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Oligarquía y caciquismo: El poder de unos pocos, ayer y hoy

Oligarquía y caciquismo: El poder de unos pocos, ayer y hoy

A finales del siglo XIX, el escritor Joaquín Costa lanzó una frase demoledora: en España «no hay Parlamento ni partidos, solo hay oligarquías», es decir, una minoría de poderosos que gobierna en su propio interés. Vinculado a esa élite surgía el fenómeno del caciquismo, una red de influencias locales que manipulaba las elecciones y mantenía sometida a la sociedad rural. Costa publicó Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: Urgencia y modo de cambiarla en 1901, aunque con ambos conceptos, oligarquía y caciquismo, el autor ya definió todo un sistema político durante la Restauración borbónica en España (finales del siglo XIX y comienzos del XX), basado en el gobierno de unos pocos y el fraude electoral institucionalizado.

En el contexto español de los siglos XIX y XX, oligarquía y caciquismo se convirtieron en dos caras de la misma moneda. Oligarquía aludía al gobierno de una minoría privilegiada –terratenientes, políticos profesionales, aristócratas y financieros– que concentraba el poder político y económico. Por su parte, caciquismo nombraba el entramado de relaciones clientelares y de patronazgo en el ámbito local que sustentaba a esa oligarquía en el poder. El término cacique originalmente designaba a los jefes indígenas en las Antillas durante la era colonial, pero en la España del siglo XIX pasó a referirse metafóricamente a aquellos “señores” locales que ejercían un dominio informal sobre su comunidad, valiéndose de su influencia para controlar votos y voluntades.

"El caciquismo operaba a través de un sistema de clientelismo político profundamente arraigado"

“Hay un enemigo mortal, el caciquismo, cuyo solo nombre lo dice todo, contra el cual todo el mundo protesta y del que no se puede hablar en la vida pública sin arrancar ruidosos aplausos al combatirlo, ni en la vida privada sin conmoverse cuantos escuchan. En él está el núcleo de la dificultad para ustedes, y aquí reclamo el mayor esmero de todos. Si se me pide una definición clara de mi pensamiento, yo la daré. La política que ustedes han de hacer y harán es la que encarna en las necesidades verdaderas de un pueblo; es decir, la política del país, política patriótica, política nacional; y la otra, la contraria, es la política del caciquismo, que consiste en favorecer a alguien; y si este alguien es o se llama mi amigo, será tan caciquismo como cuando se llama mi adversario». (p.40)

Aunque el fenómeno de los caciques se observaba ya durante el reinado de Isabel II (1833-1868), fue durante la Restauración borbónica (1875-1923) cuando alcanzó su máxima expresión y perfección. Tras las convulsiones del Sexenio Democrático, la Restauración instauró un sistema parlamentario bipartidista en apariencia liberal, pero que funcionaba en la práctica como un régimen oligárquico-caciquil. Los dos partidos “dinásticos” —el Conservador de Cánovas del Castillo y el Liberal de Práxedes Mateo Sagasta— pactaban una alternancia pacífica en el poder (el turno), y para mantener ese reparto se recurría sistemáticamente al fraude electoral. Como señaló Joaquín Costa en 1901, la fachada constitucional ocultaba en realidad “un régimen oligárquico, servido, pero no moderado, por instituciones aparentemente parlamentarias”. Según Costa, este régimen se componía de tres pilares fundamentales: (1) los oligarcas propiamente dichos —los prohombres de cada partido, la plana mayor residente en Madrid—; (2) los caciques de primer, segundo o tercer orden, diseminados por pueblos y provincias; y (3) los gobernadores civiles, encargados de comunicar las consignas del poder central a la red caciquil local. En palabras de un catedrático contemporáneo, “el político en Madrid; el cacique en cada comarca; el gobernador civil en la capital de cada provincia […] constituyen las tres piezas claves en el funcionamiento real del sistema”.

Mecanismos de poder: clientelismo y fraude electoral

El caciquismo operaba a través de un sistema de clientelismo político profundamente arraigado. Se basaba en relaciones de poder desiguales en las que un patrón (el cacique local) ofrecía favores, protección o ventajas —desde empleos hasta pequeñas ayudas económicas o legales— a sus clientes (los vecinos de menor estatus), a cambio de lealtad y, sobre todo, de su voto. Como resume un refrán popular de la época: “La ley se aplica al enemigo; al amigo, el favor”. En la práctica cotidiana, esto significaba que el cacique usaba medios ilegales o inmorales para asegurar resultados electorales: compraventa de votos, coacción a votantes dependientes, manipulación del censo electoral, falsificación de actas y, si era preciso, la fuerza bruta. El historiador José Varela Ortega caracteriza estas prácticas como «relaciones de patronazgo desideologizadas» donde los votantes no esperaban programas ni principios, sino beneficios personales a cambio de su apoyo.

