Hubo una época en que la literatura podía poner nerviosos a gobiernos, clérigos y censores. Los libros y sus autores eran considerados armas subversivas capaces de sacudir conciencias y desafiar la autoridad. Escritor peligroso no era una figura retórica: era una condición con consecuencias muy concretas. El marqués de Sade, por ejemplo, pasó años encarcelado entre calabozos y manicomios; sus novelas libertinas y blasfemas lo convirtieron en escándalo público. Escribía desde la Bastilla textos de una obscenidad y una radicalidad inauditas, a sabiendas de que aquello podía condenarlo definitivamente. Cuando estalló la Revolución, huyó dejando atrás el manuscrito de Los 120 días de Sodoma, convencido de haberlo perdido para siempre. Su caso resume una evidencia hoy casi olvidada: la literatura podía ser vista como una amenaza real, capaz de cuestionar la moral y el orden.
En contextos más autoritarios, la ecuación escritor-peligro se volvía literalmente explosiva. El caso de Aleksandr Solzhenitsyn en la Unión Soviética es paradigmático: tras revelar en Archipiélago GULAG (1973) los horrores del sistema de campos de concentración estalinista, el escritor fue acusado de traición. En febrero de 1974 la KGB lo arrestó, le retiró la ciudadanía soviética y lo subió a un avión con destino al exilio. Solzhenitsyn, Nobel de Literatura de 1970, pasó de ser héroe a villano para el Kremlin por atreverse a “sacar los trapos sucios” del régimen. Sus libros fueron prohibidos y solo pudieron circular en samizdat (copias clandestinas). La sola circulación de Archipiélago GULAG en Occidente fue vista por Moscú como una amenaza tan grave que decidió expulsarlo del país. Escribir la verdad había puesto en jaque a toda una superpotencia, y el autor lo pagó con la patria. Un destino similar corrió en México José Revueltas, narrador y activista cuyos textos denunciaban las injusticias sociales. Revueltas participó en el movimiento estudiantil de 1968 y fue señalado como uno de sus intelectuales instigadores. Pocas semanas después de la masacre de Tlatelolco, fue detenido y condenado a 16 años de cárcel acusado de “incitación a la rebelión”. En la sombría prisión de Lecumberri, entre rejas físicas y censura, escribió El apando (1969), una novela breve y feroz sobre la degradación carcelaria, plasmando en literatura su propia experiencia como preso político. Al cabo de dos años obtuvo libertad anticipada, pero el mensaje del gobierno fue claro: los escritores críticos serían tratados como enemigos del Estado. Por supuesto, esto no detuvo a Revueltas, quien siguió escribiendo con furia sobre los “muros de agua” que oprimen a los desposeídos. Su caso ilustra al escritor latinoamericano militante, visto como “peligroso” por las dictaduras de turno y dispuesto a afrontar la prisión por sus ideas.
La nómina de escritores “malditos” o incómodos es larga y atraviesa épocas y geografías. Franz Kafka, sin escribir panfletos, fue prohibido por los nazis y mirado con suspicacia por los soviéticos: su condición de judío y su visión opresiva de la burocracia bastaron para volverlo indeseable en sistemas que no toleraban ambigüedades. James Joyce, por su parte, escandalizó a democracias orgullosas de su libertad: el flujo de conciencia y la franca sexualidad de Ulises rompieron moldes estéticos y tabúes morales. La novela fue acusada de obscena, tratada como contrabando: ejemplares incautados, ediciones pirateadas, juicios por “publicación indecente”. Antes incluso había sufrido la mutilación de Dublineses, cuya primera tirada un editor mandó guillotinar por ultrajante. Joyce asumía que no podía escribir sin ofender a alguien y perseveró. El precio de la osadía fue convertirse, durante un tiempo, en delincuente literario.
