Entrar en La hija de Celestina (1612) es abrir una puerta lateral del Siglo de Oro: no la del gran salón con tapices, sino la del callejón que huele a fritanga y secreto. Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo coloca en el centro a Elena, muchacha guapa, viva, hija —nada menos— de la vieja alcahueta de Rojas y de un rufián llamado Pierres. Y en cuanto pisa Toledo, con la ciudad en fiestas nocturnas, ya está operando: charla a un mozo ingenuo, le mide el talón moral y lo despluma. Descubierta la trampa, huye sin mirar atrás. Así arranca una novela que no va a pedir perdón: picaresca en femenino, escrita en forma dialogada y con pulso de teatro callejero, mitad novela cortesana y mitad mapa del hampa.
Finalmente, Elena y Montúfar huyen a Madrid disfrazados de peregrinos. En la corte madrileña, Elena se casa con Montúfar y ambos viven en la más infame libertad, continuando sus engaños y vicios. No obstante, el destino de la protagonista es trágico: Elena es capturada y recibe un castigo ejemplar, acorde con la moral retributiva de la novela picaresca. En el clímax de la obra, la apicarada (mujer pícara) Elena es ajusticiada violentamente: muere garrote vil y su cadáver es arrojado al río Manzanares. Este final funesto pretende servir de escarmiento moral. De hecho, La hija de Celestina cierra mostrando cómo don Sancho, un noble corrupto que al inicio de la historia había abusado de la madre de Elena y desencadenado así la cadena de desgracias, queda aleccionado al presenciar la caída de Elena. Arrepentido “de tantos engaños como le habían pasado con Elena, y mucho más de su miserable fin”, don Sancho decide enmendar su vida y de allí adelante vivir honesto, casado. Así, la novela concluye con una nota moralizante: los vicios reciben castigo y (al menos en teoría) los poderosos aprenden la lección.
En cuanto a su estructura, la obra está escrita en forma dialogada, casi teatral, como La Celestina modelo que sirvió a Galdós para sus novelas de conversación. Los episodios se suceden en escenas con diálogos vivos entre los personajes, lo que le ha valido la etiqueta de “novela dialogada” o incluso “anticomedia” por algunos críticos. Este formato heredado como decimos de La Celestina permite a Salas Barbadillo combinar narrativa y teatro, ofreciendo tanto acción picaresca como agudos intercambios verbales. La acción abarca varias ciudades importantes de la España de la época —Toledo, Sevilla, Madrid, e incluso menciones a Burgos— reflejando un periplo picaresco por distintos ambientes sociales (desde palacios nobiliarios hasta mesones, calles y prisiones). La atmósfera de la novela es cruda y violenta: abundan la prostitución, engaños, robos, fugas, asesinatos, envenenamientos, traiciones y otros crímenes, en una trama de tono truculento, aunque muy ágil y entretenido. Todos estos elementos hacen de La hija de Celestina un relato dinámico y lleno de incidentes, que mantiene el interés del lector a la vez que pinta un cuadro satírico y despiadado de la sociedad.
Elena camina con compañía —Montúfar, Méndez y demás compinches— y la ruta es un rosario de ciudades y disfraces. Sevilla les abre un paréntesis de prosperidad impostora: se hacen pasar por devotos, trenzan milagros de bolsillo, embaucan a medio pueblo hasta que las manchas del oficio salen a la luz; Méndez paga por todos, chivo expiatorio de libro. Rueda la troupe hacia Madrid, donde la pícara y Montúfar se casan para vivir “en la más infame libertad”, que en el diccionario del XVII significa lo que se puede imaginar: vicios, engaños, huidas. No se espere redención por contrata: Elena termina en el garrote, su cuerpo al Manzanares, don Sancho —noble que abrió la cadena de desgracias— mira, tiembla, promete enmendarse. Moral barroca, sí; pero Salas no sermonea desde la sacristía: escarmienta a todos con una escena que se te queda en la garganta.
La gracia —y la novedad— está en el punto de vista. La picaresca venía dominada por varones con hambre y autobiografía; aquí habla la escena, no un yo confesor. Salas recurre al diálogo vivo como si levantara una anticomedia: los personajes se presentan hablando, se desenmascaran en réplicas cortas, la acción se mueve como un entremés en fuga. Hay novela cortesana cuando toca palacio, bajos fondos cuando toca mesón, y el paso de Toledo a Sevilla, de Sevilla a Madrid compone una geografía moral sin mapa turístico. La prosa es ágil y truculenta: prostitución, timos, venenos, prisiones, traiciones, todo lo que el Barroco pone a hervir cuando baja la policía del estilo.
