Ada Limón es una poeta nacida en Sonoma, California, en 1976. Es mexicano-americana descendiente y se convirtió en la 24ª Poeta Laureada de los Estados Unidos en julio de 2022, siendo la primera poeta de ascendencia latina en obtener este reconocimiento. Es autora de las colecciones de poesía The Hurting Kind (2022, Milkweed Editions); The Carrying (2018, Milkweed Editions), que ganó el Premio del Círculo de Críticos de Libros Nacional de Poesía, Bright Dead Things (2015, Milkweed Editions), finalista del Premio Nacional del Libro, el Premio del Círculo de Críticos de Libros Nacional y el Premio de Poesía Kingsley Tufts; Sharks in the Rivers (2010, Milkweed Editions), Lucky Wreck (2005, Autumn House Press, reeditado en 2021) y This Big Fake World (2005, Pearl Editions). Mereció el National Book Critics Circle Award. Presentamos una selección de poemas con traducción de Jeremy Paden y Jorge Vessel.
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Dadme esto
Pensé que era el gato negro del vecino
de vuelta para desplumar los polluelos del nido
de los zorzales escondido en el seto de la casa,
lo que vino fue mucho más raro, una liquidez
móvil, un bulto de cerdas nervudo. Una marmota
resbalosa con andares de pato a hurtar mis tomates
verdes en la sombra matinal. La observe
ronzar y pararse en sus ancas, cuánto deleite
se tomaba en cada bocado acuoso. ¿Por qué no
se me concede deleitarme? Un desconocido me escribe,
me pide comentarios sobre el sufrimiento. Alambre
de púa jalada por la boca, como si demandara
que me arrodillara frente la concertina de seguridad
usada en guerra o para cercas. En vez, miro
la marmota con más cuidado y un sonido se me escapa,
un pequeño espasmo de alegría que no me imaginaba
cuando me desperté. Es una criatura graciosa y sincera,
y hace todo lo que puede para poder sobrevivir.
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La Mujer Maravilla
Parada a la ribera del turbio río Mississippi
justo después de que un médico de urgencias me dijera, Bueno,
qué mala leche, me enamoré de nuevo
de Nueva Orleans, rápido y duro. Un torbellino
de calmantes en la cartera y un conjuro para luego. Me he demorado
en aceptar, estoy sumida en una recia batalla
contra mi cuerpo, una columna vertebral encorvada
a treinta y cinco grados, vértigo que viene y va como el malón
de un cómic de DC que nadie puede vencer. El dolor invisible
es premio y castigo a la vez. Siempre te ves tan contenta,
me comentó un desconocido mientras sonreía y me ajustaba
para apoyarme del lado bueno. Pero ese día, sola en la ribera,
las trompetas del buque de vapor Natchez sonando a todo,
vi de reojo a una muchacha, tenía quizá la mitad de mi edad,
vestida, sin ninguna razón obvia, de la Mujer Maravilla.
Se pavoneó en toda su fuerza y su esplendor, invulnerable,
eterna, y al ponerme de pie para aplaudirla (porque quién no),
hizo una reverencia y posó como si supiera que necesitaba de un mito—
una mujer, a la ribera de un río, invulnerable.
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El impermeable
Cuando el médico mencionó cirugía
y el uso de órtesis a lo largo de mi juventud,
mis padres se la arreglaron para llevarme
a terapias de masaje, a que trabajaran los tejidos profundos,
la osteopatía, y pronto mi encorvada espina dorsal
se desenrolló un poco, podía respirar de nuevo,
y moverme más en un cuerpo despejado
de dolores. Mi madre me pedía que le cantara
canciones a lo largo de los cuarenta y cinco minutos
de camino a la Middle Two Rock Road y los cuarenta
y cinco minutos de regreso de la terapia física.
Me decía, hasta mi voz sonaba destrabada
de mi columna después. Por ende cantaba y cantaba
porque pensaba que le gustaba. Nunca le pregunté
lo que había sacrificado para llevarme
o cómo le había ido el día antes de este quehacer. Hoy,
a su edad, soy yo la que me manejo a casa después
de otra cita para la columna, acompaño
alguna canción sensiblera pero sólida en la radio,
y veo una madre quitarse el impermeable
y dárselo a su pequeña hija cuando
una tormenta se apoderó de la tarde. Dios mío,
pensé, toda mi vida he estado bajo su
impermeable pensando que era una maravilla
que nunca me mojara.
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El fin de la poesía
Basta ya de óseo y carbonero y girasol
y raquetas, de arce y semillas, de sámara y brote,
basta de claroscuro, basta del así y la profecía
y del campesino estoico y la fe y del padre nuestro y
del sobre ti, país mío, basta de seno y retoño, de piel y de dios
que no se olvida de cuerpos siderales y aves congeladas,
basta del deseo de seguir y de no seguir o de cómo
cierta luz hace ciertas cosas, basta
del arrodillarse y del incorporarse y del mirar
hacia dentro y del mirar arriba, basta de las armas,
del drama y del suicidio del conocido, de la carta perdida
hace mucho tiempo sobre el tocador, basta del anhelo y
del ego y de la anulación del ego, basta
de la madre y del hijo y del padre y del hijo
y basta de señalar al mundo, agotado
y desesperado, basta de lo brutal y de los límites,
basta de me puedes ver, de me puedes oír, basta de
soy humana, basta de estoy sola, de estoy desesperada,
basta del animal que me salva, basta de marea
alta, basta de la pena, basta del aire y su facilidad,
te estoy pidiendo que me acaricies.
