Theodor Kallifatides, que está próximo a cumplir los noventa años, representa un caso singular, casi único, dentro de la literatura europea del último medio siglo. Es griego de nacimiento, pero emigró a Suecia en 1964. Una vez instalado allí, comenzó a publicar esas obras que están siendo muy apreciadas por un público exigente, dispuesto a escuchar aventuras humanas. Sólo que, en vez de utilizar su lengua materna, el griego que aprendió de sus padres y en su patria, decidió, arriesgándose más de lo permitido, conocer a fondo la lengua de adopción, el sueco, y servirse de ella con fines literarios. El resultado es sorprendente. Nadie lo podría imaginar. Sus libros han adelgazado en cuanto al discurso, pero su modo de expresión va justo por ese camino de desnudo integral, apelando, como Juan Ramón, a la inteligencia y no tanto a la floritura o a la prosa de sonajero. De ahí que, como se aprecia en esta nueva entrega, en Una mujer a quien amar destaquen las frases cortas, el lenguaje sencillo, claro y directo, con abundantes y lujosas perlas literarias que asoman por el camino.
El narrador, afectado por su pérdida, habla de ella como una persona “cuya esencia es una caricia prolongada”. Olga es, desde la ausencia, más allá de la propia muerte, el punto de partida de ciertos asuntos que Kallifatides aborda con valentía, sin miedo alguno, con una extremada delicadeza y una sensibilidad que se aprecian en muchos detalles a lo largo de la novela. De hecho, ya en las páginas iniciales, la muerte, lejos de su habitual dramatismo, aparece como algo trivial por lo que no deberíamos preocuparnos demasiado: a veces llega por sorpresa pero, en todo caso, sabemos que llega.
Pero, acaso, el planteamiento más desgarrador que sale a relucir en esta novela, de corta extensión —con algo más de centenar y medio de páginas—, pero de una profundidad y unos valores incuestionables, es todo lo referente a ese exilio voluntario, aunque forzado, desde luego, por una situación política y social poco agradable, que conlleva el adoptar una nueva lengua, unas costumbres muy diferentes, y a vivir bajo un paisaje sin apenas sol, con mucho frío y con una eterna bruma que ciega los corazones y que nada tiene que ver con ese Mediterráneo por cuyas aguas navegó Ulises hace casi treinta siglos entre cantos de sirena. Se aprecia el deseo inicial del autor de poner distancia a sus orígenes, pero la sola visión de uno de sus paisanos, una música, una palabra, durante la ceremonia fúnebre, le transporta a su terruño primitivo, a la memoria de su propia madre, que, como se sabe, es una obsesión permanente en el conjunto de su narrativa.
De vez en cuando, acaso sin desearlo el propio autor, emerge esa inevitable pugna entre dos países tan diferentes como Suecia y Grecia. Mientras que en este último el sentido de la vida se encuentra en el hecho de pertenecer al mismo grupo que otros, en Suecia el sentido de la vida “mira al individuo”.
Kallifatides habla de sí mismo sin necesidad de atormentar al lector ni verse obligado a contar batallitas que sirvan de relleno, como es tan frecuente en esa mal llamada autoficción de nuestros pecados practicada con tanta alegría quizá por la falta de imaginación y la escasez de recursos. A los cinco años escribe su primer relato. Evoca, asimismo, aquella juventud en la que, como sucede ahora, al final del primer cuarto del siglo XXI, uno estaba a favor o en contra de una cosa o de la otra. Kallifatides, conforme ha ido conociendo los mecanismos por los que se rige el mundo, se ha ido decantando por las cosas más sencillas, como el aroma de un café mañanero, para anhelar la vida.
El escritor griego va sembrado de perlas su texto con frases magistrales, con reflexiones muy originales a las que les aplica las soluciones más sencillas ante los mayores retos y complejidades. Asegura, por ejemplo, que el ser humano comenzó a hablar porque el silencio se volvió insoportable. Y está convencido, mirando las estadísticas de las que disponemos, que cada vez vivimos más, nadie podrá negarlo, pero, al mismo tiempo, por paradójico que pueda parecernos, nuestras vidas resultan más cortas. Se pregunta si hay algo por lo que poder morir y sentir ansias de matar. Y descubre que no es “algo”, sino “alguien”, representado en la figura de los hijos, lo que supone uno de los grandes hallazgos a lo largo de la vida de los seres humanos.
Kallifatides mira a su alrededor y contempla un mundo que ya no es el suyo. Y lo hace sin rencor alguno, sin quejas ni lamentos, sin utilizar apenas el tono elegíaco que podría requerir. Mira con detenimiento y observa que lo que antes era una tienda familiar, un humilde taller mecánico, un quiosco de prensa, un pequeño cine, un hotel poco lujoso pero bonito, se han convertido, como por arte de magia, en apartamentos de nueva construcción y en una pizzería.
Asistimos, como testigos mudos, a una reflexión serena, estoica, rebosante de humanismo; bañada en un humor limpio que no deviene en carcajada, sino en ironía fina e inteligente. Asegura, con un tono desenfadado, que cambiaría un puesto destacado en el Parnaso por ver sus libros en los escaparates del Konsum, en las gasolineras, en las tiendas de los aeropuertos, codo con codo con los más vendidos. Pero la mentirijilla se le nota demasiado, por mucho que se esfuerce en disimular. Nada más lejos de la realidad, pues estamos ante un escritor serio, austero, familiar, próximo al lector, al que parece hablarle al oído, capaz de convertir en literatura, en auténtica y hermosa literatura, aquello a lo que apenas le damos importancia y que pasa inadvertido entre el común de las gentes. Kallifatides posee la habilidad y el talento suficiente como para permitir que las pequeñas alegrías puedan paliar las grandes tristezas.
Y para poner en funcionamiento su particular estrategia, prefiere una buena frase antes que una buena cena, como se deja apuntado en la propia obra. Y no sólo por ese aire de hombre frugal que despierta con su imagen, parecida a la de nuestro Azorín de los años sesenta, cuando se paseaba por la Gran Vía de Madrid con un paraguas rojo en la mano, sino, sobre todo, porque está convencido de que la retórica y el lirismo de tono menor, que no es un privilegio exclusivo de Baroja, es el camino más corto para llegar al corazón del lector a través de las tinieblas.
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Autor: Theodor Kallifatides. Título: Una mujer a quien amar. Traducción: Carmen Montes y Eva Gamundi. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros.


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