Imagen de portada: ‘Guns’, de Andy Warhol.
En estas fechas, muchos niños componen ya su carta a los Reyes Magos. Quienes prefieren a Papá Noel tienen las semanas contadas. Pero no siempre las fiestas han sido como las actuales. Con todo lo nocivo, inestable y amenazante que pueda tener nuestro tiempo, hubo una crudeza y un desamparo en algunas décadas de la historia de nuestro país, no tan lejanas, que a veces se hace difícil tomar verdadera conciencia y evocarlas con viveza. El relato del mes de la Escuela de Imaginadores en Zenda tiene, entre otros, este objetivo.
La imaginadora Cortes F. Escalante (Madrid), graduada social de formación, ha sido finalista de varios concursos de cuento y es autora de una formidable novela aún en busca de editor, La caja de música, donde relata de forma magistral las dos Españas. Y es que Cortes tiene una apabullante habilidad para retratar otras épocas, para hacerlo con precisión y amor por los detalles, y para dejar al lector inevitablemente conmocionado.
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Los Reyes Magos
La dentellada del cepo despierta a Paco antes de que salga el sol. Solo ha sido el sueño de siempre. Agradece estar despierto. Aunque ha sentido el mismo desgarro en la pierna: infinito, insoportable, aun mitigado por el cuero grueso de la bota. Ahora queda el recuerdo del accidente brutal, de cómo pudo liberarse haciendo palanca con el cañón de la escopeta, y el dolor de un mordisco sordo, que aumenta con la humedad y el frío, y nunca se va del todo. Se levanta con cuidado, cojeando a oscuras.
—No te despediste de Francisco.
Paco contesta con un gruñido a su mujer. No quiere entrar en una conversación tantas veces repetida.
—El chico no tiene la culpa.
—Cumplo con mi deber, Rocío. Corro con todos sus gastos.
El día anterior evitó ver al chaval que lleva su nombre y su apellido. A ese chico que ha venido a pasar el día de Reyes en casa y que ha vuelto antes de tiempo a Madrid. A ese joven con el que empieza a medirse de igual a igual. De extraño a extraño.
En el gesto de Rocío hay tanta resignación como tristeza.
Retira la leche que comienza a subir en la cazuela sobre las trébedes, antes de que se salga y tizne el aire con ese olor a quemado tan desagradable.
Cuando Paco sale al exterior, las aristas de hielo se clavan en sus pulmones al respirar y le espabilan por completo. Lleva dentro el salchichón y el grano que dejó la noche anterior, tira el agua y se bebe los tres culillos de vino.
La Mori corretea renqueando entre sus pies, saltando como una loca. Está contenta. Sabe que hoy va a trabajar, como siempre que ve a su amo con la escopeta. Atrapa con el morro las cortezas del tocino que le ha guardado su dueño.
Rocío los ve alejarse desde la ventana. Sus siluetas, recortadas ante el cielo gris plomizo previo al amanecer, se separan y se juntan al compás de una cojera orquestada. Desmenuza los restos del pan duro que quedó ayer sobre la mesa de los señores, mendrugos con la huella de dientes ajenos, miga pellizcada por otros dedos, cortezas escarbadas… Hay una sincronía perfecta entre Paco y la perrilla. La Mori es el ser que más le quiere, sin condiciones, y al que él muestra más afecto en el mundo, más incluso que a sus hijos. Es un hombre parco en cariños.
Después separa la capa densa de nata que se ha formado en la cazuela. Es costumbre batirla con azúcar y untarla en una rebanada para la merienda. El pan desmigado en leche será el desayuno del resto de la familia. La gente del campo sabe que el hombre de la casa debe alimentarse mejor. No es un privilegio, es una necesidad, el sustento de la familia depende de sus fuerzas.
Como cada 6 de enero, el señor ha organizado una montería en el coto de la finca. Sacará buenas propinas que, junto con el aguinaldo, darán para ir tirando una temporada, para pagar la estancia que retenga a Francisco en la capital, donde trabaja de aprendiz en un taller mecánico, un buen oficio que, a las puertas de los años setenta, le permita ganarse bien el sustento. Un dinero que también pueda alejar a la niña de esas tierras.
Amanece. Paco revisa diligentemente los puestos junto con la Mori, desde la cuerda al sopié. Su perra es la mejor de la rehala, y él, el mejor perrero, aunque ambos cojeen, o tal vez por eso. Ella encuentra mejor que sus compañeros el rastro de cada encame. Nadie bate el monte como ellos dos, poniendo a las presas en fuga, dirigiéndolas hábilmente hacia los cazadores.
El sol tímido de enero inflama el aire, ilumina sus partículas, intenta sobreponerse a la helada, a los grados bajo cero, calentando un poquito la mañana manchega.
