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Galdós, redescubridor de los pícaros

Galdós, redescubridor de los pícaros

Las Novelas españolas contemporáneas constituyen, junto a los Episodios nacionales, el ciclo narrativo más destacado de Benito Pérez Galdós. Entre 1881 y 1897 el Galdós más prolífico compone las 24 narraciones y los cerca de 1500 personajes que integran este gran ciclo novelístico. Fortunata y Jacinta, Tristana o Misericordia han pasado a la historia como obras maestras de aquel Madrid galdosiano que con tanto mimo y tesón retrató el magnífico escritor grancanario.

Pero hoy quisiera sacar del baúl una novela menos célebre, injustamente relegada a la segunda fila de las Novelas españolas contemporáneas, habida cuenta de su calidad literaria y los mensajes implícitos que contiene. El doctor Centeno es la primera parte de una supuesta trilogía que continúa con Tormento y La de Bringas. Incluso dentro de esta tríada, es El doctor Centeno la que suele sonar más desconocida al lector que se aproxima por vez primera al Madrid galdosiano. Quizás para la triste España de finales del XIX quedaba muy lejos el áureo siglo XVI, o aquella primera mitad del XVII en que la Monarquía Hispánica aún resiste, no solo como potencia políticamente hegemónica, sino como gran foco cultural a escala global. Y es que en El doctor Centeno Benito Pérez Galdós trata de recuperar la esencia literaria de aquella España de los Austrias, auténtica génesis de la novela realista posterior y cuna de tendencias tan vernáculas como la novela picaresca.

"En la primera mitad del siglo XIX, de forma simultánea al triunfo de las revoluciones liberales, las clases burguesas alcanzan un papel predominante en la novela romántica"

Las analogías son evidentes: antes de superar la treintena de páginas el lector atento se habrá percatado de que en esta obra Galdós nos presenta al Lazarillo de Tormes decimonónico. Nuestro pícaro recibe el nombre de Felipe y ha llegado caminando a Madrid desde la ficticia localidad de Socartes, a varios cientos de kilómetros de distancia. El muchacho, que ronda los 13 años, responde al arquetipo de antihéroe de la picaresca. De condición extremadamente humilde, Felipín viste con harapos, es analfabeto y se ha dirigido a la capital con la intención de ganarse los cuartos. Sueña con prosperar en Madrid y alcanzar el noble oficio de doctor.

Sin embargo, desde el primer párrafo de la narración, Benito Pérez Galdós no duda en presentar al humilde muchacho como su héroe: “Con paso decidido acomete el héroe la empinada cuesta del Observatorio. Es, para decirlo pronto, un héroe chiquito, paliducho, mal dotado de carnes y peor de vestido con que cubrirlas; tan insignificante, que ningún transeúnte, de estos que llaman personas, puede creer, al verle, que es de heroico linaje y de casta de inmortales, aunque no esté destinado a arrojar un nombre más en el enorme y ya sofocante inventario de las celebridades humanas”.

En la primera mitad del siglo XIX, de forma simultánea al triunfo de las revoluciones liberales, las clases burguesas alcanzan un papel predominante en la novela romántica. Tras trazar, ya en 1774, con Las penas del joven Werther, el arquetipo de joven burgués romántico, Goethe presenta en su magnum opus, Fausto, al intelectual burgués moderno con hondas preocupaciones morales y existenciales, ansioso por romper los límites del conocimiento humano. El propio Frankenstein, de Mary Shelley, impregnado de elementos románticos, está protagonizado por un joven con fuertes deseos de conocimiento y propósitos de dominar la naturaleza. Incluso el Julien Sorel que Stendhal nos presenta en Rojo y negro es un joven apuesto e inteligente, admirador de Napoleón y con ansias de escalar socialmente, aspiraciones que motivan su relación con burgueses y aristócratas pese a su origen campesino.

"El Felipe de El doctor Centeno supone la recuperación del pícaro de nuestro Siglo de Oro"

También la novela realista nace fuertemente ligada a la burguesía, aunque a medida que avanza la segunda mitad de la centuria las clases populares adquieren mayor protagonismo en la narrativa, de igual modo que gana peso la crítica a las conveniencias sociales burguesas. Amén de los Honoré de Balzac y Victor Hugo, cuya denuncia social se inserta en la transición entre romanticismo y realismo, la Madame Bovary de Gustave Flaubert se adelanta unos cuantos años a la Ana Karenina de Tolstói en la exploración del adulterio desde los postulados del realismo literario. Con el naturalismo de las dos últimas décadas del siglo brillan con luz propia las plumas españolas. Al margen de Galdós, Leopoldo Alas Clarín (La regenta, 1884-1885), Emilia Pardo Bazán (Los pazos de Ulloa, 1886) o Vicente Blasco Ibáñez (La barraca, 1898) son magníficos exponentes de aquella tendencia literaria que pretende dibujar la realidad sin filtros ni artificios, desde una óptica completamente objetiva.

