Estrictamente hablando, Pícnic extraterrestre es un disparate narrativo.
Los hermanos Strugatski, que habían comenzado su andadura como autores en la época de cierta relajación que sobrevino tras la muerte de Stalin, publicando novelas de ciencia ficción adaptadas al mensaje que la intelligentsia soviética trataba de imponer y transmitir —los logros que procuraba la excelencia científica rusa, el advenimiento de una civilización comunista de alcance cósmico, el orgullo de adelantar a los yankees y al corrupto Occidente en la carrera espacial—, habían ido decantándose hacia un desencanto teñido de melancolía y sarcasmo corrosivo al constatar el inmenso y en cierto modo injustificable coste de un ideal que, cinco décadas más tarde, seguía lejos, en el mundo real, de concretarse.
Los avatares de la publicación de la novela constan en el pertinente comentario de Borís Strugatski que figura al final de la misma, y que inducirían a la risa si no supiéramos cuánto sufrimiento ocasionó la práctica implacable de la censura en generaciones enteras de autores rusos. Y de cuánto ingenio alegórico debieron echar mano para sortear sus férreas Escilas y Caribdis.
Lo mejor, sin duda, que pudo pasarle al relato es que Andréi Tarkosvki, como ya hubiera hecho anteriormente con Solaris, de Stanisław Lem, se interesara por ella y en colaboración con los Strugatski concibiera esa obra maestra cinematográfica titulada Stalker.
Si no se tiene en cuenta todo lo anterior, el contexto social, político y creativo en que fue escrita la novela, los lectores actuales probablemente vieran decepcionadas las altas expectativas con que emprenden la lectura de esta obra.
En un lugar indeterminado de occidente, Hartmont, unos personajes denominados stalker —los hermanos Strugatski tomaron la inspiración para este hallazgo que ha hecho fortuna en una obra de Kipling— se juegan el tipo penetrando en un misterioso enclave denominado la Zona, revendiendo posteriormente en el mercado negro cuanto objeto hallan. Tales objetos fueron presuntamente abandonados por una civilización extraterrestre que hizo un alto en el camino en Hartmont antes de proseguir con su peregrinaje intergaláctico, y están dotados de un poder extraordinario, dependiendo del uso perverso o bienintencionado de los mismos.
Tales stalkers —acechadores, merodeadores— se exponen a graves consecuencias realizando sus incursiones, y de forma colateral, exponen al resto de habitantes de la comunidad. Peligrosas mutaciones, amputaciones, malformaciones hereditarias, muerte. No es demasiado difícil hacer la lectura alegórica en clave Guerra Fría.
El protagonista es Redrick Schuhart, una especie de soldado de fortuna pelirrojo, pendenciero, malhablado, bebedor impenitente, que sobrevive a base de los viajes a la Zona que efectúa burlando la estricta vigilancia del aparato estatal. Su retrato por parte de los Strugatski es tosco, antipático y demasiado deudor de los antihérores que pueblan el hard boiled norteamericano —Chester Himes, Horace McCoy, Ross Macdonald— y que el genio de Tarkovski traducirá en el matizado, aurático y profundo protagonista de su película.
Tras pasar por la cárcel, ha rehecho su vida junto a Guta y su hija pequeña, afectada por una rara mutación fruto de los viajes de su padre a la Zona. Los autores dejan entrever un pasado no demasiado lejano en que las incursiones y saqueos sistemáticos de la Zona originaron una suerte de hermandad de stalkers, una próspera comunidad bucanera que la exposición al corrosivo peligro ha ido menguando.
Además de Schuart, de los más veteranos sobrevive el Buitre, antiguo compañero de aventuras del protagonista y que ahora se da la gran vida junto a sus hijos en una mansión con piscina, donde su hija veinteañera toma el sol y bebe cócteles en bikini con el descaro de una playmate y la ausencia de valores de una femme fatale.
Alrededor de la Zona se erige un perímetro erizado de intereses creados, privados y públicos, con laboratorios estatales que analizan incansablemente cualquier vestigio proveniente de la misma.
A punto de abandonar tan peligroso y extraño modo de vida, un Schuart cada vez más decepcionado y desencantado decide efectuar una última incursión a la Zona, la definitiva, en busca de la Bola Dorada —macguffin al canto—, la posesión de la cual asegura el cumplimiento de los deseos de su propietario. Tras un accidentado y angustioso periplo a lo Lovecraft a través de parajes postapocalípticos de naturaleza mutada, aguas corrosivas, hierros retorcidos y tormentas estáticas, el stalker, acompañado del hijo pequeño del Buitre, logrará al fin su objetivo, el hallazgo de ese objeto cuasimitológico que descansa, macizo y liso, al fondo de una cueva. Y aunque los Strugatski dejan el final abierto, es presumible que del corazón noble, aunque cínico y estragado, del antihéroe, emerja un deseo en forma de plegaria que ponga fin al sinsentido que lo rodea y signifique el advenimiento de una nueva era presidida por el amor y la paz.
Tras su lectura, y aunque literariamente fallida a pesar de sus momentos de indudable interés, uno siente la misma fascinación que ante los juguetes y artefactos que explican la historia de las sociedades que estuvieron bajo la égida soviética.
En ocasiones toscos, pero animados por una universal ternura y aspiración de libertad.
Como comentábamos, Andréi Tarkosvki, con guion de los propios autores, supo llevarla a una dimensión incomparablemente superior.
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Autores: Arkadi y Borís Strugatski. Título: Pícnic extraterrestre. Traducción: Raquel Marqués García. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros.


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