En los años cincuenta, el poeta Allen Ginsberg publicó “Howl” (“Aullido”), un poema que celebraba la libertad sexual, las drogas y la contracultura. Sus versos explícitos escandalizaron a las autoridades: el libro fue confiscado y el editor juzgado por obscenidad. La defensa cultural triunfó por poco, y un juez reconoció que aquel “aullido” tenía utilidad social. Para el establishment, un poeta podía ser tan “peligroso” como un delincuente; para los beat, esa etiqueta era un honor: ser subversivos era una forma de respirar.
Otro caso, sin duda, es el de Pier Paolo Pasolini, poeta y cineasta, quien chocó con Iglesia, burguesía y partidos. Salò o los 120 días de Sodoma llevó la provocación al límite como alegoría feroz del poder. Antes del estreno ya había secuestros de copias y campañas para prohibirla. Pasolini fue asesinado poco después en circunstancias nunca del todo claras. Su figura sobrevivió como recordatorio de que el arte que ensucia los guantes del poder suele acabar cubierto de golpes.
A la lista podrían sumarse Oscar Wilde, encarcelado por desafiar la moral victoriana; D. H. Lawrence, prohibido por El amante de Lady Chatterley; George Orwell, vigilado por todos mientras diseccionaba el totalitarismo; Salman Rushdie, perseguido por fatua y obligado a vivir décadas bajo amenaza; Reinaldo Arenas, asediado y empujado al exilio; Rodolfo Walsh y Haroldo Conti, desaparecidos por una dictadura. Cambian las doctrinas, las patrias y las retóricas, pero persiste un aire de familia: la literatura como acto de insumisión. Aquellos autores transgredieron límites y pagaron un precio: moral, legal, físico. Eran peligrosos porque horadaban verdades oficiales, exponían la hipocresía y obligaban al lector a mirarse al espejo sin maquillaje.
Llegados aquí, la pregunta: ¿y hoy? La premisa de este texto —que ya no existen escritores peligrosos— es más una provocación que una sentencia. Lo que sí parece cierto en buena parte de Occidente es que el perfil público del escritor ha mutado. El bohemio incómodo ha sido sustituido, a menudo, por el autor-marca: alguien que escribe, sí, pero también gestiona redes, cultiva una imagen, participa en festivales, hace directos y se cuida de no naufragar en el mar violento de la opinión instantánea. Vivimos bajo el signo de la hiperexposición: cada declaración, cada línea, puede incendiarse en segundos.
En ese clima, la autocensura no la dicta un censor con uniforme, sino un cálculo íntimo: “¿Me compensa decir esto?, ¿qué pensarán los míos?, ¿me lo perdonará el algoritmo?”. La presión no procede ya de la Iglesia ni del Ministerio, sino de una nebulosa de reputación, ventas, cancelaciones y linchamientos digitales. No es menos eficaz: desactiva el riesgo antes de que exista.
A esa lógica se suma la absorción de la literatura por el entretenimiento masivo. La industria prioriza historias de consumo rápido, ritmos altos, temas reconocibles y adaptables a pantalla. No es que no haya libros profundos o audaces, es que el ecosistema premia lo confortable. La novela experimental, la prosa lírica de largo aliento, la sátira despiadada contra la propia tribu, las zonas de ambigüedad moral que dejan al lector sin consuelo, son más difíciles de vender, de recomendar, de viralizar. El mercado editorial —con sus excepciones— optimiza para afinidades, no para disonancias. La publicidad, los algoritmos, las listas y los premios participan de esa circulación que favorece el producto fácilmente compartible.
También conviene reconocer una confusión frecuente: rebelión no siempre equivale a activismo. La literatura siempre ha dialogado con las causas de su tiempo, y es saludable que hoy se escriba sobre feminismo, diversidad, racismo, memoria y crisis climática. Pero una parte de esa escritura —la más visible— transcurre dentro de un consenso ético del circuito cultural que la acoge, la aplaude y la premia. “Ser transgresor” queda a menudo limitado a señalar villanos reconocibles, mientras se preserva intacta la sensibilidad del lector de la propia tribu. La obra denuncia al enemigo exterior, pero evita desestabilizar el suelo moral del que se alimenta. Es una valiosa pedagogía cívica, sí, aunque rara vez alcanza la perturbación que vuelve peligrosa a una obra.