Si Galdós ejecuta una mordaz crítica a los vicios de la burguesía madrileña decimonónica en Tormento y La de Bringas, el Felipe de El doctor Centeno supone la recuperación del pícaro de nuestro Siglo de Oro como antítesis del héroe romántico, como exponente de los parias de la tierra que, relegados a la marginación y el desamparo, no aspiran a las intangibles y fastuosas metas de los románticos, sino simple y llanamente a llevarse un mendrugo de pan a la boca.

Así pues, no resulta descabellado situar la génesis del realismo literario del siglo XIX en la novela picaresca del XVI. Ya entonces, aquella cruda y fidedigna representación de la realidad de las clases populares a través de los pícaros conforma una respuesta al idealismo de la novela de caballerías. Frente al honorable y virtuoso héroe medieval, la literatura de nuestro siglo de Oro está repleta de mendigos, buscones, truhanes, pícaros, malhechores y, en definitiva, toda clase de antihéroes curtidos en el lodo.

"En El doctor Centeno, el ingenio galdosiano nos va a regalar una entrañable caricatura del dúo Quijote y Sancho"

El propio Quijote constituye la más sublime crítica al idealismo de la novela caballeresca, y Galdós, ferviente admirador de Cervantes, homenajea de manera brillante al de Alcalá de Henares en El doctor Centeno. Y es que esta oda galdosiana a nuestra tradición literaria también cuenta con su propio Alonso Quijano: Alejandro Miquis. Se trata de un veinteañero toboseño estudiante de Leyes, criado en una familia de la baja nobleza rural que ha reunido cierto capital para sufragar los estudios del joven en Madrid. Como Alonso Quijano, Miquis proviene de la higalguía manchega, y como el personaje cervantino, el de Galdós se va a entregar a los artificiosos caminos del idealismo. En este caso, el personaje de Alejandro Miquis constituye una ácida parodia del héroe romántico que, desde Goethe, había hegemonizado la literatura de la primera mitad del XIX. En evidente contraste con nuestro pícaro Felipe, Miquis se entrega a una vida licenciosa y bohemia, frecuentando cafetines y tertulias pseudointelectuales, trabando amistad con otros jóvenes cultos que gustan de citar a pensadores extranjeros y poetas idealistas. La desconexión del romántico manchego con la realidad es absoluta: se muestra incapaz de gestionar las remesas de dinero que sus familiares le envían para culminar los estudios, e incluso derrocha la caudalosa herencia que le dejó una tía abuela. Por supuesto, el joven frecuenta poco las aulas universitarias; se entrega a reflexiones grandilocuentes e impulsos creativos repletos de pomposidad. Sus ansias de grandeza le empujan a centrar todos sus esfuerzos en la composición de un gran drama de estética romántica: El grande Osuna. El efecto de esta composición teatral sobre Miquis equivale al que los libros de caballería generan en Alonso Quijano. El grande Osuna, repleto de pompa y artificiosidad, conduce a nuestro caballero andante decimonónico por las sendas de la fantasía y la altilocuente desconexión de la realidad.

En El doctor Centeno, el ingenio galdosiano nos va a regalar una entrañable caricatura del dúo Quijote y Sancho, pues las trayectorias de Felipín y Miquis se entrelazan y el joven pícaro acaba ejerciendo de escudero del manchego. Si los pragmáticos Sancho y Felipe constituyen la parte mundana y realista de sendas parejas, Miquis no deja de ser el Quijano que ve gigantes en los molinos o incluso el Viktor Frankenstein que aspira a la creación sublime, cree dominar la naturaleza y sobrepasa los límites que la realidad impone.

Entregado noche y día a sus sublimes metas idealistas, Miquis acaba enfermando. Pese a ello, continúa escribiendo entre ampulosos discursos y delirios de grandeza. Su leal escudero lo acompaña en la salud y en la enfermedad y escucha absorto al manchego mientras recita los pasajes de su Grande Osuna. Mas no hay cura para quien se deja seducir por aquellos ilusorios caminos que nos alejan de la sustantividad. Si con Alonso Quijano asistíamos al óbito del idealismo caballeresco, el Romanticismo ha muerto con Alejandro Miquis.

VÍDEO: Benito PÉREZ GALDÓS, redescubridor de los PÍCAROS | EL DOCTOR CENTENO

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