En el libro Golpes de esperanza (Libros de Ruta, 2025), el periodista deportivo de The Guardian, Donald McRae (Germiston, Sudáfrica, 1961), vuelve a uno de los territorios que mejor conoce después de Dark Trade (Mainstream Publishing, 1996), Black and White (Scribner, 2002) o The Last Bell (Simon & Schuster Ltd, 2025), entre otros: el de los hombres que combaten en el cuadrilátero mientras el mundo que los rodea se fractura.
En la siguiente conversación, McRae revisita figuras como Barry McGuigan —el hombre por el que «cesaban los disparos»—, Charlie Nash, Davy Larmour o Hugh Russell, cuyos duelos sangrientos eran seguidos con la misma devoción a ambos lados del conflicto. También se detiene en la paradoja que sostiene su libro: cómo un negocio brutal, movido por «dinero manchado de sangre», pudo servir para tender puentes. «En el ring no eran católicos o protestantes; eran hombres», recuerda. Desde esa mirada, Donald McRae reivindica el poder del deporte, en concreto del boxeo, para ofrecer una vía de escape y, al mismo tiempo, para revelar verdades íntimas sobre coraje, identidad y supervivencia. Su relato ilumina un tiempo oscuro en el que la violencia del boxeo, lejos de avivar el fuego, se volvió —contra todo pronóstico— un mecanismo de paz.
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—A Pat McGuigan, el padre de Barry McGuigan, le preguntaron si su hijo peleaba por Gran Bretaña o por Irlanda, y él respondió que lo hacía por dinero. En el boxeo, ¿el dinero es una causa o una consecuencia? Y en ese caso, ¿deberían juzgarse los boxeadores por su actitud en el ring antes que por sus inclinaciones políticas?
—Esta es una pregunta profunda. Creo que la inmensa mayoría de los boxeadores provienen de entornos empobrecidos y pelean como una forma de escapar de la privación. El boxeo es tan duro que es poco probable que consigas triunfar a menos que estés dispuesto a soportar un dolor extremo y un sacrificio enorme. Esta es una de las razones por las que admiro tanto a los púgiles. A medida que progresan y tienen éxito, el dinero empieza a llegar y, a veces, eso atenúa el viejo hambre y la desesperación. A menudo se dice que el boxeo se mueve con «dinero manchado de sangre», y creo que es cierto. Es un negocio violento, más que un deporte, y los promotores pueden explotar a los boxeadores sin piedad. Así que creo que a veces podemos ser más indulgentes con los púgiles cuyas opiniones políticas no coinciden con las nuestras.
—Barry McGuigan señala que era «católico pero no tomó partido» y que, por este motivo, tanto las comunidades protestantes como las católicas «le valoraban por igual». ¿Logró el boxeo lo que la política no pudo: tender puentes?
—En Irlanda del Norte, en los años setenta y ochenta, el boxeo realmente ayudó a traer momentos fugaces de paz a un país destrozado por un sectarismo sangriento. Los boxeadores eran admirados de una manera que estaba fuera del alcance de los políticos y de los grupos armados. Eran respetados por ambas comunidades, protestante y católica, y se les concedía una especie de «pasaporte diplomático» para cruzar una ciudad como Belfast, habitualmente dividida de forma estricta según líneas religiosas. Así, un boxeador protestante podía entrenar en un gimnasio situado en pleno territorio católico/republicano. Le dejaban pasar entre las barricadas, mientras que a un no boxeador lo detendrían e incluso podrían dispararle si se atrevía a entrar en una zona prohibida. Un púgil protestante como Davy Larmour podía enfrentarse a un católico como Hugh Russell en el Ulster Hall, y ambos grupos de seguidores acudían a apoyar a su hombre sin lanzar insultos ni granadas de mano unos a otros. Y por supuesto, cuando Barry McGuigan peleaba los disparos cesaban durante una o dos horas para que ambos bandos pudieran verlo por televisión. El grito «¡dejad que el que pelee sea McGuigan!» resumía el deseo del pueblo llano de tener paz.
—¿Cómo explica la paradoja de que el boxeo –«un deporte violento»– sirviera de modelo para la convivencia pacífica?
—Creo que muchos grupos paramilitares sentían un profundo respeto por los «hombres duros» del boxeo. Y por ello se aseguraban de que los púgiles pudieran dedicarse a su trabajo en paz. Además, el boxeo es un negocio tan brutal que elimina las diferencias. En el ring, los boxeadores se convertían simplemente en hombres, no en católicos o protestantes. También mostraban un gran respeto entre sí porque entendían cuánta valentía requería pasar por las cuerdas. Así que la violencia del boxeo se convirtió, paradójicamente, en un símbolo de paz, y Barry McGuigan llevaba la imagen de una paloma de la paz en sus calzoncillos.