Otra clave es el narcisismo ambivalente de las redes. El escritor se convierte en gestor de sí mismo: mide el pulso de la audiencia, ajusta el tono, negocia con la ironía. La recompensa es inmediata, pero también lo es la sanción. No es difícil adivinar la deriva: textos que buscan aprobación, que no hieren demasiado, que apuntan al aplauso del grupo, que confunden impacto con importancia. ¿Para qué quemarse por una verdad incómoda si basta con un gesto correcto para obtener la misma visibilidad? La moral pública, ensanchada por la tecnología, actúa como un sofisticado sistema de incentivos que desalienta lo intempestivo.
¿Significa esto que ya no existen escritores peligrosos? No exactamente. Existen, pero suelen habitar los márgenes. Publican en editoriales pequeñas, pasan bajo el radar de los grandes suplementos, escriben contra su propio público, incomodan a izquierda y derecha, perturban más que consuelan. También existen allí donde la palabra sigue teniendo consecuencias físicas: países donde un poema o una crónica pueden acarrear cárcel, exilio, agresión. Tal vez la diferencia con el pasado es que los focos ya no miran hacia esos lugares; o que cuando los miran, los convierten en exotismo, los integran a la rueda de festivales, los traducen al idioma del espectáculo y les liman el filo hasta hacerlos presentables. El sistema ha aprendido a digerir la transgresión y a venderla como una experiencia segura.
Y, sin embargo, el deseo de una literatura que desagrade sigue intacto. Porque el poder no ha desaparecido: solo se ha vuelto difuso. También hoy hay dogmas que exigen ser interrogados: la fe ciega en la tecnología y sus oráculos, los rituales de pureza en las militancias, la economía de la atención que explota nuestras horas, el sentimentalismo rentable, las formas dulces del autoritarismo privado, los tribunales morales de las plataformas, la anestesia del entretenimiento perpetuo. Una literatura peligrosa hoy quizá consista en desobedecer al propio nicho, en negarse a escribir para gustar, en no pedir permiso a la tribu ni a la consigna. Tal vez se parezca menos a la injuria frontal y más a la ambigüedad radical: a esa zona incómoda donde el lector tiene que decidir sin instrucciones qué hacer con lo que ha leído.
Pensemos en la clase de obras que podrían inquietar de verdad en nuestro presente: novelas que muestren la fragilidad del yo digital sin moralina pero sin coartadas; sátiras que ridiculicen a partes iguales las certezas del progresismo y los lugares comunes del conservadurismo; relatos que desarmen la gramática del victimismo rentable; ficciones que tomen en serio la idea de límite en una cultura que lo desprecia; poemas que se permitan lo sagrado en un mundo que lo trivializa y lo blasfemo en mundos que lo absolutizan. Obras impresentables para cualquier comité de prudencias, no porque insulten, sino porque no dan garantías. Lo subversivo, en suma, como inconveniencia ontológica: algo que no encaja en el catálogo.
Es probable que —si aparecen— no luzcan etiqueta de enfants terribles, ni se hagan virales, ni reciban inmediatamente premios. La literatura peligrosa rara vez llega a tiempo para el trending topic. Suele llegar tarde y permanecer. A veces, cuando el ruido ha cesado, nos damos cuenta de que ese libro que “no encajaba” ha modificado silenciosamente la sensibilidad de una generación. Lo demás eran fuegos de artificio.
Queda por decidir si deseamos volver a tener escritores peligrosos. Hay quien se siente cómodo con una cultura que entretiene, confirma y acompaña; nada hay de malo en ello. Pero renunciar del todo al aguijón equivaldría a aceptar una literatura de museo: brillante, ilustrativa, inofensiva. La alternativa es recuperar la valentía de incomodar. No hace falta saberlo todo ni vivir al borde de la ley: basta con negarse a escribir bajo dictado, aunque el dictado venga en forma de aplauso. Quizá el gesto más subversivo en la era del espectáculo sea escribir sin público imaginario: sin algoritmo, sin lector ideal de grupo, sin corrector moral pegado al hombro. Escribir como si nadie fuera a perdonarnos, y aun así escribir.
