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Querido lector, usted no importa

Querido lector, usted no importa

Seguramente no ha habido nunca un artista que haya tenido que afrontar más juicios que Pier Paolo Pasolini. Todo el mundo lo quería callado. Y creo que muchos sabemos que fue un creador excepcional, con un trabajo que remueve todo lo conocido y nos obliga a repensarnos. Saber nadar y guardar la ropa no era lo suyo, o, mejor dicho, fue algo que nunca pudo hacer, porque su obra apelaba a todos, su mera existencia entraba en conflicto con lo fundamental de cada uno de los miembros de la sociedad, y aún lo sigue haciendo.

Ahora nos encontramos en un tiempo en el que, directamente, nadie se atreve a nadar, no damos apenas un par de brazadas, no vamos lejos en nuestras obras de arte ni teniendo la ropa a buen recaudo. Esto nos habla de un sometimiento que es económico (del poder del sistema económico), sin que tan siquiera nos demos cuenta de haber sustituido la ética del artista por el dogmatismo de la economía. Hoy nadie saca los pies del tiesto. Nadie se atreve a cuestionar en su obra los fundamentos de la sociedad en la que vivimos: bueno, solo un poco, tal vez, por partes, pero por partes insignificantes, con cuidado de no romper nada, no vaya a ser… Se diría que, en Occidente, al menos, nadie es hoy un verdadero deudor de Miguel de Cervantes o de Pier Paolo Pasolini.

"El consumidor denuesta a cualquier figura portadora de conocimiento, y el poder político y económico queda expedito"

¿La razón? Ahora los que se dicen artistas tratan de agradar, hay que agradar mucho, a mucha gente, convertir a la gente en cliente y, por lo tanto, a uno mismo en producto. Entre el producto y el cliente no puede haber conflicto, dificultad, esfuerzo, bronca, contrariedad, escándalo, ofensa. El producto tiene que ser agradable. ¿Nos hemos dado cuenta de que muchas personas que dicen amar la lectura son absolutamente ñoñas cuando hablan acerca de ella? Se trata de una relación inmadura con la cultura. La propicia un proceder con lo cultural que es propio de cliente y producto, de producto que hace todo lo posible por agradar (siendo ñoño en algún aspecto) y de cliente que se siente elevado al trono de lo que importa. “El cliente siempre tiene la razón”, suele decirse. ¿Hasta en libros?, ¿aunque el cliente no sepa nada?

El cliente de libros es tan importante para el sistema económico de estos que no para de recibir halagos, y hasta los recibe en las propias obras, que compiten entre sí por agradarle. Las obras cada vez valen menos y los consumidores cada vez valen más. Se ensoberbecen y no soportan que una obra no les dore la píldora.

Esto, como comprenderemos, le viene muy bien al poder. El consumidor —la masa que en otro tiempo fue “el pueblo” y ahora es “el cliente” incluso cuando se trata de política— se percibe importante, cree estar contando (¡tú sí que pintas, tú si que pintas!, se dice), atesora una ilusión de poder que no le sirve para absolutamente nada —solo para el ego, para el narcisismo—, y humilla el papel de los que atesoran conocimiento, incluso relativiza y aminora el papel del conocimiento mismo, es decir, el papel de la belleza y de la verdad y del saber, permitiéndole a los poderosos de la economía y la política mandar sin que nadie ni nada con la autoridad del saber se les inmiscuya. Las pugnas entre el Gobierno y la Real Academia de la Lengua por el uso del idioma son especialmente sintomáticas, por poner un ejemplo. El consumidor denuesta a cualquier figura portadora de conocimiento, y el poder político y económico queda expedito.

"El escritor, convertido en producto desde hace ya bastante tiempo, pero ahora más producto que nunca, no vale nada"

En la medida que la masa consumidora se enseñorea inconsciente por encima de las personalidades del conocimiento, el poderoso puede manipular al común con muchísimo más desparpajo. Nadie con verdadera autoridad le va a contestar. Si un escritor no es más que un producto (y como producto, tratando de agradar a sus clientes, se comporta), ¿cómo podrá pretender ejercer su criterio sobre los temas del mundo, abarcando lo existente al máximo nivel, incluso aquello que gestiona el político, el banquero, el CEO de la multinacional o el oligarca de las plataformas? El escritor, convertido en producto desde hace ya bastante tiempo, pero ahora más producto que nunca, no vale nada.

Además, nótese que nos encontramos bajo un dogmatismo económico que no desagrada en absoluto a las personas identitarias de izquierdas. Al fin y al cabo, pueden consumir productos culturales de su gusto, y el sistema también les permite poner en el mercado productos propios y hacer proselitismo mediante estos. Con las reglas del mercado, incluso quienes se identifican con la izquierda revolucionaria atesoran la potencialidad de producir. Lo único que les limita —aparte de su moral— es que haya, o no, consumidores de lo suyo.

