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La pureza de la podredumbre

La pureza de la podredumbre

En la narrativa contemporánea, pocas novelas han interrogado con tanta contundencia la relación entre violencia, clase y mirada como Páradais, de Fernanda Melchor. Su potencia no reside únicamente en el horror explícito, sino en la forma en que la autora desvela los mecanismos previos que hacen posible la violencia: silencios que ordenan el mundo, miradas que convierten cuerpos en objetos y un lenguaje que trabaja, desde el interior de la ficción, la desaparición simbólica de quienes no llegan a tener voz. Este artículo se adentra en esa zona incómoda donde la víctima existe solo a través de otros, allí donde el relato impone un modo de ver que también es un modo de borrar.

En Páradais (Melchor, 2022) el silencio no anuncia calma. Al contrario, funciona como una forma de ordenar el mundo antes de que la violencia tenga nombre. Y en medio de ese silencio, la señora Marián se muestra visible por los personajes, pero únicamente a través de su mirada, perdida detrás de un cristal narrativo que no la deja hablar. Desde que aparece manejando la Grand Cherokee blanca, queda atrapada en una imagen fija que la novela muestra y nunca escucha.

Franco Andrade la observa como quien confunde la vida ajena con un derecho adquirido. Lo que siente no es deseo, es apetito.

“…el culo perfecto que reducía a la nada a los demás culos del mundo, y que algún día, quién sabe cómo, o cuándo, o en qué circunstancias, sería suyo, nada más que suyo para ponerle las manos encima y estrujarlo y morderlo y pasarle la lengua y atravesarlo sin piedad” (Melchor, 2022, p. 20).

"No nos hallamos ante un deseo erótico convencional, sino ante una fantasía de incorporación violenta donde el cuerpo femenino es concebido como un bien devorable"

La adjetivación («perfecto») y la cadena de verbos («estrujar», «morder», «atravesar») revelan una operación que, más que erotizar, estetiza lo abyecto. No nos hallamos ante un deseo erótico convencional, sino ante una fantasía de incorporación violenta donde el cuerpo femenino es concebido como un bien devorable, una superficie sometida a la apetencia del agresor. Franco no ve a Marián. Solo mira un fragmento que alimenta su fantasía.

Polo, sin embargo, la observa de manera distinta. No la quiere ni la codicia, aunque su mirada tampoco la reconoce como persona. La observa cargado de cansancio, atrapado en la idea de que quienes viven ahí arriba se creen merecerlo todo. Para él, la señora no es más que un recordatorio de que su lugar en el mundo queda siempre en la sombra, y el crimen puede suponer su única oportunidad de movilidad social:

“¿Por qué chingados no? Ya nada tenía sentido, todo le daba igual. Al fin y al cabo, a él qué carajos le importaba lo que le pasara a la vieja esa y a su insoportable familia, bola de alzados que se creían merecerlo todo. A lo mejor esa era su oportunidad para llegarle a la verga de Progreso, de la casa de su madre, de las garras de Zorayda y de aquel trabajo de mierda que nomás le parecía una afanosa subida por una cuesta interminable” (Melchor, 2022, p. 121)

"El lector avanza pegado a los pensamientos de los agresores, notando su precariedad y sus impulsos a través de un ritmo vertiginoso y asfixiante"

Entre ambos adolescentes se gesta un desgaste a fuego lento. La violencia inicial de la obra radica en borrar la interioridad de la mujer, obligándola a existir solo a través de quienes la miran. Cada gesto suyo es reinterpretado según las ganas, la rabia o la fantasía de los otros. La narración adopta el ritmo mental de los protagonistas, no para justificarlos, sino para revelar cómo el silencio que rodea a la víctima se decide mucho antes de cualquier acto físico.

El lector avanza pegado a los pensamientos de los agresores, notando su precariedad y sus impulsos a través de un ritmo vertiginoso y asfixiante, marcado por frases extensas y la ausencia de diálogos estructurados. En este contexto, la figura de la señora Marián se vuelve cada vez más difusa. Páradais obliga a mirar desde el borde donde se cuece la fatalidad, demostrando que la desaparición simbólica de la víctima precede a la física: el lenguaje realiza el trabajo previo.

La novela no ofrece un rescate simbólico ni la recuperación de la voz perdida. La fuerza del libro reside en exponer esa ausencia sin intentar corregirla. Marián es borrada por las miradas que la reducen a fragmentos y por un entorno donde la indiferencia actúa como sentencia. Melchor sostiene ese hueco hasta el final, no como un gesto de crueldad gratuita, sino para evidenciar que, en ciertos relatos, la víctima no llega a existir por completo. Al cerrar el libro, persiste la incómoda sensación de que lo más terrible no es solo la violencia en sí, sino la vida que nunca llegó a contarse.

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