¿Existen hoy escritores peligrosos? Tal vez no en la marquesina. Pero siguen ahí, a veces en la penumbra, a veces en idiomas minoritarios, a veces en ciudades donde un libro es todavía un riesgo físico, a veces en la mesa de novedades de una librería pequeña. Y pueden volver a ocupar el centro en cualquier momento. Cuando ocurra —cuando un texto produzca esa mezcla de admiración y temor que reconocemos en lo grande— sabremos que el engranaje del espectáculo ha fallado por un instante y que la literatura ha recuperado su poder de perturbar. Hasta entonces, conviene no confundir el ruido con el peligro, ni la etiqueta de “controvertido” con la verdadera herida.


Llorenç Villalonga, Josep Pla, Robert Brasillach, José María Gironella, Ignacio Agustí, Rafael Sánchez Mazas, Samuel Ros, Eduardo Marquina, Ramón de Basterra, Manuel Machado, Dionisio Ridruejo, Luys Santa Marina, Félix Ros, Agustín de Foxá… Pues anda que no hay literatos “desaparecidos”.
“¿Existen hoy escritores peligrosos? / El poder perturbador de la Literatura” Rosa Amor
Yo no sé si existen hoy.
Está claro que no vivimos la misma realidad que VIVIERON OTROS. REALIDAD hostil que hicieron de su Vida , una experiencia dolorosamente rica; de modo que, cuando escribieron , lo hicieron desde EL CAMINO RECORRIDO. Ellos supieron cuánto dañaron determinados contextos y , desde ahí, comunicaron.
Los LIBROS son Historia Viva.
Hoy estamos MARAVILLADOS con la frivolidad. Hoy somos mucho más egoístas.
Hoy nos comprometemos socialmente mediante el “recorta y pega” de frases compasivas.
Hoy no escuchamos ni nos escuchamos.
Hoy somos YO primero , YO segundo , YO décimo quinto.
Esto es política.
Hablar / redactar / decir e incomodar es REVOLUCIÓN.
Cuando uno expresa desde el cansancio , desde las lágrimas que cayeron , desde el miedo; eso ya le da un NO SÉ QUÉ notorio al usar el bolígrafo, lápiz , teclado físico o digital , voz o señas.
Ahí existe ese toque de veracidad que no necesita más terminología.
Hablar del frío es una cosa.
Sentir frío / haber sentido frío, otra.
Hoy estamos siendo artificiales y eso es insípido.
Hay Temas con los que NO se juega; ahí debiera estar el límite. Venimos BIEN FABRICADOS y sabemos de las responsabilidades y la Ética.
Hoy nos veo plásticos.
Hoy nos veo insensibles.
Tal vez , esto, haya sido siempre así . A medida que vamos creciendo , vamos abriendo los ojos y los cuentos se deshojan.
Esto es en LÍNEAS GENERALES. No todo está tan mal.
“basta con negarse a escribir bajo dictado” Olmo
Como si las modas/ otros te estuviesen diciendo: “Vos no pensás / elegís / sentís / vivís como corresponde”.
Ahí, la peligrosidad.
Venimos BIEN FABRICADOS.
Eso da MIEDO.
Sí: hubo y hay escritores que incomodan de verdad, y no confunden riesgo con espectáculo. Hoy el ecosistema premia la marca personal, la aprobación inmediata y el producto confortable; el algoritmo sustituye al censor y la autocensura es cálculo de reputación. Si queremos recuperar el aguijón de la literatura, no basta con el griterío: hay que escribir contra los propios dogmas y sin pedir permiso a la tribu.
En ese marco, también conviene releer críticamente a los “desaparecidos” del canon —de Villalonga o Pla a Brasillach, Gironella o Foxá— sin panegíricos ni purgas, es decir, como literatura situada y discutible. ¡Claro, hay muchos más! No hay más espacio aquí, de momento.
