscada había funcionado en sentido inverso. Nunca supo qué relación unía a Oridiana y Cazofe. Ni supo más nada: porque se volcó al remordimiento, la bebida y la desesperación. La pandemia lo había encontrado en esas. En aquel entonces, antes de hundirse en las miasmas del delirium tremens, Keto había recurrido al profesor investigador del enigma del tiempo, el profesor Plones, no porque el caso de Lugus, su amigo y Oridiana tuviera alguna relación con esa clase de misterios, sino porque también Plones, como el propio Keto, había sido condenado a nunca más vivir una historia de amor. Plones convocó a su vez al escritor retirado, devenido detective involuntario, Elías Borgovo: la pesquisa requería de un armador de historias. Entre los tres tramaron los siguientes pasos de Lugus, dedujeron sus debilidades, y finalmente Keto le descerrajó un balazo en la sien- de la circunferencia del pico de la botella de whisky- antes de deslizarse en la inconciencia etílica por los cinco años postreros.

Frente a la presente perversión de Jack el resucitador, la epistemología de Plones era atinente. A su vez, el profesor convocó a Borgovo: el regreso de los muertos era cosa del tiempo; pero a quién elegiría resucitar, tema de narradores.

—¿Hay un patrón de tiempo? —se interesó Plones—. ¿Puede resucitar cuando quiere, la cantidad de muertos que desea? ¿O requiere de un turno, la noche, el día; aplica ciertos ritos solo personalmente y de a un cadáver por vez?

—¿Y a quiénes resucita? —complementó Borgovo—. ¿Celebridades, santurrones, algo más?

Keto miró el fondo de la botella de whisky. Aún restaba una línea. La arrojó al tacho de basura, con la exitosa intención de romperla.

—Hasta donde me instruyó Tashamira —replicó Keto— solo puede resucitar artesanalmente: no masivamente. Y al momento, solo celebridades y santurrones. Pero en un barrio del conurbano bonaerense, extorsionó a un narco, Capanga: si no cumplía sus exigencias, resucitaría al rival asesinado, Pendenciero.

—¿Y las exigencias fueron?

—Un cargamento de perfume importado.

—¿Capanga asesinó a Pendenciero? —preguntó interesado Borgovo.

Keto asintió.

—¿Por qué perfume? —inquirió asombrado Plones.

Keto se encogió de hombros, pero revisó los papeles aportados por Tashamira y agregó:

—Capanga se jacta de manejar, desde la villa, toda clase de negocios del jet set. ¿El perfume tendrá alguna relación con los aspectos ominosos del oficio de resucitar gente? ¿Una mera demostración de poder? ¿Un exotismo?.

—Quizás posea el poder de resucitar a las personas —reflexionó en voz alta Plones—, pero es un hombre vulgar.

II

Cuando Plones y Borgovo se marcharon, Keto permaneció sumergido en sus recuerdos. El fantasma de su compañero de primaria y secundaria, Cazofe, lo desafiaba como el del padre a Hamlet. ¿Qué relación había unido a Cazofe y Oridiana, antes de que Lugus lo asesinara? ¿Por qué él, Keto, había aceptado la oferta de sentarse a la mesa con Cazofe y Oridiana? ¿Había en aquella aceptación una secreta rendición a la belleza de Oridiana que, a la postre, había redundado en el asesinato de Cazofe? ¿Su emboscada contra Lugus había fracasado, y ocasionado la muerte de Cazofe, porque por un instante lo había deslumbrado la belleza de una mujer, la oportunidad infame del azar?. Dean, su joven asistente, le preguntó a Keto si debía conseguirle otra botella de whisky antes de marcharse, ya era la hora. Keto le respondió que se marchara tranquilo. Ese breve diálogo con su joven asistente le recordó una escena perdida en la noche de la Historia. No la podía vislumbrar con claridad, pero algo en el fondo de su memoria pugnaba por acercarle una pista, como la línea espumosa y fugaz de yodo que deja una ola en la orilla. Su asistente le ofrecía una botella, que hasta hacía apenas unos días, previo al encargo de apresar al resucitador, hubiera bebido hasta liquidar, y amanecer sumergido en su propia resaca. Pero se había negado: despertaría lúcido, preparado para el trabajo. ¿Qué celebridad había capitulado ante su propia tentación, y nunca más amanecido, como el propio Keto, secretamente hasta para sí mismo, ante la belleza de Oridiana? ¿Y qué relación tenía aquel recuerdo esquivo con el resucitador serial, y la finalidad última de su reversión de la experiencia humana? Aunque eran más de las dos de la mañana, y Plones y Borgovo se habían retirado hacía apenas unas horas, Keto no dudó en llamarlos: activó la llamada colectiva de whatsapp, un recurso que jamás había usado a lo largo de su existencia. Ambos noctámbulos atendieron de inmediato. A los tres les costaba dormir y un llamado en la madrugada, contrario a un inconveniente, era una bendición.

—¿De qué marca es el cargamento de perfume importado que le exigió Jack el resucitador a Capanga? —preguntó Keto.