Observa a la Mori, siempre en guardia. Recuerda. Hace ya cuatro años. Fue la mejor cría de la camada, también la más oscura, de ahí su nombre. Cuando el amo examinó a los podencos recién nacidos y vio que una de las hembras venía mancada, le dijo a Paco:
—Ya sabes lo que tienes que hacer.
A él se le encogió el estómago.
—Y si la aparto y me encargo de ella, ¿puedo quedármela? —dijo incapaz de tirarla al río en un saco de arpillera cerrado con una cuerda—. No les va a quitar la leche a sus hermanos.
—¡Ea! Pero no quiero verla enganchada a las tetas de la madre.
Paco le puso nombre. La alimentó con unas hilas de lienzo empapadas en leche, que el animal chupaba con ansia, agarrándose al trapo como a la vida. Le curó la pata cambiándole el entablillado cada semana, para que al crecer no quedase más corta que su vecina. Pero aun así la Mori tiene una leve cojera, tal vez para estar a la altura de su dueño.
Paco se dirige hacia el cortijo. Los cazadores van llegando en sus todoterrenos. Quiere ver a los críos antes de que empiece la montería.
*
Rocío recoge los tazones del desayuno, los lava en el fregadero de piedra y los coloca en el vasar sobre el que descansan los cacharros de cocina. Los tres han apurado las sopas de leche. Hoy todo tiene que quedar perfecto. Está inquieta.
Hay una sonrisa de felicidad en la cara de Juan, el pequeño. Tiene seis años, es moreno, menudo, cetrino, un poco contrahecho. Tiene la figura del hambre en los genes, típico fruto de la gente pobre de su tierra. Se ríe sin complejos, enseñando sus dientes mellados. Replica cuando le dicen que se ha comido el queso del cura, comentando que, aunque conoce al párroco, nunca le ha ofrecido nada.
María, la mediana, tiene doce años. Nació seria, con el juicio cabal de las mujeres del campo, maduras a fuerza de trabajar y ser consideradas poca cosa desde niñas. Aunque últimamente se la ve a menudo sonreír en silencio.
En el otro cuarto Rocío hace la cama grande, la del cabecero de latón con somier de muelles desvencijados y un viejo colchón de lana sobre el que nacieron ella y sus tres hijos. Junto a la pared del fondo, descansan plegadas las dos camas turcas en las que duermen los chicos, una para cuando viene el mayor, la otra para los pequeños.
Huele a pobreza honrada, a jabón hecho en casa con el aceite de freír viejo disuelto en sosa. Nada sobra, todo se aprovecha. Huele a campo, a tomillo, y a leña de vides. Huele a la caldereta hecha con los restos de los corderos sacrificados para la casa de los señores, que borbotea a fuego lento al calor de las llamas azules de los sarmientos, lanzando pequeñas llamaradas cada vez que se quema el alcohol atrapado en sus ramas. Huele a flores de sartén y a guirlache de almendra marcona recogida durante el otoño en el paseo que lleva hasta la entrada del cortijo. Huele a mañana de Reyes.
La tarde anterior ella y la niña abrillantaron los cubiertos de plata, limpiaron la cristalería y la vajilla. Hoy almorzarán pronto. Las dos tienen que ayudar en la casa principal: en la cocina, a atender a los invitados, a servir la mesa y a recoger y limpiarlo todo. Es famoso el asado de cordero con el que obsequian los anfitriones a sus huéspedes.
Rocío está cada vez más nerviosa, pero no por lo que hoy se espera de ella. Es por la niña. No le gusta el modo en que el señorito Luis observa a su pequeña. Hay en sus ojos el mismo brillo turbio con el que la miraba a ella el señor cuando aún no era el dueño de la finca. Hace ya toda una vida.
*
Los dos hermanos salen de la casa. Como cada año, se repite la misma ceremonia. La niña ayuda, hace tiempo que conoce el secreto de los Reyes Magos. Juan mantiene intacta la inocencia. Siguiendo una función bien ensayada, comprueban si sus majestades se han comido el salchichón y si se han bebido el vino, si los camellos han dado buena cuenta del agua y del grano.
Mientras, Rocío saca los paquetes escondidos bajo la cama y los coloca junto a la chimenea.
Al entrar los niños la madre exclama:
—¡Han venido los Reyes Magos!
María abre su regalo, un monedero dorado hecho con pequeñas piezas entrelazadas. En su interior encuentra cinco pesetas.
Hay una blusa para Rocío envuelta en papel de estraza. Era de la señora, ha tenido que estrecharla a escondidas, por las noches, para que nadie la viera.
Para Paco, sin empaquetar, tabaco de picadura y un chisquero.
El regalo de Francisco se quedará sin abrir.