Doña Rosa, su segunda frase parece describir el Premio Planeta.
Muy buen artículo, doña Rosa. Da que pensar a quienes la literatura sea su pasión. Muchos trangresores ya olvidados. Me ha hecho usted acordarme de Vicente Blasco Ibáñez, otro gran olvidado. Quizás había más escritores peligrosos antes, hace mucho.
Quizás ahora no hay valor para afrontar los peligros actuales, los convencionalismos buenistas, las superioridades morales y culturales de la izquierda… lo políticamente correcto, afrontar el riesgo a ser cancelado… atacar a los falsos paradigmas del arte y de la cultura, esa cultureta creada al calor de ciertas tribus de cantautores que marcan lo políticamente correcto y que viven de su reconfortante autoafirmación onanista. Quizás esa sea la palabra adecuada: el gran onanismo mental que ha llenado esta sociedad sin autocrítica que se regodea en su auto satisfacción buenista.
Hay quizás algún retazo. Las dos últimas novelas de Juan Manuel de Prada, ambientadas en París, ponen en solfa a algún paradigma del arte, de los totalmente incuestionables.
Saludos.
¿Escribir contra los propios dogmas? Llevo toda la vida oyendo la misma receta y nunca he visto a los médicos tomarla.
El artículo de Rosa Amor del Olmo identifica hoy tres fuerzas que desactivan el riesgo: (a) la hiperexposición que incentiva la autocensura reputacional; (b) la absorción de la literatura por el entretenimiento compartible; (c) la conversión del autor en “gestor de sí” que escribe para su nicho. Este texto asume ese diagnóstico y propone una práctica concreta para escribir con filo sin romper la convivencia. Pero ‘Escribiremos como si nadie fuera a perdonarnos y, aun así, escribiremos’ en palabras de la autora. Preferimos llegar tarde y permanecer a ser virales y olvidables.
“Preferimos llegar tarde y permanecer a ser virales y olvidables”. Jorge Juan 65
“Si queremos recuperar el aguijón de la Literatura , no basta con el griterío: hay que escribir contra los propios dogmas y sin pedir permiso a la tribu”. Rosa Amor
En mi opinión, no hay que perderse en la inmediatez ni perderse uno mismo. Por supuesto, si hoy debemos escribir sobre el color amarillo y enfatizar que es el mejor tono no sólo para vestir sino por los efectos psicológicos para ser “el más vendido” y uno ve lo absurdo en ello, no lo hará. Considerar que algo es abdurdo , también es un dogma. Ahí, como en artículos anteriores de su autoría, se puede optar por satirizar inteligentemente desnudando las Falsirenas o teatralizando la tragedia social.
Todo lo que nos estimule para pensar y repensar está más que buenísimo!
Rosa: Gracias!!
Todo lo que estimule a pensar sea bienvenido. Estamos en la época del pensamiento globalizado: millones de homínidos pensando lo mismo, el sueño de los dictadores. Atreverse a decir que lo de la tal Rosalìa es una chuminada, atreverse a decir que el fútbol es aburrido y masificante, atreverse a decir que el Planeta se lo conceden a los maridosdé, y que no puedo pasar de la segunda página del aclamadísimo Juego de Tronos. O que nunca he visto un episodio de Cuéntame cómo no pasó. Atreverse a decir que hay que saber cantar, con buena música y no salir al escenario en bragas. Pensamiento único, el origen de la falta de escritores peligrosos.
Es necesario cuestionarlo TODO.
Buenas.
No, no son los escritores peligrosos los que no existen.
Son los hombres y mujeres que escriben cosas peligrosas las que no existen.
Aunque realmente si que existen, pero prefieren no escribir sobre cosas peligrosas.
Básicamente se les “desvalenta” con odio y perturbación social. Y de esa forma crear crítica dentro de literatura se vuelve harto y arte tedioso hacia uno mismo.
