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Horrocruxes

Después de casi tocar el infierno más allá del verano, de sentir que los rayos del sol nos despellejaban a destiempo mientras las hojas del otoño caían a nuestro alrededor, se anticipa un diciembre gélido, la antesala de un invierno más duro de lo habitual. Y es entonces cuando, recluido en la oscuridad que pervierte mis días, encerrado en busca de una inspiración que se hace de rogar, pienso en todos los horrocruxes que he ido ocultando a lo largo de mi vida. Algunos aún siguen intactos en el lugar en el que fueron creados, junto a viejos amigos y antiguas amantes, escondidos en los rincones más insólitos. Dudo mucho que ninguno de ellos lo haya encontrado nunca, que hayan retirado ese libro infumable de la estantería, levantado la tabla de contrachapado del armario del desván o retirado la losa suelta en la terraza, bajo la caseta del perro. O sí. Puede que algunos hayan sido hallados y ahora estén formando parte de esas inabarcables montañas de basura de los vertederos, hundiéndose en el fango y los detritos, entre excrementos y materia orgánica en descomposición.

"Imagino a uno de esos recolectores hallando uno de mis horrocruxes, rescatándolo de su condena y colocándolo en una estantería mohosa a la espera de encontrar un buen postor"

Recuerdo los tiempos en que trabajaba tras la barra del bar de mis padres y, a primera hora de la mañana, después de su turno, llegaban los basureros. Aún conservo el tomo desgastado de El círculo mágico, de Katherine Neville, que me entregaron como obsequio un amanecer. Fue antes de que los aviones se estrellaran contra las Torres Gemelas y la noticia inundara todos los medios. Antes de emigrar una temporada a Inglaterra con el corazón roto y la cabeza llena de sueños imposibles. «La basura de unos es el tesoro de otros», me dijo uno de ellos. ¡Cuánta razón tenía! Lo veo casi a diario en la sonrisa de quienes rebuscan y parecen haber dado con el Santo Grial entre los desperdicios del contenedor o en el ansia de aquellos que se arremolinan en la puerta trasera del supermercado para recoger lo que sus empleados desechan. Imagino a uno de esos recolectores hallando uno de mis horrocruxes, rescatándolo de su condena y colocándolo en una estantería mohosa a la espera de encontrar un buen postor. Puede que incluso se hubieran atrevido, sin saber siquiera de qué se trataba, a venderlo en Vinted o Wallapop. Y es posible que aún alguien lo adquiriera a un precio ridículo tras un débil regateo.

En el universo de Harry Potter los horrocruxes son objetos muy poderosos en el que un mago (como Voldemort) o una bruja ocultan un pedazo de su alma. El propósito: alcanzar la inmortalidad. La creación de un solo horrocrux permite resucitarse a sí mismo cuando el propio cuerpo es destruido. La creación de varios, aunque conlleva un alto coste, permite vivir para siempre. Eso sí, para encerrar esos fragmentos de uno mismo en esos objetos, hay que matar a una persona sin remordimientos. Una por cada vez que se crea un horrocrux. El alma —es inevitable— termina por desgarrarse y la humanidad que nos hace ser quienes somos se diluye y desvanece, se pervierte. Puede que incluso dejemos de ser aquellos que, tras este acto, tratamos de preservar.

"Es en esas páginas donde he asesinado sin remordimiento y me he ido desgajando de mí mismo"

No. No he matado a nadie. Esos objetos no eran más que señuelos. Puede que me mantuvieran vivo en la memoria de todos aquellos en cuyos hogares los oculté, pero el tiempo se encargó (seguro) de carcomer los recuerdos, los buenos y los malos momentos. Incluso los nombres. Mis verdaderos horrocruxes se encuentran en mis libros y en buena parte de mis relatos. Allí sí he ocultado una parte de mi alma, distribuida a conciencia en millones de palabras para existir más allá de mi propia vida y, así, como dicta la línea de la palma de mi mano, ser inmortal. Allí sí que he escondido los objetos que solo quienes saben ver pueden encontrar, rastros de mi ser, pedacitos de mí y de aquello que me hace ser yo. En esos retazos de mi existencia paralela, con recuerdos y experiencias entre las sombras y los pliegues de mis legajos, más allá del límite de las palabras, asomando entre líneas, habitan mis horrocruxes con la esperanza de que —aún siendo encontrados— no sean destruidos. Y es en esos escenarios, a veces truculentos, a veces sosegados, donde he podido llevar a cabo el ritual último para que los objetos adquieran el poder necesario para obrar la magia de la inmortalidad. Es en esas páginas donde he asesinado sin remordimiento y me he ido desgajando de mí mismo, como la camisa de una serpiente que queda olvidada atrás después de la muda o el rabo de la lagartija que aún se agita una vez arrancado de su cuerpo.

"Mis horrocruxes están en todas partes y allí quiero que sigan hasta que yo ya no esté aquí"

No soy mago, pero María Nadal, a la cual siempre tendré mucho que agradecer, decía que era un domador de versos. Y algo de arte —imagino— también habrá implícito en ello. Porque las palabras en ocasiones son como fieras y, tal y como lo ideó de la mente al papel mi buen amigo Lito, habitan en una «Jungla» donde resulta emocionante descubrir que no tienen dueño, que son salvajes. Las palabras. Como salvaje es el espíritu que me domina ante la pantalla retroiluminada o el papel en blanco, con cada pulsación sobre las teclas sin apenas nada que las identifique salvo su ubicación en el teclado, con cada golpe de tinta de gel caligrafiando el secante níveo e impoluto.

Mis horrocruxes están en todas partes y allí quiero que sigan hasta que yo ya no esté aquí. Y mi manera de regresar será cada vez que los ojos de un desconocido los encuentre. Seguiré creándolos en los lugares más recónditos de mis escritos, en el murmullo de los ríos, en las agujas de un reloj de cuco destartalado o en las bisagras de una puerta desvencijada, casi vencida por el desamparo, roída por los años. Esos objetos estuvieron, están y estarán más allá de la imaginación y las palabras. Hasta que la magia sea tan fuerte que pueda volver y sentarme al lado de todos aquellos lectores para contarles, una y otra vez, el cuento de la oruga mecánica y el oso volador, de la sangre morada y los ojos sin pupila. Mi susurro estará en sus mentes y, entonces sí, seré inmortal. Los señuelos, por más que me pese —que no—, acabarán en la basura o en el olvido. Ambos, por suerte o por desgracia, cada vez más cerca de ser sinónimos.

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