Es una lástima que Walter Benjamin no alcanzara más que a esbozar en unas hojas su proyecto, frustrado por la muerte, de escribir El capitalismo como religión. ¿Qué nos hubiese avanzado sobre lo que hoy, en el siglo XXI, en 2025, nos pasa? Ya no nos encontramos, como describía Houellebecq hace apenas unas décadas, ante un espectador que mira engreído un cuadro en el museo, distante, cool, como diciendo: “¿De qué vas, cuadro? No te creas que me convences, artista”. Ahora nos encontramos ante un consumidor prepotente, dispuesto a vengarse del producto que no demuestre hacer todo lo necesario para complacerlo y colmarlo de halagos en lo que siente y en lo que piensa, en lo que ya quería sentir y en lo que ya pensaba de antemano. El libro, un producto a favor del consumidor, que no le ofrece la menor resistencia ni le exige esfuerzo alguno ni lo contraría o cuestiona. De la posmodernidad sobre la que reflexionaba Gilles Lipovetsky —función humorística, publicitaria, de las personas y sus obras— hemos debido de pasar al “exceso de positividad” de Byung-Chul Han. ¿Y dónde queda, qué sitio tienen ahí el autor, la literatura, la cultura, si deberían ser justo lo contrario, lo opuesto al consumidor? Las obras de arte tendrían que ser una “negatividad rugosa” (tal como podría decir Han), un opuesto que es resistente, que nos cuestiona y que precisa enfrente a un otro honestamente dispuesto a ser interpelado, a nutrirse, a cambiar, a verse modificado por las obras, a dialogar de veras con ellas.

"Hoy el autor que ofrece la resistencia debida en su obra corre el riesgo de no llegar a existir"

El escritor se encuentra desactivado, afanándose en pasar por producto, mediocrizándose para dar el pego, tratando de no incomodar (tal vez solo a algunos, estratégicamente, de manera publicitaria hacia los acólitos, inquietando a otros para agradar a los monaguillos propios) y, lo peor de todo, evitando por todos los medios extraviar la mirada hacia donde duele a la sociedad toda, guardándose mucho de que el común pudiera sentirse atacado, y evitando también acertar a cuestionar la totalidad de nuestra existencia. El escritor occidental de hoy se mantiene alejado del abismo, distante del abismarse o de abismar al lector allá en los extremos más escarpados y peligrosos de la conciencia. Hoy el autor que ofrece la resistencia debida en su obra corre el riesgo de no llegar a existir: qué digo, la propia idea de “obra” ha caído en decadencia. Con facilidad el artista fracasa orillado. El destino de quien no se aviene a perseguir resultados en el sistema económico es penar en la depresiva invisibilidad. Por supuesto, nadie se atreve a decirle a los lectores: “Ustedes no importan”.

Hace unos meses le espeté esto mismo al público de una charla sobre mis libros y, en un aparte posterior, amablemente, me fue afeado. ¿Cómo podía decirle eso a la gente? ¿Acaso no quería que compraran mi novela? “¡Pero es la verdad!”, opuse. “¡No importa en absoluto si ellos la compran o no, ni siquiera importa si la leen o no! ¡Lo que importa es si la novela encuentra aquellos poquitos lectores que la van a tener en consideración y esa consideración se vuelve a obtener más adelante, sobreviviéndome, nada que ver con estos espectadores de una charla y nada que ver conmigo tampoco! ¡No hay absolutamente nada que ni ellos ni yo podamos hacer para que el libro permanezca, y que permanezca es lo único que importa!”.

Lo que es humildad del autor, su sometimiento a lo que en verdad le excede, la trascendencia o no de lo escrito, ahora se interpreta como arrogancia.

"El escritor bordea hoy el abismo de la excomunión, puede ser descartado e incluso cancelado por cualquiera"

Hoy es inconcebible que no quieras agradar a los demás y que no lo hagas en los mismos términos positivos que un producto de consumo, y si además tienes un producto que vender, con más razón aún, te estarías comportando como un productor que no quiere vender: ¡sacrilegio!, ¡pecado! La gente no lo comprende y se indigna: ¡pero para qué escribes libros! El común no tiene ni idea de que los libros no se escriben para eso, vender, porque además la gran mayoría de los escritores hemos asumido que en parte es así o, al menos, no está bien no ayudar al editor en ese cometido.

De veras que la gente no entiende nada, se encuentra ensoberbecidamente perdida, se le vuela la cabeza si un escritor dice algo como: no, yo no pienso en el lector cuando escribo —por lo demás, una idea muy común entre los escritores—. Con esas palabras, el escritor bordea hoy el abismo de la excomunión, puede ser descartado e incluso cancelado por cualquiera, y tachado de soberbio cuando, en realidad, el que lo está siendo es quien lo excomulga y expurga de sus deseados productos de consumo, de entretenimiento.