"El fraude electoral durante la Restauración llegó a refinarse hasta convertirse en un arte político perverso"

El fraude electoral durante la Restauración llegó a refinarse hasta convertirse en un arte político perverso. Una famosa caricatura de 1872, titulada “Triunfo electoral”, ilustraba con sátira todos los vicios del sistema: mostraba al primer ministro Sagasta llevado en hombros sobre un enorme embudo rotulado “Sufragio Universal”, seguido por guardias civiles que acarreaban urnas llenas de papeletas antes de abrirse los colegios, carretillas cargadas de “votos al por mayor” comprados, matones armados con garrotes intimidando a los electores, opositores maniatados bajo una pancarta de “electores que iban a votar” y hasta difuntos “resucitados” para votar. La escena, con tono humorístico, reflejaba una realidad trágica: las elecciones eran un teatro donde el resultado estaba predeterminado por los caciques y sus padrinos políticos. No en vano, siempre ganaba por amplia mayoría el partido gubernamental que convocaba los comicios.

Detrás de esta farsa democrática había un procedimiento meticulosamente organizado. Cuando tocaba el turno de alternancia, el monarca nombraba un nuevo gobierno del partido contrario, que inmediatamente disolvía las Cortes y convocaba elecciones. Desde el Ministerio de la Gobernación en Madrid se enviaba a cada provincia la lista de candidatos oficiales que debían salir elegidos (práctica conocida como “encasillado”). El gobernador civil transmitía esas candidaturas de turno a los caciques locales, y estos se encargaban de “fabricar” los resultados en sus distritos: usando su capacidad de presión y su red de favores para conseguir votos, organizando el relleno de urnas (pucherazos) o alterando actas electorales cuando era necesario. En muchos casos ni siquiera hacía falta la violencia abierta, pues el poder social del cacique bastaba para inclinar voluntades –empleos municipales, perdón de deudas, concesión de tierras comunales, todo podía intercambiarse por sufragios–. Como apuntaba un análisis de la época, “el caciquismo se nutre de ilegalidad”, pero quienes participaban del sistema lo veían como una normalidad cotidiana.

Este engranaje tenía especial eficacia en la España rural, donde la mayoría de la población era campesina, pobre, dependiente económicamente de los terratenientes y con altos niveles de analfabetismo. En los pequeños pueblos, la figura del cacique (a menudo el gran propietario, el alcalde o algún notario adinerado) actuaba como “padre benefactor” de la comunidad, a la vez que la mantenía políticamente sometida mediante el paternalismo y, llegado el caso, la intimidación. En cambio, las ciudades grandes escapaban en parte a esta red clientelar, pues una clase media más instruida y menos dependiente se atrevía a votar libremente; de hecho, el voto urbano se consideraba más genuino y permitió la representación de republicanos y socialistas emergentes en las Cortes de la época.

Consecuencias políticas y sociales

El dominio de la oligarquía y el caciquismo tuvo profundas consecuencias políticas y sociales en la España de la Restauración. En lo político, convirtió la Constitución liberal en papel mojado: las instituciones representativas (Parlamento, gobiernos locales) fueron capturadas por el fraude sistémico, “sacrificando la verdadera democracia” en aras de la estabilidad de la élite. Los turnos pacíficos entre conservadores y liberales lograron evitar guerras civiles y pronunciamientos militares por un tiempo, pero al precio de anular la soberanía popular. Como describe un manual histórico, la voluntad nacional era “usurpada mediante el fraude y la corrupción electoral” por la oligarquía dominante. El pueblo votaba, pero votaba lo que el poder le decía que votase, en una democracia sin sustancia donde las elecciones eran meras formalidades para “sancionar los deseos” de las élites. Esta manipulación crónica fomentó la desideologización y el cinismo: muchos ciudadanos quedaron “anestesiados” o indiferentes, viendo la política como un juego ajeno y corrupto.