—Usted describe el gimnasio Holy Family de Gerry Storey como un espacio abierto a jóvenes católicos y protestantes «a pesar de las amenazas, las bombas y la hostilidad». ¿Qué valores intrínsecos del boxeo (disciplina, resiliencia, respeto) cree que ayudaron a estos jóvenes a soportar el caos social que los rodeaba?
—Creo que todos esos valores que mencionas —disciplina, resiliencia y respeto— fueron fundamentales para ayudar a los boxeadores, y a quienes los apoyaban, a encontrar esperanza en tiempos desesperados. También les ayudó a evitar la tentación de los paramilitares, que trataban de convencer a los jóvenes para que se unieran a su campaña de matar a sus compatriotas que procedían de un entorno distinto. El boxeo también dio a la gente la oportunidad de entenderse más íntimamente y de darse cuenta de que, en el fondo, no eran tan diferentes.
—Su investigación se centra en cinco protagonistas: Storey, McGuigan, Charlie Nash, Davy Larmour y Hugh Russell. ¿Cómo decidió estructurar la narrativa alrededor de estas figuras, y qué las conecta en su análisis de aquella época?
—Los cuatro púgiles eran los principales boxeadores del periodo en Irlanda del Norte, así que, evidentemente, me atrajeron ellos y sus logros. Pelearon por títulos británicos, europeos y mundiales. Pero Gerry Storey, el entrenador, representa el corazón y el alma del libro. Russell, Larmour y McGuigan entrenaban a menudo en el gimnasio de Gerry, y él también era la figura central del boxeo en Irlanda del Norte en aquel tiempo. Ambos lados de la división sectaria le tenían un enorme respeto, y él siempre les decía a los líderes paramilitares que trataba a todos por igual. Estaba decidido a cuidar de cada boxeador en su gimnasio, fuera católico o protestante.
—Su libro relata que el Bloody Sunday en Derry dejó una huella imborrable en Charlie Nash: él «peleaba sin amargura» tras la muerte de su hermano y la herida de su padre. ¿Cómo marcó aquella tragedia la mentalidad y la carrera de Nash?
—Charlie quedó devastado por la muerte de su hermano y se convirtió en un hombre muy tranquilo e introspectivo. No creo que él ni su familia se recuperaran jamás de los asesinatos del Bloody Sunday. Pero Charlie también decidió no volverse amargado. Intentó mantenerse justo y decente, aunque creo que su vida siempre estuvo ensombrecida por aquel día.
—A pesar de las bombas y las amenazas, Storey logró «ofrecer una vía de escape —y esperanza— a toda una generación». ¿Cómo funcionaba esa vía de escape deportiva para los jóvenes afectados por la violencia?
—El boxeo en el gimnasio Holy Family ofrecía a los jóvenes un refugio frente a la matanza constante que consumía la vida cotidiana durante los peores años del conflicto. Encontraban un nuevo enfoque, algo que los elevaba en tiempos desesperados. Era una vía de escape del odio y la división, ya que, juntos, los púgiles del gimnasio de Storey trataban de superarse. Y su éxito y positividad eran compartidos por grandes sectores de sus comunidades.
—Otros han señalado que Storey se ganó el «respeto de los paramilitares de ambos bandos» e incluso una especie de «inmunidad virtual» para cruzar los territorios controlados. ¿Cuál cree que fue el ingrediente clave que le permitió ganarse una confianza tan excepcional?
—Su familia era firmemente republicana y su sobrino, Bobby, era una figura temida en el IRA. Así que procedía de la comunidad republicana/católica y su respeto hacia él era natural: la gente lo conocía en las calles y aceptaba su falta de odio hacia «el otro lado». Es aún más milagroso que se convirtiera en un personaje tan admirado y respetado por la comunidad lealista/protestante. Pero ellos vieron cómo acogía a los boxeadores de su lado de la división y cómo se esforzaba por formarlos y protegerlos. La gente simplemente confiaba y creía en él. En un tiempo marcado por el odio, la división y la sospecha, él destacaba como un faro de decencia y esperanza.
—Dos de sus personajes se encontraron en el ring el 5 de octubre de 1982: el católico Hugh Russell y el protestante Davy Larmour, que compartieron «dos peleas sangrientas» (en la misma velada, McGuigan peleó contra el francés Samuel Meck). ¿Qué simboliza esa rivalidad deportiva en la reconciliación que usted pretende retratar?
—Hugh y Davy entrenaban ambos en el gimnasio Holy Family de Gerry. Así que, aunque eran rivales en el mismo peso, llegaron a conocerse y respetarse. Se veían entre sí como boxeadores, así que, cuando llegó el momento de pelear, se enfrentaron como iguales. Todavía me resulta inmensamente conmovedor, y asombroso, que sus combates tan sangrientos y violentos fueran vistos en directo por católicos y protestantes, y que no hubiera ningún problema fuera del ring: solo una apreciación sostenida de su valentía y habilidad. Tras la primera pelea, se fueron juntos al hospital —Davy llevando a Hugh en su taxi— y compartieron la misma sala hospitalaria. El médico que trataba sus heridas se sorprendió de su cordialidad. Mientras tanto, cuando el árbitro de la pelea volvió a Londres, llevó su camisa ensangrentada a la tintorería. Al volver a recogerla, descubrió, para su horror, que la policía le estaba esperando: sospechaban que debía haber asesinado a alguien. Solo cuando logró convencer a la policía de que llamaran al Boxing Board fue finalmente exonerado, y entendieron que la sangre en su camisa pertenecía a dos boxeadores de Belfast.
