A partir de cierta edad hacerse viejo es la única alternativa a la muerte. Envejecer es ocupar una buhardilla desde donde ves fluir el mundo cada vez más lejano e incomprensible. Una habitación que sale cara, pues incluye una larga sucesión de pérdidas y renuncias, amén del rosario de dolores encadenados que no se sabe de dónde proceden pero que avisan de que se inicia el desguace, el derrumbamiento. La vejez no es una meta que se alcanza con alborozo, sino un sumidero inevitable al que llegamos en estados diversos. Unos completamente exhaustos, otros con ganas de aprovechar ese tiempo de prórroga como un regalo, y hay también privilegiados que alcanzan en su última etapa una paz de la que nunca habían disfrutado.
Los libros de autoayuda ofrecen numerosos títulos para aprender a envejecer. No voy a recomendar ninguno, aunque respeto a quien prefiera guiarse por mapas más que por la brújula de la intuición. Además, es bueno que se hable de un tema hasta hace poco invisible. Sin embargo, opino que si llegas a una edad avanzada y no sabes cómo afrontar el final, nadie te lo va a enseñar. El arte de envejecer es la última lección que te da la vida, y los únicos maestros son tus propios miedos y fantasmas. Ser viejo no es agradable, pero tiene un lado positivo, y no me refiero a los mitos de la sabiduría y la experiencia, sino a la oscura liberación de saber que no tardarás en decir adiós a un mundo del que te sientes cada vez más lejano y ajeno. Tal vez ese sea su sentido, una estrategia para afrontar la muerte sin dejarte llevar por la desesperación.
Frente a la atracción que despierta lo nuevo, joven y fresco, la senectud se identifica con deterioro, inutilidad, con lo feo. La historia del arte refleja esa mirada desdeñosa en la representación de los cuerpos humanos, especialmente los femeninos. En su etapa oscura Goya fue uno de los artistas que más se ensañó en acentuar los rasgos grotescos, paródicos y caricaturescos de sus modelos. Su pincel actuaba en sentido contrario del bisturí que usa hoy un cirujano plástico para repristinar a sus pacientes. Si el sordo de Fuentedetodos viera a una de esas septuagenarias con el aspecto de sus propias hijas, se quedaría mudo. «¡Vade retro, Satanás! Las brujas existen», exclamaría en su fuero interno. Las versiones pictóricas del relato bíblico Susana y los viejos, de Artemisa Gentileschi, Rubens y Tintoretto, son muy ilustrativas de la confrontación entre juventud y vejez como sinónimos de inocencia y malicia obscena.
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El viaje a la vejez se inicia al poco de llegar al mundo. Sabemos cuál es el destino final de la travesía, pero procuramos no pensar en ello. Pasas por distintas estaciones y encrucijadas pagando el correspondiente peaje, y de repente te encuentras en la última parada del trayecto e inicias un proceso que incluye distintas fases, una especie de autoduelo por esa mujer pletórica de vitalidad que un día fuiste. Pero llega un momento en el que por fin te reconcilias con la versión ajada de ti misma que refleja el espejo, porque su mirada expresa la esencia de tu ser. Y exclamas: “¡Soy vieja, sí señor! Vieja y pelleja, a mucha honra”.
Una de las primeras veces que vislumbré el rostro cruel de la ancianidad fue cuando mi padre, gran aficionado a la natación, me confesó un día en la playa, con voz apenada, que ya no le apetecía meterse en el mar. Ahora, cuando bajan un poco las temperaturas yo tampoco lo hago. Pillar un constipado de consecuencias funestas no compensa unos minutos de euforia acuática. Envejecer es un tira y afloja. Eso que llamamos «yo», una «confederación de almas», que decía Antonio Tabucchi, funciona como el senado en una Roma asediada por los bárbaros en pleno debate, porque unos votan rendirse ante el enemigo y otros, en cambio, quieren seguir luchando: seguir adelante, aunque camines más despacio.