"La educación y la modernización quedaron relegadas: no convenía a los caciques tener un campesinado instruido o una prensa verdaderamente libre"

En lo social, el régimen oligárquico-caciquil perpetuó las desigualdades de la España tradicional. La minoría de poder —grandes terratenientes, aristócratas, alta burguesía— se aseguraba de que las estructuras económicas y sociales no cambiaran. Las redes clientelares hacían que cualquier ascenso o beneficio dependiera del favor del cacique, no del mérito, alimentando un círculo vicioso de pobreza y dependencia en las clases bajas. La educación y la modernización quedaron relegadas: no convenía a los caciques tener un campesinado instruido o una prensa verdaderamente libre que cuestionase el orden establecido. No es casualidad que intelectuales de la talla de Unamuno, Emilia Pardo Bazán o Santiago Ramón y Cajal –participantes en la encuesta del Ateneo de 1901 sobre caciquismo– denunciaran con amargura la “decadencia” del país y la falta de auténtica libertad a causa de este sistema. Tras el Desastre del 98 (la pérdida de las últimas colonias), creció la conciencia de que España estaba postrada, políticamente estancada y socialmente atrasada, en buena medida por culpa de esa “asquerosa llaga del caciquismo” que impedía la regeneración nacional.

Ecos actuales: ¿pervive la oligarquía y el caciquismo hoy?

Aunque la España del siglo XXI es una democracia consolidada, los fantasmas de la oligarquía y el caciquismo no han desaparecido por completo; se han metamorfoseado en formas más sutiles o han reaparecido en otros contextos. En primer lugar, diversos analistas señalan que formas de oligarquía persisten en muchas sociedades actuales. El término oligarquía se aplica hoy, por ejemplo, a la concentración de poder político-económico en una pequeña élite: oligarcas que, sin ostentar cargos electos necesariamente, dominan sectores clave de la economía y ejercen enorme influencia sobre los gobiernos. Un caso evidente es el de la Rusia post-soviética, donde tras las privatizaciones emergió una clase de millonarios —los llamados “oligarcas rusos”— con control sobre los recursos estratégicos y estrecha conexión con el poder del Kremlin. Estos magnates llegaron a “representar uno de los pilares del nuevo poder” en la Rusia de fines del siglo XX, difuminando la línea entre riqueza privada y decisiones públicas. Incluso en democracias occidentales, se debate hasta qué punto el dinero y las élites económicas condicionan la política: el fenómeno de los grandes donantes, lobbies corporativos y puertas giratorias ha hecho que algunos autores hablen de una “democracia de los ricos” o una oligarquía de facto, donde las mayorías sociales sienten que sus instituciones sirven a intereses minoritarios. Así lo advierte un informe internacional: aportaciones económicas desmesuradas “han inundado el mundo de la política”, generando deudas de campaña que luego se pagan en forma de favores políticos, un tipo de corrupción sistémica observable hoy a escala global.

"La historia de la oligarquía y el caciquismo en España es un recordatorio poderoso de cómo la democracia puede ser vaciada desde dentro si el poder real se concentra en manos de unos pocos"

Por otro lado, el caciquismo como fenómeno tampoco está muerto; simplemente ha mutado sus máscaras. En España, aunque el cacique rural tradicional es cosa del pasado, no es raro oír acusaciones de “caciquismo” para describir ciertas dinámicas locales o internas de partidos. Se habla de “barones territoriales” refiriéndose a líderes regionales que controlan férreamente sus feudos políticos, repartiéndose cargos y recursos entre sus fieles. En algunos ayuntamientos pequeños todavía surgen figuras de alcaldes perpetuados durante décadas, que utilizan los resortes municipales para mantener clientelas y aplastar a la oposición mediante su influencia personal.

Por supuesto, la situación actual no es exactamente la de hace un siglo —hoy existen contrapesos legales, “prensa libre”, fiscalización ciudadana y redes sociales que hacen mucho más difícil un caciquismo descarado—. Sin embargo, conviene reconocer que el riesgo de la “oligarquización” y el caciquismo no ha sido eliminado, sino que adopta nuevas apariencias si la sociedad baja la guardia. Al fin y al cabo, mientras haya fuertes desigualdades económicas y sociales, habrá quienes usen su posición ventajosa para influir o capturar el poder político. Como reflexiona Joaquín Costa al final de Oligarquía y Caciquismo, “mientras no se extirpe al cacique, […] no podrá haber Constitución democrática”. Esa sentencia retumba hoy con otro sentido: el “cacique” ya no es el terrateniente decimonónico, pero sí puede ser el gran empresario que dicta condiciones al Estado, el político que confunde el interés público con su red clientelar, las endogámicas universidades con sus rectores, alcaldes, editores, presidentes comunitarios, concejales o el líder que fomenta el culto personalista. Identificar a esos caciques modernos –y limitar su excesiva influencia– sigue siendo tarea pendiente.