—Habría que averiguarlo —lo siguió Borgovo, usando también por primera vez la llamada colectiva de whatsapp—. Pero me estoy maliciando que…

El profesor Plones no lo dudó. No habían aún siquiera pensado por dónde buscar un indicio; pero sentenció, y los otros dos coincidieron en silencio:

—Chanel número 5.

****

En el avión a Los Ángeles, en el asiento tripartito, los tres veteranos cotejaban hipótesis:

—¿Por qué un hombre quisiera salir a resucitar personas? —lanzó la tertulia Keto.

—Los motivos son tan innumerables como los de un asesino —especuló Plones—. ¿Ejercicio del poder? ¿Mera tendencia al Mal?

—En este caso —reflexionó Borgovo-, quizás solo el deseode una mujer.

—Pero para eso no hubiera tenido que resucitar a Alí, ni a Napoleón —lo desafió Keto.

—Es que en el caos triunfa el más fuerte —citó a Kissinger y retrucó Borgovo.

Plones acordó:

—Por otra parte, si su interés era seducir a esta estrella, el resucitar a otros puede ser una de las estrategias de petulancia de un enamorado: “no sos la única a la que voy a resucitar. Te resucito porque me interesás; pero más vale que me atiendas, porque tengo varias opciones”.

Borgovo se puso el barbijo sobre los ojos, para dormir. Plones pidió un Bloody Mary. Keto releyó el reportaje de Truman Capote: Una adorable criatura.

Al aterrizar en el aeropuerto LAX, mientras carreteaban de llegada, Keto informó:

—No sabemos aún el nombre real de Jack el resucitador. Encontraron huellas digitales, pero no figuran en ningún registro.

"La noche californiana era cálida y húmeda, y las articulaciones de los sexagenarios, dos de los cuales nunca habían sido hombres de acción, crujían como maldiciéndolos"

A cada uno de los tres le costó flexionarse detrás de una lápida. La noche californiana era cálida y húmeda, y las articulaciones de los sexagenarios, dos de los cuales nunca habían sido hombres de acción, crujían como maldiciéndolos. Keto quizás había corrido, golpeado y disparado, en su vida anterior; pero tras cinco años de inacción y borracheras, estaba más arruinado que Borgovo y Plones. No obstante, lograron pasar desapercibidos entre los muertos, y dejar libre de sospechas la tumba de Marilyn Monroe. A Borgovo le tocó ocultarse tras uno de los poemas de Spoon River; y aunque su inglés nunca había sido destacable, lo leyó con secreto placer. Logró terminarlo apenas un instante previo a escuchar los pasos de Jack el resucitador, esparciendo hojas secas entre los huesos secos también. Cuando el resucitador se había parado delante la tumba de Marilyn, juntando los dedos como para realizar un rito pagano y a punto de efectuarlo, Keto surgió desde detrás de la tumba de un policía de tránsito y le gritó a Jack:

—Alto, deténgase o disparo.

Ni Borgovo ni Plones ni Keto sabían si Jack el resucitador era inmune a las balas. Pero hasta donde podían comprender, el sospechoso levantó sus manos y se detuvo, como cualquier otro hombre que valorara su vida en la misma situación. Lo detuvieron y apresaron. Keto descubrió que Jack no era otro que Lugus resucitado. Pero si Lugus era el resucitador, ¿quién había resucitado a Lugus? La identificación de Lugus no fue difícil para Keto: le habían reparado notoriamente —con una cicatriz a lo Frankestein— el lado izquierdo donde se concatenaban parte de la cara y la cabeza (el que le había volado la bala); y sus ojos fijos eran como la marca indeleble de un billete. Ya Lugus tras los barrotes de la celda, Keto le ofreció reducirle la pena —un bluff, porque aún no tipificaban la resucitación como delito—, si regresaba de la muerte a Cazofe: para preguntarle qué relación lo unía con Oridiana.

Pero Lugus a cambio de la reducción de la pena reveló la verdad: la resucitadora era Oridiana. Ella había resucitado al propio Lugus, y le había prometido entregarle a Marilyn rediviva. Para cada cadáver, el rito era distinto, y solo Oridiana lo conocía. Lugus no podía resucitar a nadie sin el know how de Oridiana. También reveló Lugus la guarida de su mandante.

Cuando la atraparon, ya con una orden judicial que convertía en delito el acto de la resucitación, Oridiana, por consejo de su abogado, aceptó caducar la sobrevida de los por ella resucitados, y no volver a hacerlo. Los muertos regresaron a la muerte.

—Yo era amiga de la esposa de Cazofe —reveló por fin Oridiana—. Lo intercepté en el bar como si fuera por casualidad. Colaboré con Lugus para desorientarte y asesinar a Cazofe.

—¿Pero por qué? —sintió un nudo en la garganta Keto.

Plones y Borgovo observaban igualmente angustiados.

Oridiana sonrió al responder:

—Es un pacto entre la belleza y la maldad.

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