Pués, no son los escritores valientes o peligrosos los que dejaron de escribir. Es que se guardan su arte. Sus críticas y su valentía y peligrosidad, para no acabar pareciendo quienes a estilete rebanan la cultura de “echen más censura, más censura” que dirían los hermanos Marx algunas de sus locas peliculas.
En este camarote ya no caben más partes contratantes de precuelas obstinadas en paralizar la pluma de la verdad escrita bien adornada de algún terror nocturno que despierte y despiece la silla de quienes acomodados en la incompetencia más profunda y moribunda social, gobiernan.
Y alguna cosilla más que no cabe en una observación del porque, no son los escritores peligrosos, sino, la propia corriente liderada por censores morales con un alto grado de borrachera de elipses educacionales.
Un saludo. De un escrito peligroso.
Gracias Rosa por este posteo.
Comprendo el punto y aprendo, sin salirme de mí.
Creo que cada uno tiene un Bagaje de Conocimientos Conocidos y cuando te incitan a negar o cuestionar tus Herramientas, es hacer lo mismo que se denuncia.
Los comentarios, usted incluída, son enriquecedores porque nos permiten crecer: definir desde los otros, desde nosotros. Sin querer, ¿sin querer?, se dio una clase/ un encuentro de Filosofía.
Me apropio del “Atreverse a decir” , “y sin pedirle permiso a la tribu”,
“Preferimos llegar tarde y permanecer a ser virales y olvidables”,
“Son los hombres y mujeres que escriben cosas peligrosas las que no existen.
Aunque, realmente, sí que existen; pero prefieren no escribir sobre cosas peligrosas”. ¡Gracias!
Los contextos suelen ser muy inestables. Muchos que han hablado, escrito o incentivaron el pensamiento crítico fueron esfumados y su lucha queda como avance o conmemoración.
Ser peligrosos es suicida.
Ser dominados, es peor.
Las Vidas y Biografías lo dicen.
Lo contradictorio es que la peligrosidad radica en la mismísima Libertad que viene desde que Fuimos Creados;
Nuestra Naturaleza : asusta. El “Kit de Propiedades Innatas” ,ATERRORIZA.
“y la autocensura es cálculo de reputación”. Aquel que hace las cosas por la obligación de las modas/ de la propagación del pánico , sabe que tendrá mucho glitter, mucha “aceptación”. También,
SABE , QUE NO ADHIERE.
¿Quiénes somos?
¿Cómo somos?
¿Hacemos lo que nos gusta o hacemos los que nos da purpurina?
¿Tenemos consciencia de lo volátil que es la purpirina?
¿A qué le tenemos miedo?
Tarde o temprano las bolas de cristal estallan y nos queda lo que molesta: LOS ESPEJOS QUE REFLEJAN NUESTRO INTERIOR.
Eso lo Aprendí y , luego , lo viví.
Los Docentes no siempre están dentro de las convencionales aulas académicas .( Espacio: Alsina 798, Ciudad de Burzaco. Tiempo: El Indicado. Experiencias: Aquellas que sacuden la comodidad).
Uno Madura más , muchas veces , fuera los típicos cursos que en los típicos cursos.
Las Fechas Históricas No Salvan Ni Transforman Vidas.
Sí, posibilitan buenas calificaciones.
Muy lindo debate! Muy lindas aportaciones! Muy lindo cuando tomamos Escenas Vividas!
Muy lindo !
Gracias Paty por tu mirada!
Cómo es que no se había mencionado todavía ni en el artículo ni en los comentarios a Michel Houellebecq???
De los mejores artículos jamás leido en Zenda.
Ojalá el público sea quien se canse de mirar el circo, y
Miré más a los quieren tirarlo abajo.
Hoy hay en España un autor no suficientemente valorado .Se trata de Ignacio Gómez de Liaño. Es un autor que por no haberse preocupado por escribir en los periódicos no tiene el mérito que le corresponde.Lean si no Contra el fin de siglo, 0o El juego de las salas de Salas.