Cada vez que leo crowdfunding, palabra que acabo de aprender a escribir, me acuerdo de mi Lola Flores, su inventora, que con su gracia y salero dictaminó «Si cada español diera una peseta…». Trabajo como profesora en el IES Numancia desde hace escasamente un mes, donde los alumnos de los últimos cursos han utilizado un crowdfunding para poder cumplir un sueño, ir a la playa, puesto que, para muchas de sus familias, ese viaje de fin de curso es imposible de costear. El barrio de Numancia, en el distrito de Puente de Vallecas, es uno de los lugares con menor renta per cápita de toda España.
Un barrio puede comprenderse fácilmente a través de la historia de su arquitectura, por lo que, cuando supe cuál era mi destino docente, acudí al libro Toldo verde, de Pablo Arboleda y Quique Carvajal. Aquí, ambos explican que Puente de Vallecas cuadruplicó su población en apenas quince años, cuando se anexionó a Madrid durante la Dictadura. Ante la falta de viviendas, surgieron diversos poblados chabolistas, entre ellos el Cerro del Tío Pío, ahora conocido como «las Siete Tetas», ya que las colinas que ahora lo forman están construidas a base de los escombros apisonados de ese antiguo poblado, cuando se decidió realojar a los vecinos.
Perros callejeros (1977), que marcó el germen del cine quinqui, al principio narra: «Por desgracia, no es el problema de un barrio, como algunos pretenden, ni de un distrito, ni siquiera de nuestra ciudad, sino de todas aquellas que sufren los males de un incremento de población acelerado y sin control. De una sociedad lanzada por la pendiente de la vida fácil, del lujo y del exhibicionismo. Nadie debe sentirse personalmente aludido por lo que se relata en esta película, pero todos estamos implicados en el problema y, en el fondo, todos somos culpables y a todos nos toca hacer algo por remediarlo. Levantando el brazo de la justicia, desde luego, pero sin olvidar la caridad, las posibilidades de redención de esos muchachos».
Pienso en esa «posibilidad de redención» cuando piso todos los días un aula de un centro catalogado de «difícil desempeño», tal vez estigmatizado mediante esta etiqueta y esas listas «negras» que circulan entre muchos profesores interinos a la hora de decidir qué-centro-no-elegir-nunca. En Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes, el narrador dice admirar a su mujer por su capacidad para cambiar de interlocutor en una fiesta sin cansarse. Coincido con que es una gran virtud; las interacciones cortas cansan, el contestar preguntas continuamente cansa, y mucho. Ya ni imaginemos cuando nuestros interlocutores son adultos a medio hacer y en pleno desarrollo de su identidad.
A veces, una clase concurre de manera tranquila y, de repente, se arranca por tangos. Ya que la profe también les ha salido flamenca, estoy probando a usar el flamenco como herramienta pedagógica, puesto que muchos de mis alumnos pertenecen al pueblo gitano, tan maltratado históricamente. Gracias a ellos he aprendido lo que es un repique de palmas. Como docente también aspiro a tal cosa: a que el proceso de aprendizaje sea mutuo, sintiéndome afortunada de que en la adolescencia actual también se encuentren reductos en los que se valore el arte y la cultura popular. En centros de estas características, una debe asumir que el núcleo educativo no es su asignatura, ni Miguel de Unamuno, ni todos los demás autores por los que una se fue a estudiar Filología Hispánica en plan bohemia a Granada. «La enseñanza que deja huella no es la que se hace de cabeza a cabeza, sino de corazón a corazón», que dijo Howard G. Hendricks.
Otra cosa que he aprendido es que da igual la calle que tengan tus alumnos, igualmente van a deshumanizarte. El profesor carga siempre con ese proceso extraño de deshumanización por parte del adolescente, donde no te imaginan medio piripi o con un piti en la boca, ni contemplan la posibilidad de que llegues a clase tras haber discutido con tu pareja, en pleno proceso de divorcio, con un familiar enfermo o, en el mejor de los casos, abstraída por culpa de una primera fase de enamoramiento. El profesor, en su vida privada, es un santo hasta que se demuestre lo contrario. El otro día, un alumno me dio una masterclass sobre el tabaco y la nicotina. Me vi obligada a confesarle que nunca había fumado. Que, efectivamente, me acababa de caer del guindo. Quise predicar con el ejemplo de lo que nunca he sido.
El maestro que prometió el mar, de Patricia Font, cuenta la historia real de Antoni Benaiges, un profesor que se propone despertar la curiosidad de sus alumnos más allá de los límites del pequeño pueblo en el que viven. En última instancia, les promete llevarlos a conocer el mar, una experiencia desconocida para la mayoría. En el caso de la película, el viaje no termina materializándose; en el del centro educativo donde trabajo, sí. Sin embargo, ese querer descubrir el mar va mucho más allá que la simple promesa; simboliza al maestro que te desvela algo nuevo desde su vocación, por ínfimo que sea, alterando poco a poco tu percepción del mundo. Antoni Benaiges solía citar esta frase de Giner de los Ríos, quien consideraba esa curiosidad genuina del alumno un motor de clase social: «La alegría y el bullicio del niño son cosa divina; haced que duren y animen y calienten por todas partes, como un sol, el mundo».


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