Lecciones para el siglo XXI

La historia de la oligarquía y el caciquismo en España es un recordatorio poderoso de cómo la democracia puede ser vaciada desde dentro si el poder real se concentra en manos de unos pocos. Vemos un sistema donde la apariencia de elecciones ocultaba un reparto oligárquico del poder, sostenido por caciques locales que mercadeaban con la soberanía del pueblo. Aquel régimen, por más estabilidad que aportara en el corto plazo, acabó minando la confianza en las instituciones y agravando el atraso del país. La relevancia de entender este fenómeno en el siglo XXI radica en las lecciones que ofrece para nuestras democracias actuales.

En primer lugar, revela la importancia de la pluralidad y la transparencia: cuando la alternancia política se decide en despachos cerrados o mediante dinero e influencias, la ciudadanía pierde su voz y el sistema degenera. Hoy debemos exigir mecanismos que impidan que las élites económicas o partidistas secuestren la voluntad popular —desde leyes electorales justas hasta límites a la financiación opaca y al nepotismo—. En segundo lugar, la persistencia de ciertos tics caciquiles nos recuerda que la cultura democrática debe cultivarse cada día. Valores como la igualdad ante la ley, la rendición de cuentas y el servicio al bien común son el antídoto contra el retorno de “padrinos” políticos. Si normalizamos el favoritismo, el “dedazo” y el clientelismo, estaremos allanando el camino a nuevos caciques, aunque vistan traje moderno.

"El fenómeno de la oligarquía y el caciquismo nos enseña que la libertad política requiere algo más que leyes escritas"

Finalmente, comprender la oligarquía y el caciquismo es entender las raíces de problemas actuales como la corrupción sistémica, la desafección ciudadana o la concentración de la riqueza. En un mundo donde la brecha entre ricos y pobres vuelve a ensancharse, donde en algunos países un puñado de millonarios posee tanto poder como Estados enteros, la sombra de la oligarquía planea de nuevo. Y en lugares donde la democracia es joven o frágil, las tentaciones caciquiles están a la orden del día. Por eso, estudiar el pasado —cómo funcionaron y cómo cayeron aquellos “señores del país” de la Restauración— no es un mero ejercicio histórico, sino un acto de prevención cívica. Nos alerta de que la democracia no se garantiza solo con elecciones, sino con una ciudadanía vigilante y unas instituciones verdaderamente inclusivas.

El fenómeno de la oligarquía y el caciquismo nos enseña que la libertad política requiere algo más que leyes escritas: requiere equilibrio de poderes, ética pública y participación consciente de la sociedad. Ayer fueron los caciques rurales, hoy quizá otras élites intentan concentrar el poder. Mantener viva la memoria crítica de aquel período oscuro es, en última instancia, un llamado a defender y profundizar la democracia en nuestro tiempo, para que nunca más el país quede en manos de unos pocos.

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John P. Herra
John P. Herra
1 mes hace

No hay ningún empresario que dicte sus condiciones al Estado, más bien al revés. Lo más parecido a los caciques, hoy, son los partidos políticos, que aparentan pelearse y luego se tapan entre ellos y se reparten el pastel. Un pastel -el presupuesto- que representa la mitad del PIB. No hay ninguna empresa más grande y poderosa que las administraciones públicas.

En cuanto al caciquismo de la Restauración, España no fue una excepción. Por poner un ejemplo, en la avanzada Gran Bretaña estaban los ‘rotten boroughs’ (distritos podridos). Tampoco el caciquismo estaba extendido sobre toda España. En regiones de predominio de la pequeña propiedad familiar, o donde había ciudades grandes e industria, como Cataluña, País Vasco, Navarra, Aragón y Valencia, los caciques tuvieron un poder limitado. El fin del caciquismo llegó, paradójicamente, en las dos dictaduras: la de Primo de Rivera, que quebrantó a los dos partidos turnantes y a sus redes clientelares; y la de Franco, el ‘cirujano de hierro’ que pedía Costa, en la que España logró el desarrollo económico y la industrialización que dejó al sector primario en menos del 20% del PIB y con una población ocupada en él conforme a los estándares de los países desarrollados. Con clase media, educación universal y gratuita y posibilidad de cambiar de mandar al cuerno a tu jefe, no puede haber caciquismo privado. Por eso es tan peligrosa la proletarización de los hijos de la clase media, la destrucción de los autónomos y la colonización del Estado (o del gobierno) sobre todo lo que no está bajo su control.

ricarrob
ricarrob
1 mes hace

Excelente artículo doña Rosa. En España el siglo XIX sigue presente. Sigue habiendo oligarquías y caciquismo.