—Usted narra una curiosidad cultural: artistas y escritores que asistían a las peleas de McGuigan (Lucian Freud, Irvine Welsh). ¿Qué revela este cruce entre deporte y cultura popular sobre la fascinación que generaron estos combates durante el conflicto?
—Creo que el boxeo siempre ha fascinado a escritores y artistas, porque se sienten atraídos por el drama del ring. También los seducen las historias de vida tan increíbles de muchos boxeadores. El boxeo es muy elemental y primario, y los púgiles suelen verse empujados a grandes extremos, algo que intriga a escritores y artistas. Y quedaron aún más fascinados por la paradoja de la que hablamos antes: que un negocio tan violento como el boxeo ayudara a derribar divisiones y generara incluso momentos fugaces de paz y unidad durante el conflicto.
—Irvine Welsh fue considerado blando por sus amigos hooligans y un hooligan por sus amigos artistas. En una entrevista, Welsh me dijo que, de niño, uno nunca se siente completamente normal: «Cuando era pequeño, me encantaban el fútbol y el boxeo —los lunes, miércoles y domingos iba a boxear— pero, de repente, me sentí más atraído por dibujar, pintar, escribir, leer poesía… Así que tuve que buscar otros amigos para hacer eso». ¿Por qué tenemos que buscar personas distintas para hacer cosas distintas? Welsh nunca entendió del todo esa dicotomía entre el deporte y lo artístico.
—Entiendo las emociones que describes tú y que describe Irvine Welsh. Me encanta la literatura y la música, el cine y el arte. También me encanta el deporte —y el boxeo—, y son mundos muy diferentes. Antes casi me avergonzaba mi amor por el boxeo. Por ejemplo, cuando conocí a mi mujer hace 33 años, no le hablé de boxeo al principio. Ella era arquitecta y artista, y pensé que no querría salir con un tipo al que le encantaba algo tan extraño y brutal como el boxeo. Pero, como escribí en mi libro Dark Trade, Alison llegó a amar el boxeo también [al menos durante un tiempo] porque entendió lo inusuales y valientes que son los pugilistas. Ella aún comprende por qué sigo el boxeo hoy —incluso con una mirada más cansada y cínica—. Así que cuando le digo que ya tengo suficiente del boxeo, me recuerda que dije lo mismo hace diez o veinte años. Sigo amando el arte tanto como siempre y, después de tantas décadas, me siento cómodo moviéndome entre mundos tan contrastantes; satisfacen distintos aspectos de mi carácter.
—Creo que en el fútbol las rivalidades son más apasionadas o beligerantes, algo que ocurre en menor medida en el rugby. Sin embargo, en el boxeo se siente diferente. ¿Es porque el boxeo es un deporte más «humilde» debido al origen social del boxeador?
—Antes de una pelea suele haber muchas fanfarronadas e insultos intercambiados entre los púgiles. Pero después, normalmente, hay un gran respeto y afecto. Los boxeadores se abrazan, e incluso se besan en la mejilla, porque reconocen la valentía de su rival. También sienten un vínculo porque, cuando vas «a la guerra» con otro hombre durante doce asaltos, sales del otro lado con una experiencia compartida. El púgil siente que nadie más, aparte de su rival, puede entender realmente lo que ambos han vivido. El boxeo elimina la animosidad y la beligerancia, y los pugilistas vuelven a ser decentes y humildes. El boxeo también es un deporte solitario. Los púgiles pueden tener auténticos ejércitos de seguidores, pero, cuando se retiran, los aficionados pasan a apoyar a otros boxeadores. El fútbol es diferente porque tu club continúa después de que un jugador favorito se retire, y así continúan las viejas enemistades y rivalidades con otros clubes. Por eso el boxeo siempre me parece un deporte esencialmente solitario. Los boxeadores entran solos al ring y después deben lidiar solos con sus demonios. El fútbol, en su mejor versión, es mucho más comunitario.





Los católicos irlandeses cayeron en la trampa de la violencia, lo cual es muy comprensible, porque los protestantes los habían dejado sin tierras y los habían matado de hambre. Ahora son mayoría y ganan las elecciones. No es una solución para ninguna de las partes, pero es mejor que la violencia.
Grandiosa entrevista. Como seguidor del box, agradezco que se hable de Donald McRae. Felicidades.