Amelia no quería morir sin dejar una obra buena. Algo por lo que fuera recordada para toda la vida pero no una morondanga, no, ella quería realizar una de esas acciones que se retuitean infinitamente y le consagran a uno en el podio de la gente de bien (todos de pie), que le pusieran un cuadrito con su cara en la sociedad de fomentos, y cómo no, esto sería la euforia, que las hurracas de las vecinas le tuvieran envidia galopante, que de eso se vive, de la envidia del prójimo, ¿o no?
Ya en el hogar dulce hogar le mostró las instalaciones, le dejó toalla limpia, calzón y bata del difunto marido y se fue a dormir la siesta, con la sonrisa tiesa de las santas; por primera vez soñó el túnel de la luz. A la hora y media se despertó, ansiosa y regocijada fue a ver cómo andaba el asunto con el rescatado. Se encontró un peculiar panorama. Sentado sobre cartón en el piso el tipo comía una tortilla que había sabido recalentar en el microondas. Seguía tan sucio como antes y hedía cada vez peor, por el calor. La miró, jovial, le agradeció la merencena, y caminó hasta el balcón. Ahí nomás largó una ofrenda entre los geranios. Al parecer el cambio de dieta le había descompensado el intestino. Amelia, con la nariz torcida y dignidad de mártir, pensó que la bondad olía peor de lo que había imaginado, pero bueno, nadie dijo que tenía que ser algo grato hacer el bien sin mirar a quién.
Por la noche, en vez de acostarse en la cama limpia que Amelia había preparado con tanto amor, el paisano agarró las macetas y se armó una cucha vegetariana en el comedor. Lo verde refresca, doña, le explicó. Corrió la mesa ratona, el mueblecito del equipo musical y se acurrucó, desnudo y sudoroso, cerca del ventanal del mirador; el verano no admitía calzones. La mujer lo contempló desde la puerta, horrorizada y orgullosa. Se obligó a sentirse realizada y sacó una selfie para la red social. ¡La cantidad de likes que iba a acumular semejante posteo! Como no le había preguntado el nombre inventó: “Con Artemio”, escribió, “mi refugiado”.
Pasaron los días, como suele suceder. La cocina se volvió un muladar: cáscaras aplastadas, pan duro, huesos roídos tirados por el piso; un festín de moscas. Ratas no porque si aparecía alguna el Rigoberto este se las hacía a la plancha, y cuando algún vecino preguntaba por el olor ella inflaba el pecho y respondía: “Estoy dando techo a un necesitado. ¿Usted qué hace para lograr el mundo mejor?”
Así el vagabundo engordó, bronceado y contento como un Adán sin manzana, que además de roncar comía de manera infinita. También se bañaba en bolas en la terraza del PH, cuestión que había ya originado varias reuniones de consorcio y estaban considerando denunciarla a la policía. Pero a ella no le importaba. Amelia ahora hacía el bien así que se sentía en paz. Caminaba por los pasillos con la frente alta y la dignidad resuelta. Se había acostumbrado a esquivar la mugre y a los vecinos, con cara de estampita, convencida de que cada mosca que le zumbaba en la oreja era un aplauso del cielo.
Porque al fin y al cabo, ¿qué es la bondad moderna sino un espectáculo fermentado para que los demás nos aplaudan?


Que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha, dijo Jesús.