Juan se pelea con el envoltorio de una gran caja. Es pequeño para darse cuenta de que es el mismo papel, estirado y guardado de ocasión en ocasión, de regalo en regalo. María le ayuda a abrirlo con cuidado, sin romperlo. El niño mira la caja, no se fija en que tiene los cantos gastados. Sus ojos brillan, la sonrisa se ensancha mostrando toda la boca desdentada. Celebra su obsequio a gritos. Lo ha estado deseando durante todo el año, el Fort Apache, idéntico al que trajeron sus majestades al señorito Emilio las navidades pasadas. Al abrir la caja su gesto va cambiando, dos lágrimas se escurren por su rostro, la alegría dura poco en la casa del pobre: la empalizada está rota, falta la bandera en el mástil, a los indios les han cortado los arcos y las flechas. Algunos están ahorcados con un cordel. A los yanquis les han arrancado las escopetas de cuajo.
—¡Son torpes, son tontos, son malos!
El niño llora sin consuelo. No entiende cómo año tras año pasa lo mismo con su regalo. Él ha sido bueno y les ha dejado comida.
—No llores, mi niño, habrá sido sin querer, tienen que llevar muchos juguetes en una noche. Algunos se les caen del camello, seguro que ha sido eso.
A Rocío se le abre en dos el alma.
—No les quiero, son tontos. No quiero a los reyes malos.
Continúa llorando entre hipidos.
Paco ha observado toda la escena en silencio desde la puerta. Le quema la sangre, no le cabe el aire en los pulmones. Se da la vuelta y sale andando lentamente, con la cabeza agachada, seguido por la Mori. Esta vez cojean con el ritmo acompasado.
Rocío le mira mientras se marcha. Hace ya más de veinte años llegó para la vendimia, en el momento preciso para tapar su falta con el señorito. Paco se enamoró desde el primer momento. A pesar de la boda arreglada y de suceder a su suegro como guarda de la finca, o tal vez por ello, sigue sin poder ver a Francisco, prefiere tenerle lejos. Ella sabe que es un buen hombre, de pocas palabras, de silencios densos, sobre todo después del accidente persiguiendo a un cazador furtivo. Le respeta, pero no le quiere. No es un secreto.
María ayuda a Juan a recomponer el fuerte sobre la mesa de la cocina.
—Esto no es nada, ya verás cómo lo arreglamos.
La niña anima a su hermano mientras le enseña a rehacer la empalizada con pinzas de la ropa.
—¿Ves qué fácil? Ahora tú —dice mientras le ofrece una más.
El niño se va animando. Reconstruir el fuerte pasa a ser un juego nuevo.
—Ahora vamos a hacer la bandera.
—¡La bandera! ¿Te puedo ayudar?
Ella recorta un trocito de papel de una cuartilla vieja.
—¿Ves qué bien? La vas a pintar tú.
Le acerca una caja de lata con algunas pinturas prácticamente gastadas, un borrador de miga y un sacapuntas con una cuchilla al extremo de una herradura. Le enseña con paciencia cómo debe colorearla.
—Así, con cuidado, sin salirte —dice revolviéndole con la mano el remolino indomable que tiene en la coronilla.
Prepara engrudo con agua y harina, y le ayuda a pegar la bandera.
El niño se conforma poco a poco y se queda jugando solo. Se le ve contento. Se limpia las lágrimas y los mocos con la manga, y se entretiene imitando el ruido del asedio con la boca, sonriendo aplicado, con la cara llena de churretes.
Mientras, en la otra pieza, madre e hija se visten con los uniformes de servicio. Rocío ve que la niña está contenta, aunque intenta disimularlo, presintiendo que no es del agrado de su madre. Es la primera vez que se pone el traje negro, con el mandil de encaje y la cofia almidonada, los dos resaltan muy blancos sobre la ropa y el pelo. Rocío adivina en la cara de la niña que le gusta participar del lujo de la casa, ver a los invitados, tan importantes. Saben que hoy incluso ha venido un ministro. Teme que la historia se repita, que María no sueñe con dejar el pueblo, que aspire a ser la dueña de la casa. Ha visto cómo el señorito Luis se bebe con los ojos los dos limoncillos que se marcan desafiantes bajo la blusa de su hija.
La tarde anterior, Rocío tuvo que tragarse sus palabras ante la señora.
—Una cosa más, mañana tráete a María. Toda ayuda es poca. Vamos a ser muchos.
—Es muy niña, no sé si lo va a hacer bien, señora.
—No se hable más, Rocío. Os quiero aquí a las dos. Y punto.
Calla. Sabe dónde está el límite. A los criados solo se les repite una vez cada cosa.