En las oligarquías perviven las viejas estructuras habiéndose incorporado nuevos actores. Los oligarcas antiguos de habano en la boca, comidas pantagruélicas, barrigón y limpiabotas a los pies, han dado paso a los CEOS, esos grandes directivos que constituyen una casta aparte del común y que, con sueldos estratosférios y disfrute de prebendas sin fin, “dirigen” las empresas hacia su quiebra.

Respecto a los caciques se debería hacer un estudio. Sobre todo en las poblaciones pequeñas y capitales de provincia pequeñas. Si compara usted las guías telefónicas de una de estas poblaciones, las de hace 50 años con las actuales, verá que los mismos apellidos siguen campeando entre los profesionales de la justicia, de la medicina, de las gestorías, etc. Desde siempre, en estas ciudades, incluso provincias enteras, los mejores puestos son ocupados por estos nuevos caciques y la población que no pertenece a este clientismo tiene obligadamente que emigrar a ciudades como Madrid. En estos lugares, igual que antaño, los políticos, si no forman parte de la propia estructura caciquil, se asimilan a ella, con mamandurrias varias adicionales. La estructura caciquil, aunque no se diga, es una de los culpables de la España vaciada.

Saludos.

Rosa Amor
Rosa Amor
1 mes hace
Responder a  ricarrob

Muchas gracias

SABRINA ANALIA CABRERA
SABRINA ANALIA CABRERA
1 mes hace

Clave: Ética.
Conclusión: el caciquismo patrocina la permanencia de la oligarquía
como método de gobernabilidad; siendo su Clave: El poder económico.
Mecanismos: no conviene la alfabetización de los dependientes económicos.
No conviene la proliferación de intelectuales libres.
Conviene que las masas necesiten asistencialismo en el tiempo. Así, manipulan su voto.

La DESAFECCIÓN ciudadana.
El ANALFETISMO como problema sin solución en mira de tener alimento y techo.

Las personas pensamos (sepamos o no leer y escribir conscientemente).
La perversión de este Sistema es el de jugar con el hambre y la desolación durante la temporada de frío con tal de garantizarse su apoyo.

“UNA CLASE MEDIA MÁS INSTRIUDA Y
MENOS DEPENDIENTE
SE ATREVÍA A VOTAR
LIBREMENTE; DE HECHO, EL VOTO URBANO SE CONSIDERABA MÁS
GENUINO”

Entiendo que hoy no es tan crudo.
Las elites y polarización partidaria pueden asemejarse a aquella oligarquía/ caciquismo.
Las redes sociales como medio de denuncia.
El fácil acceso a la Educación.

A partir y desde Rosa Amor

¿Qué es la militancia?
Prefiero no encontrar respuesta.

SABRINA ANALIA CABRERA
SABRINA ANALIA CABRERA
1 mes hace

Los gobiernos de turno, ¿gobiernan desde sus pricipios éticos?
Cuando la Constitución se vuelve
papel mojado ahí se hace polvo la
Sociedad y se cae como botella de vidrio durante un terremoto el
nacionalismo.
Nos compete a nosotros (pueblo) que eso no suceda. Por lo menos, dar un freno.

Jorge Juan 65
1 mes hace

¡Observo inteligentes reflexiones en este artículo!, yo no soy capaz. pero veo qen el el texto que es necesario y que es muy lúcido. En tiempos en que se nos quiere hacer creer que todo es nuevo —nuevas élites, nuevas formas de control, nuevas maneras de manipulación— este texto viene a recordarnos que el caciquismo no ha muerto, simplemente ha cambiado de traje. La autora no solo establece un paralelismo afilado entre los poderes locales de antaño y las dinámicas oligárquicas de hoy, sino que lo hace con rigor, claridad y un hilo narrativo que nunca pierde el pulso.

Me parece admirable cómo logra conectar el legado regeneracionista con los síntomas actuales sin caer en la nostalgia ni en la denuncia vacía. Hay lectura, hay síntesis, y sobre todo, hay una advertencia elegante: el poder de unos pocos se reproduce cuando dejamos de mirar. Este artículo no es solo una lección de historia política, es también una llamada a la conciencia democrática. Ojalá más voces como esta, que escriben para pensar y no solo para opinar. Gracias a todos en cualquier caso.

SABRINA ANALIA CABRERA
SABRINA ANALIA CABRERA
1 mes hace
Responder a  Jorge Juan 65

“una llamada a la conciencia democrática”.
Jorge Juan 65
Muy bueno!!!!