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La correa
Después del parto de bombas de horcas y miedo,
las frenéticas armas automáticas desplegadas,
el rocío de balas en una multitud cogida de manos,
ese crudo cielo abriéndose en fauces pizarra metalizado
que sólo se tragan lo indecible en cada uno de nosotros, ¿qué
queda? Hasta el río escondido en ningún lado es de un anaranjado
venenoso y ácido por una mina de carbón. ¿Cómo puedes
no temerle a la humanidad, querer lamer el fondo del arroyo
hasta dejarlo seco, succionar el agua mortífera con
tus propios pulmones, como veneno? Lector, quiero decir:
No mueras. Aun cuando uno tras otro pez plateado
emerja boca arriba, y el país caiga en picada
en un cráter crepitante de odio, ¿no queda acaso algo
que todavía canta? La verdad: no lo sé.
Pero a veces, te juro que lo oigo, la herida cerrándose
como una puerta de garaje oxidada, y aún puedo mover
mis extremidades vivas en el mundo sin mucho
sufrimiento, puedo asombrarme todavía de cómo corre
la perra hasta las camionetas como alma que
lleva el diablo, porque cree que los ama,
porque está segura, sin duda alguna, de que
eso que ruge fuerte la amará de vuelta, su mansa naturaleza
viva de deseo por compartir su maldito entusiasmo,
hasta que tiro de la correa para salvarla porque
quiero que sobreviva para siempre. No mueras, digo,
y decidimos caminar un rato más, los estorninos
febriles en lo alto sobre nosotras, el invierno viniendo a
acostar su frío cadáver en esta pequeña parcela.
Quizá nos la pasamos siempre lanzando nuestro cuerpo
hacia aquello que nos ha de destruir, mendigándole amor
al raudo paso del tiempo, y quizás, como la obediente
perra a mis talones, podemos caminar juntos
tranquilamente, al menos hasta que pase la próxima camioneta.
***
Pasarela
La carretera no era tan peligrosa antes,
cuando caminaba hasta la barandilla de acero,
agachaba mi cuerpo flexible de niña, y miraba
al agua fría del arroyo. En una primavera húmeda,
el agua solía correr limpia y alta, piscardos
mordisqueando arena y limo, un cangrejo de río
a la sombra de las largas cañas de la costa.
Me podía quedar mirando por horas, siempre algo
nuevo en cada cuña acuosa—
una tapa de botella, una bota negra, un sapo.
Una vez, el cadáver de un mapache, mitad debajo
del elevado, mitad fuera, se pudrió despacio
durante meses. Solía vigilarlo todos los días,
mirando hasta que los huesos blancos de su mano
estaban desprovistos de piel y parecían extenderse
hacia el sol cuando chocaba contra el agua,
mostrando sus cinco adorables dedos elásticos
aferrándose todavía. No creo que lo venerase,
su falta de vida, pero me gustaba la evidencia
de él, la forma en que se sentía como un trabajo diario
tomar notas de su transformación en arena.
***
Carga
Desearía poder escribirte desde debajo del agua,
el baño tibio cubriendo mis orejas—
una de ellas tiene tres marcas en la forma
exacta de un triángulo, asterismo de mi propia atmósfera.
Anoche, las sirenas del camión cisterna eran tan estruendosas
que ahogaban hasta al bramido constante
de los trenes de carga que llegaban. ¿Te conté
que el ferrocarril R. J. Corman pasa a quinientos pies de nosotros?
Antes de que todo cambiase y yo envejeciera en este cuerpo,
mis abuelos vivían encima del cañón de San Timoteo,
donde el ferrocarril Southern Pacific rugía cada día en el verano
sofocante de California. Yo estaba atenta a los trenes,
aullando a su llegada.
Hoy Manuel está en Chicago, y ambos admitimos
que ahora viajamos con nuestros pasaportes
Reportes de redadas de ICE y las dos, nuestras sangres
necesitan nuevos medicamentos.
Desearía que pudiésemos volver al muelle con viento,
a tomar vino rosado y hablar tonterías.
Ahora es gris y sombrío.
Aquí el supermercado está lleno de semillas para grama, como si
la primavera fuese a llegar, pero no lo sé. ¿Y tú?
Me dijo una amiga que sigues esforzándote en rescatar a las
palabras. Lo único a lo que me he dedicado es a tomar la siesta, y quizá
a ser más amable con los demás, conmigo misma.
Justo esta mañana, vi siete cardenales atrevidos y valientes
como un pecado en un árbol sin hojas. Los dejé estar allí un buen rato
antes de agitar el aire y arruinarlo todo con sólo vivir también.
¿Soy más valiente que esos pájaros?
¿Te preguntas acaso qué traen los trenes? Lingotes de aluminio,
plástico, ladrillos, sirope de maíz, caliza, furia, alcohol, alegría.
Todo el mundo se desplaza, incluso la arena se transporta de una orilla
a otra. Yo vivo mi vida medio asustada, y medio gritándole
a los trenes cuando retumban. Esta carta para ti es ambas.


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