Los libros buenos, por fuerza, están condenados a volver, por más que caiga sobre ellos la espesa niebla del olvido. Los apartamos de nuestro camino, los ignoramos, pero vuelven a brotar, a ponerse de moda, y nacen nuevos e inesperados lectores, fascinados por la belleza de la obra.
Sagan, que es el pseudónimo de Françoise Quoirez, escribió este conmovedor relato en tan sólo seis semanas, cuando aún no había cumplido los 18 años. Una muchacha que, inesperadamente, con su primera obra, obtuvo un éxito sin precedentes, hasta lograr vender, en ese momento, casi un cuarto de millón de ejemplares en Francia, y ser traducida, a los pocos meses, a más de veinte idiomas.
Sin embargo, la incuestionable calidad de la novela no fue argumento suficiente para que Sagan triunfara de manera tan prematura. Fue decisivo el hecho de que esas páginas, que gozan de un estilo tan sencillo que puede llegar a confundir al lector, fueran tildadas de pecaminosas y provocadoras. Uno de los más grandes escritores y críticos franceses de esos años, de mediados del siglo XX, François Mauriac, llegó a asegurar, no sin cierta ironía, que Sagan era “un encantador monstruito de 18 años”.
En la España pacata de Franco, Buenos días tristeza llegó a ser publicada, pero, ay, con la intención de enviar todos los ejemplares a las sucursales de Plaza y Janés en América Latina. Algunos de esos viajeros volúmenes volvieron a la Península bajo mano, y se vendieron, de manera clandestina, en la trastienda de las librerías más progres.
¿Qué es lo que pudo desencadenar todo ese escándalo, al que, por otra parte, los franceses estaban tan acostumbrados desde los tiempos de Madame Bovary y todo el proceso judicial abierto contra su autor? Sin duda, el hecho, poco común, de que una menor de edad aludiera, con pelos y señales, aunque sin crudeza ni mal gusto, a la sexualidad femenina. A nuestra Carmen Laforet, que ganó la primera edición del premio Nadal con algo más de veinte años con Nada en 1945, le sucedió algo parecido, pero se libró de la férrea censura franquista porque ella supo enmascarar lo más carnal de su obra para que no fuera advertido con facilidad.
Buenos días tristeza es un verdadero canto a una clase de vida a la que sólo tienen acceso los ricos. De hecho, el padre de Cécile, la joven protagonista, alter ego, sin duda, de la propia Sagan, es un cuarentón bien parecido, con no poca fortuna, y coleccionista de mujeres jóvenes y guapas. La acción transcurre, en su mayor parte, en la Costa Azul francesa, en una lujosa villa de verano, cercana a lugares tan emblemáticos como Saint-Raphael o Niza, reconocidos refugios de los parisinos con pasta y gustos refinados.
Llama la atención —y eso fue, sobre todo, lo que despertó el interés de los primeros editores en Francia— la presencia de frases geniales, propias, más bien, de una mente madura, que ha leído, que ha viajado, amado y vivido con toda intensidad. Frases que nos recuerdan al mejor Albert Camus, con ese inequívoco matiz existencialista de quienes ven pasar la vida mientras encienden su cigarrillo bajo la lluvia: “Nos acostumbramos —escribe Françoise Sagan en su libro— a los defectos de los demás cuando nos creemos obligados a corregirlos”.
En estas páginas, se propugna, además, la sagrada libertad de pensar; y la sagrada libertad de elegir uno mismo la vida que más le convenga, lo que suponía un mensaje revolucionario en un país tan adelantado intelectualmente como Francia, pero que acababa de salir de una guerra que había convertido a sus ciudadanos en verdaderos zombis que se debatían entre el ser y la nada.


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