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Labordeta: el canto bajo que nos sostuvo

No todas las voces están hechas para romper el aire. Algunas lo ensanchan, como quien abre una ventana.

Así sonaba la voz de José Antonio Labordeta.

O mejor dicho, así fue siempre su manera de estar en el mundo.

La suya no fue nunca una voz estentórea ni ornamental. Fue, en cambio, una voz baja, pero firme. Una voz que sabía herir sin alzar la mano. Una voz que, como él mismo, caminaba con la dignidad de quien no pretende convencer, sino recordar.

“Somos” se ha convertido, con justicia, en un himno para Aragón —por su resonancia coral y su dignidad callada—. Una melodía que pasó de los discos a las plazas, de los conciertos íntimos a los actos institucionales. En ella, Labordeta no reclamaba un orgullo grandilocuente, sino una forma de estar en el mundo: sencilla, firme, común. Esa letra —«vamos a hacer con el futuro un canto a la esperanza»— no es una consigna: es una invitación a no rendirse. Una canción que no se impone, pero se queda.

"Escuchar a Labordeta es volver a una tierra que no está en los mapas, pero sí en la garganta"

Pero sería injusto detenerse ahí: el canto de José Antonio Labordeta no se reduce a esa hermosa canción coral que cierra con frecuencia las Fiestas del Pilar. Su repertorio es una cartografía sentimental que acompaña a varias generaciones en sus gestos más cotidianos: el regreso al pueblo, la cena con los padres, la nostalgia callada de lo que ya no volverá.

Escuchar a Labordeta es volver a una tierra que no está en los mapas, pero sí en la garganta. Es escuchar el crujido de los surcos, la penumbra serena de una cocina donde aún humea el puchero, el aire seco que entra por la rendija de una ventana en diciembre, el fluir del Ebro y del Alfambra entre arcillas rojas y laderas dormidas. En canciones como “Aragón”, “Albada” o “Me dicen que no quieres” hay una ética y una estética de la resistencia callada. No grita. Pero deja eco.

También hay ternura. Una ternura lúcida, nunca edulcorada. En canciones como “Tú, yo y los demás”, contrapone la rutina burguesa del domingo —“mientras las buenas familias acuden a misa”— con una mirada horizontal y libre, que camina por los márgenes. El amor no es refugio: es gesto civil. Frente al tedio dominical, los cuerpos que se buscan, las calles que se recorren, los recuerdos que aún duelen. Todo eso —el mundo propio, el ajeno, lo perdido— cabe en esa frase final: “Tú y yo y los demás.” Ahí está el nosotros. La verdadera patria de Labordeta.

"Sus letras, sencillas en apariencia, son en realidad poemas cantados. Labordeta sabía que la dignidad también se canta"

Pocas canciones expresan con tanta claridad la mirada política y el amor a la tierra de Labordeta como “Me dicen que no quieres”. En ella canta a los Monegros como quien canta a los olvidados: con dignidad, sin folclore ni rabia impostada. Su denuncia del abandono y de la desigualdad hídrica no brota de la trinchera, sino de la raíz: la tierra seca, las manos que la trabajan, el hombre que se queda cuando todos se van.

Y si hay un himno que resume su herencia moral, ese es “Canto a la libertad”. No es solo una canción: es una promesa dicha con voz de pueblo, una esperanza sin decorado. Un himno sin pedestal, nacido de la tierra para hablarle a quienes la pisan. Sus letras, sencillas en apariencia, son en realidad poemas cantados. Labordeta sabía que la dignidad también se canta.

Llevan la marca de quien ha vivido en la intersección entre la tierra y el tiempo. Entre la herida y la casa. Pocos artistas han logrado conmover sin sentimentalismo. Labordeta lo consiguió porque hablaba desde un lugar verdadero. En él no había impostura. Cuando cantaba “vamos a hacer con el futuro un canto a la esperanza” no pronunciaba una consigna, sino un deseo humano, dicho casi en voz baja.

"Eran jornadas extenuantes, de sol a sol, en bancales enormes que parecían no tener fin"

En este país a menudo fragmentado y ruidoso, su voz sigue siendo necesaria. No para cerrar ninguna herida, sino para nombrarla con calma. Para recordarnos que la dignidad también se canta. Y que hay canciones que, sin pretenderlo, nos enseñan a vivir. Eso fue José Antonio Labordeta: un canto bajo que nos sostuvo y nos sigue recordando quiénes somos.

Pienso en todo esto y recuerdo una escena que viví junto a mi padre en 2005, hace ya veinte años.

Viajamos juntos, tras comer en Cariñena, a los pueblos de Villanueva de Huerva y Aguilón, cerca de Belchite. Medio siglo antes, en los veranos de su adolescencia y primera juventud, él había segado aquellos campos junto a mi abuelo Francisco y otros hombres del Rincón de Ademuz, como el tío Mariano.

Eran jornadas extenuantes, de sol a sol, en bancales enormes que parecían no tener fin. Dormían en pajares, o a cielo abierto, sobre la dura tierra.

Por un jornal escaso, dejaban en cada verano el cuerpo y el alma, sin quejarse, porque no eran tiempos de quejas sino de subsistencia callada. Así de dura era aquella vida. Y sin embargo, dejaban también algo más: su nombre, su trabajo y recuerdo.

"Me sorprendía aquella precisión: habían pasado casi treinta años desde su muerte y medio siglo de aquellos encuentros de siegas"

Al volver, los vecinos de aquellas casas —ya mayores— nos recibieron con asombro y afecto. “¡Pero si de eso hace muchos años!”, decían, y sin embargo recordaban a quienes segaron junto a ellos. En Aguilón, algunos ancianos evocaban con detalle a mi abuelo Francisco: calvo, bajito, siempre con gorra, trabajador incansable. Me sorprendía aquella precisión: habían pasado casi treinta años desde su muerte y medio siglo de aquellos encuentros de siegas.

Mi padre, nacido en 1936 —un año después que Labordeta—, murió en 2010, pocos meses antes que él. Ambos fueron hijos del mismo tiempo. Ambos supieron que la tierra, como la memoria, se canta mejor en voz baja. Y que esa voz —como su recuerdo— no se extingue.

Para escuchar esa forma de estar en el mundo: “Somos”, de José Antonio Labordeta

 

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