Por fortuna, en el país de los viejos ya no reina la atmósfera deprimente de antaño: mujeres que pasaban del luto al alivio de luto, y hombres sumidos en una pasiva resignación a la espera de exhalar su último aliento. Impacientes, algunos recurrían al trago de lejía o a la soga. Senicidio. Hoy día el panorama es completamente distinto. Es lo que llamo Efecto Cocoon, en referencia a una divertida película, Cocoon (1985) dirigida por Ron Howard, basada en una novela de David Saperstein. Ben, Arthur y Joe, tres amigos jubilados que viven en una residencia de Miami, se cuelan en una piscina privada y después de varios baños experimentan un asombroso rejuvenecimiento. Su aspecto es el mismo de siempre, siguen viejos por fuera, pero desbordan energía y se comportan como chavales alocados, lo que da pie a situaciones hilarantes. Interpretada por viejas glorias de Hollywood como Don Ameche y Maureen Stapleton, contaba también con Brian Dennehy, un actor versátil que igual se ponía en la piel de un villano que de un personaje complejo como el protagonista de El vientre del arquitecto, de Peter Greenaway. Interpretaba al líder de un grupo de amistosos alienígenas de Antarea, seres hechos de pura energía que podían adoptar aspecto humano, cuya llegada a la tierra explica la asombrosa metamorfosis de los abuelos.
Los que llamo “yayos cocoon” invaden hoy calles y playas con sus alegres atuendos deportivos, sus bicicletas de marca y sus perros de raza. Jubilados con elevado poder adquisitivo, buena salud, actividad social y tiempo libre para satisfacer ilusiones pospuestas. No se han bañado en la piscina de los extraterrestres ni falta que les hace. Practican ejercicio y siguen dietas y rutinas saludables. Unos buenos genes también ayudan. Lógicamente, despiertan la envidia de los jóvenes que temen que en un incierto futuro ellos no podrán disfrutar de ese tipo de vida, una segunda juventud despreocupada, financiada por papá Estado. No me voy a meter en el espinoso jardín de las pensiones, pero sí quiero señalar que esos jubilados jubilosos son solo la punta del iceberg. Hay otros muchos menos visibles con pensiones de miseria que sufren problemas familiares y de salud, amén de la indeseada soledad. No es oro todo lo que reluce. Tampoco en la edad dorada.
Igual que las estaciones climáticas, veranos que se superponen al otoño, las edades humanas se han desplazado en una especie de corrimiento de tierras. Antes, de la pubertad y la adolescencia apenas se hablaba, de la infancia se pasaba directamente a la juventud, y al alcanzar la veintena las mujeres debían estar dispuestas a ser madres y los hombres a crear una familia y por tanto a uncirse al yugo del sistema, hasta que ya no resultaban productivos. En nuestro tiempo, la juventud se alarga hasta los cuarenta años y, cual brillante capa de barniz, el infantilismo recubre la sociedad sin perdonar edades ni estatus.
La vejez también se extiende más allá de los límites conocidos, y los que en el pasado acudían a las iglesias para conquistar la eternidad se machacan hoy en los gimnasios y practican ayunos y penitencias en aras de la longevidad. ¿Llegarán nuestros descendientes a vivir 120 años? ¿En qué estado? ¿Habrá espacio para todos? Preguntas sin respuesta. De momento los viejos de nuestro tiempo podemos darnos con un canto en la dentadura. Somos la generación de españoles, los boomers, que cuenta con los mejores medios para gestionar esa postrera fase. No todos somos yayos cocoon, pero la vida de los mayores ha mejorado sustancialmente en las últimas décadas. No solo por las pensiones, el sistema sanitario o al aumento de la esperanza de vida, veinte años más desde mediados del pasado siglo, sino por la posibilidad de mantener una actividad que nos haga sentir útiles. Pienso en artistas de amplia trayectoria que con más de setenta, incluso ochenta años, siguen dando guerra: Carmen Maura, José Sacristán, Magüi Mira, Raphael, Miguel Ríos… Y sobre todo en esas personas anónimas que participan en colectivos de todo tipo desde clubs de lectura a oenegés. De momento, repito, creo que nuestro país sí es país para viejos.


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