Debería holgar decir que no es posible expulsar de entre los productos de entretenimiento ni a un escritor ni a su libro, porque son otra cosa. Pero no, no huelga decirlo.

Sin embargo, y muy al contrario, siguiendo los modelos que nos preceden, tantos clásicos hoy canónicos, la relación óptima del artista con el público es la de “demandado”, la de “denunciado”, la de “puesto a disposición de la justicia”, pero denunciado por unos y denunciado por los otros, por todos, por una razón y por la contraria, por revolucionario y por reaccionario, al mismo tiempo y no una sino todas las veces, como Pier Paolo Pasolini. ¿Por ser escandalosa la obra del escritor? También: el escritor es el único que porta en su deontología la posibilidad de colisionar con la moral de su tiempo. Pero sobre todo porque realmente agriete la realidad y muestre las fallas y engaños de lo establecido, del dogmatismo vigente.

"El consumidor está haciendo desaparecer a los creadores de obras de arte y a estas mismas"

Si algo importante dijo Walter Benjamin en su esbozo de libro fue que la religión económica es tan perfecta que ni siquiera precisa de dogmas de fe. Nos somete a sí misma sin que nadie tenga que reprocharnos nada, sin que ninguna institución requiera culparnos de mal alguno para someternos. El sistema económico no precisa de dogmas, es dogmático en sí. Y hoy se diría que su dogmatismo, cada vez, se percibe más. No nos permite ni un respiro. No parece haber escapatoria a él. Y la impotencia del artista y del arte en este sistema económico nos enseña hasta qué punto no hay salida, escapatoria, fuga del sistema económico.

La obra de arte no es un producto, y si a producto se reduce —y como productos se comportan obras y artistas, tratando de agradar al consumidor de un modo publicitario que es baboso, mendicante, indigente…— las obras de arte se desvalorizan: con frecuencia observamos que las obras de arte no valen nada, y menos aún valen dinero, aun siendo verdaderas obras de arte. Seguramente no ha habido momento más complicado que este en la relación del artista con el lector o el espectador, porque estos se han convertido en tiranos que lo someten y le exigen lo suyo: sentirse bien, ser los destinatarios de la obra, que esta les conceda la razón, reinar y que la obra sea un presente, un regalo, un sacrificio a sus pies, una ofrenda; algo a lo que poder darle un puntapié, humillando al artista, o algo que poder poner en una vitrina como adorno a su propia identidad, humillando al artista también. Antes nos mataban, pero era casi mejor. De este modo, el artista no existe, ni la obra de arte, solo existe el consumidor. El consumidor está haciendo desaparecer a los creadores de obras de arte y a estas mismas. Hay una relación muy estrecha entre que antes nos mataran y ahora nos desaparezcan. Lo que antes no conseguían castigando al autor era hacer desaparecer su obra, y ahora se diría que sí.

"Nos hacemos sin esfuerzo un Canvas mental identificando producto, propuesta de valor, precio, beneficios… Llevamos un Canvas por conciencia"

Tal vez por percibir esa positividad entre su obra y el público que acudía a sus recitales, Charles Bukowski se hacía insultar a voz en grito: porque su poesía les gustaba demasiado, toda esa positividad posmoderna entre el poeta y los espectadores de un recital podía resultar extraña, inquietante. Entonces no era igual que ahora. Intuitivamente, esa positividad no estaba bien. Era publicitaria, “comercial”. Bukowski se hacía insultar en un griterío infausto. Luego decía satisfecho: “Muy bien, ahora voy a leer un poema”. Por supuesto, los más avispados de hoy colegirán que Bukowski no estaba vendiendo su poesía, sino un espectáculo en el que la participación del público, los insultos al poeta, el ambiente encanallado, constituían una parte significativa del producto, del espectáculo. Pero entonces no se percibía como compra-venta. Hoy, sin embargo, toda la actividad humana se percibe como compra-venta, como mercadeo, se interpreta sin esfuerzo desde esa perspectiva comercial. Nos hacemos sin esfuerzo un Canvas mental identificando producto, propuesta de valor, precio, beneficios… Llevamos un Canvas por conciencia.

Como en el caso de Pasolini, el público de hoy también quiere al artista bien callado, pero ya no necesita llevarlo a juicio, ni siquiera necesita amenazar con ello. El artista se encuentra sometido a él. Ya se encarga el artista de no contrariarlo, desapareciendo, dejando de ser.

Por supuesto, claro que por el camino de agradar no hay esperanza. ¿Pero acaso la hay por el camino de no agradar? Piénsese un momento. ¿Agradar o no agradar, es ahí donde nos encontramos?

Aunque sea contra-intuitivo, sí, por donde único queda una remota esperanza es por el camino desagradable.

Así que, querido lector: para empezar, usted no importa.

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