Esta mezcla de registros enriquece el género picaresco, introduciendo personajes nobles corruptos, burlas a costumbres cortesanas y un tono satírico que desnuda **“todos los defectos y vicios de su época con gracia y soltura”**. La novela anticipa también rasgos de la novela polifónica o dialogada, experimentando con la forma narrativa (no está escrita en primera persona autobiográfica como los pícaros clásicos, sino en tercera persona con abundantes diálogos directos). En este sentido, La hija de Celestina “abandona la forma autobiográfica” tradicional, lo que la hace uno de los experimentos más originales dentro de la tradición picaresca femenina.
Dentro de la evolución del género, La hija de Celestina marca un punto importante al extender la picaresca al personaje femenino y al formato dialogado. Se publica pocos años después de La pícara Justina (1605), otra novela picaresca con protagonista mujer, y precede a La niña de los embustes, Teresa de Manzanares (1632) de Castillo Solórzano. Junto a estas obras, la novela de Salas Barbadillo atestigua la “evolución natural de un género” que se diversifica en tramas y protagonistas. Su influencia y originalidad quedaron patentes en la época: la novela tuvo buena recepción en su momento, al punto que el propio autor publicó dos años después una segunda versión ampliada titulada La ingeniosa Elena (Madrid, 1614). Esta versión incorporó nuevos episodios y matices, señal de la popularidad de la historia de Elena. Incluso escritores contemporáneos la mencionaron: el autor apócrifo del Quijote (Avellaneda, 1614) aludió a La hija de Celestina en el prólogo de su segunda parte de Don Quijote, muestra de la notoriedad que había alcanzado la novela de Salas.
Una dinastía de raza
Elena no nace en el vacío: el título mismo interpela a Rojas. Esto es género celestinesco en pleno: secuela apócrifa de una leyenda que no se quería acabar, la hija que hereda el oficio del engaño y lo exporta de burdel a carretera. El espejo funciona en doble sentido: Celestina era vieja maestra de enredos para un romance trágico; Elena es joven en ruta, sin amor romántico que la excuse, antihéroe que negocia su supervivencia en un mercado donde la honra es lujo y la ley un obstáculo. Si la madre muere acuchillada por codicia, la hija muere ajusticiada por sistema: dos finales que se responden, dos carteles de “así se paga” colgados en distinto barrio.
Y sin embargo, no es un simple calco. Salas ensancha la picaresca en dos direcciones. La primera, formal: no hay yo memorialista como en Lazarillo o Guzmán, sino tercera persona con diálogos en vena, lo que le da a la novela una plasticidad escénica que hoy pediría foco y claqueta. La segunda, social: mezcla cortes y cuchitriles, mete nobles corruptos en la pista del hampa y exhibe la cortesanía con la misma ironía con que retrata la trastienda prostibularia. Por eso Elena no es solo “pícara”: es termómetro. La sigues y te mide la fiebre de cada estamento.
Quien busque genealogías, las tiene: después de La pícara Justina (1605) y antes de Teresa de Manzanares (1632), obra que trataremos en este Bestiario de pícaros atípicos, esta Elena fija un modelo de picaresca femenina con denominación de origen. La recepción fue lo bastante buena como para que el propio Salas sacara versión ampliada en 1614: La ingeniosa Elena. Y la fama circuló: el Avellaneda del Quijote apócrifo la menciona en su prólogo. Lo interesante no es solo el eco, sino el experimento: Salas juega a novela polifónica avant la lettre, y eso, en 1612, es pura osadía.
Si el final parece brutal, lo es; y cumple su función moralizante en una época que necesita castigos a la vista. Pero el golpe no borra lo otro: la energía de la voz. La hija de Celestina late cuando Elena habla, cuando se disfraza con una frase, cuando tuerce a un vecino con un silogismo de venta ambulante. Ahí la novela se moderniza sola: escuchas a una mujer que negocia su margen en un mundo que no le concede ninguno. Y si quieres girarla a la actualidad para el lector de hoy, es fácil: cambia Sevilla por trending topic, devoción fingida por postureo, milagro por viral, don Sancho por influencer con escándalo; deja igual la economía de la mentira. El mecanismo no ha caducado: apariencia que engatusa, sistema que selectivamente castiga, público que aplaude hasta que huele sangre.
A la saga de pícaros le viene de perlas esta pícara con apellido. Le da aire y ruido de calle, recuerda que la picaresca no es un museo de hambrientos, sino una tecnología de supervivencia con manual de instrucciones variable. La hija de Celestina enseña que la astucia es un oficio, que el lenguaje es herramienta y máscara, y que la moral del Barroco —ese “cada cual paga lo suyo”— convive siempre con una duda que pica: ¿quién reparte de verdad los castigos? Salas no responde; abre la escena y deja que Elena haga lo suyo hasta el final. Lo demás —señores, señoritos, jueces y rufos— desfila alrededor. Y nosotros, cuatro siglos después, seguimos mirando el desfile con esa mezcla exacta de fascinación y vergüenza que define a la buena picaresca.


Genial.
Muchas gracias