*
La mañana avanza. Las señoras conversan con buen ánimo en la sala del cortijo. Aunque todas llevan ropa austriaca de caza, ninguna ha tenido la menor intención de unirse al grupo de sus maridos. Visten a juego con el ambiente. Madre e hija llevan bandejas con aperitivos y bebidas.
La dueña de la casa observa a Rocío y a María.
—¡Qué dispuesta! Y cómo se le parece la niña ¿Dónde las encontraste? —comenta una conocida.
—Venían con la casa. Es la mujer del guarda. Una mosquita muerta. No sabe estar en su sitio.
—Me dejas de piedra, cualquiera lo diría, parece tan modosita…
—Chica, son intocables. Si por mí fuera, pondría a toda la familia en la calle, pero ya sabes, su marido y el mío se entienden bien en el monte.
Han hablado lo suficientemente cerca para que Rocío pueda oírlas.
—Dice que el cojo es el mejor ayudante que ha tenido. Y la chiquilla, ahí donde la ves, apunta maneras, una lagarta, solo hay que ver cómo mira a mi Luisito.
Le hace un gesto a Rocío para que se acerque con la bandeja. Al dejar la copa de jerez, vuelca deliberadamente otra llena. Mientras la insulta y limpia la mancha de vino de su chaqueta absorbiendo el líquido con un pañuelo de hilo, su interlocutora habla a media voz con una amiga común que se ha incorporado al grupo.
—No puede con ella. No le perdona lo del bastardo. Es clavadito al padre, más que sus propios hijos.
—Chica, se hace la tonta. En toda casa que se precie hay un hijo ilegítimo —ríen la broma.
La conversación continúa banal, intrascendente. Se habla de lo último en moda de París, de los estudios de sus hijos en los mejores colegios de Europa y de sus carreras universitarias en Estados Unidos, de los planes para el verano en las playas cántabras o en el sur de Francia.
La mañana va pasando rápida, todas están pendientes de la mujer del ministro, mientras esperan a que termine la cacería.
*
La jornada de caza no ha ido todo lo bien que cabría esperar. No se han cobrado muchas piezas. Algún jabalí, un solo ciervo, dos muflones… El ministro solo le ha acertado a una hembra de gamo. Estaba preñada: un pecado imperdonable. El ambiente es tenso. Los perreros agrupan la rehala. Los que vienen de fuera acercan las rancheras y se ayudan entre ellos a cargar los animales abatidos, se despiden, suben a los perros y se alejan conduciendo los vehículos. Finalmente, solo queda Paco con la Mori. Está orgulloso de ella. Como siempre, han formado un buen equipo, a pesar de que la cacería en su conjunto no haya sido un éxito. Ellos cuentan con la ventaja adicional de conocer el terrero. Su señor ha abatido tres presas.
Llega el momento de las propinas destinadas al guarda del coto. Paco las agradece con la gorra quitada y una leve inclinación de cabeza. Hay varios billetes de cien y alguno de quinientas. Los guarda en el bolsillo. El ministro le entrega con afectación uno de mil pesetas. Después, con parsimonia, apoya la escopeta en el hombro. A Paco se le paraliza el pulso, se le espesa la sangre. Todo ocurre muy deprisa. El invitado descerraja un tiro que revienta el cuerpo de la Mori. El silencio es sólido. El señor le mira. En sus ojos hay una mezcla de condolencia y una orden tajante. Paco arruga el billete en su mano y hace una bola. Le está quemando la carne.
El grupo empieza a alejarse hacia los coches. Se escuchan algunos murmullos. Después, conciliadora, la voz del dueño de la finca.
—Vamos señores, tengo dos noticias, una buena y una mala. Primero la buena: nos espera el mejor cordero asado de la comarca.
Todos asienten con gestos y palabras de aprobación.
— Y ahora la mala: ¡también están nuestras señoras!
Se eleva una carcajada unánime.
—Y a media tarde, a acompañarlas a misa. Es el único negocio que no cierra en fiestas de guardar.
—Ahí no has estado muy fino —comenta el anfitrión—: hay otro negocio que abre todos los días del año…
—Vamos señores —continúa alguno de ellos— dos pequeños sacrificios. Después nos esperan las chicas de «ser-vicio».
Todos le ríen el chiste.
Paco se queda solo, de pie junto el cuerpo de la Mori, mirándola fijamente, viendo el dolor y la sorpresa congelados en sus ojos abiertos, su cabeza apoyada en un charco de sangre. Observa al grupo que comienza a alejarse. Respira profundamente. Le pesa el dinero en el bolsillo. Le pesa el dolor machacón de su pierna lisiada. Le pesa la sombra de Francisco. Le pesa su vida miserable. Le pesa el maldito arreglo.
El sonido de un disparo quiebra el silencio. Una bandada de pájaros levanta el vuelo.


Muy bueno¡