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Anecdótico desfile en París

Anecdótico desfile en París

¿Pero quién demonios fue Isidoro López Lapuya?… Busco información sobre él y a duras penas obtengo cuatro datos en Internet y mayor parvedad en mi biblioteca. En ésta acudo al Diccionario de la literatura española e hispanoamericana, dirigido por Ricardo Gullón (Alianza Editorial, 1993), donde tan solo descubro —dentro del epígrafe dedicado a la bohemia española— el nombre del autor y el título de la obra que aquí venimos a comentar. Por último, las noticias que aporta José Esteban en el excelente prólogo a la edición que nos convoca, aunque más generosas, tampoco permiten acariciar la pretendida familiarización con el tal Lapuya.

Según parece, Isidoro López Lapuya fue un periodista y abogado que, a finales del siglo XIX, pasó por París siendo director del El Correo de París; corresponsal y articulista, entre otros, de El País y colaborador de la revista Germinal. O como muerto de hambre que se introdujo en los entresijos de su tiempo con verdadera delectación y escasa fortuna pero, eso sí, dotado de una pluma amena y certera.

Su libro, titulado La bohemia española en París a fines del siglo XIX, no pasa de retratar anecdóticamente a unos cuantos españoles transterrados que deambularon por aquel París finisecular persiguiendo la gloria, el padrinazgo o el sablazo, la vida disipada o al menos el sustento, por frugal que fuese; matando el tiempo o las moscas o el hambre con gestos de altiva fanfarronería, verborrea sujeta al desenfreno, alocado arrojo y, en suma, disimulando artísticamente los fracasos personales. O sea, la bohemia.

"Resulta que tenemos en nuestras manos un libro que, a partir de la memoria del autor, retrata lo acontecido en la trastienda de un tiempo y un lugar esenciales; un tiempo y un lugar empeñados en convertir en literario todo cuanto rascaban"

Estamos ante un pintoresco desfile de políticos, escritores, artistas, prospectores de negocios, buscavidas y desventurados. Pero cabe conjeturar que el fiasco no ha de ser igual en todas partes. No era lo mismo fracasar en París que hacerlo en Madrid, y no digamos en la capital de provincia española que a cada cual le haya tocado en suerte. Tiene mayor miga, y hasta un punto de heroicidad, haber fracasado en París, dónde va a parar. No nos llamemos a engaño: el malogrado en la capital francesa no deja de ser un personaje venerable por el simple hecho de haber vivido allí, dato llamado a ocupar un párrafo de prestigio en la más modesta biografía. Intentarlo a orillas del Sena era llamar a las puertas del cielo, solo que fueron muchos, demasiados, los que no hallaron quien les abriera esas puertas.

Pues bien, es lo que transmiten los múltiples personajes que asoman por la crónica de Lapuya; personajes reales «que iban camino de la cumbre y no llegaron a ella». En ese sentido, el autor rescata estos versos de Lafontaine: «Creerse un personaje / es muy común en Francia…». Y al final del libro sentencia: «No conocer París equivalía a un modo de capitis diminutio inaceptable».

Resulta que tenemos en nuestras manos un libro que, a partir de la memoria del autor, retrata lo acontecido en la trastienda de un tiempo y un lugar esenciales; un tiempo y un lugar empeñados en convertir en literario todo cuanto rascaban. En definitiva, estamos ante un relato a modo de «página de vida».

"Asimismo, visitamos a Alejandro Sawa en su casa parisina, cuando el mandamás de la bohemia madrileña aún abrazaba comedidos destellos de prosperidad"

El primero con quien Lapuya se encontró al llegar a París fue Ernesto Bark, otro figurante de quien cuesta encontrar noticias, si bien no tanto como en el caso de Lapuya (en el referido Diccionario, el de Gullón, Bark sí aparece con entrada propia, aunque bien escueta). Resulta que este tipo fue un conocido bohemio en Madrid al que Pío Baroja definió como «el letón revolucionario», dado que procedía de la lejana, y para nosotros casi legendaria, Livonia y para quien las ideas revolucionarias eran una obsesión también, o sobre todo, estética. Fue autor de novelas como La invisible (novela político-social que igualmente tuvo a bien publicar Renacimiento en su colección «Biblioteca del rescate») y de muchos otros trabajos sobre política y sociedad (La santa bohemia). Hablaba diecisiete idiomas, lo que le permitió sobrevivir enseñando lenguas extranjeras. Su figura inspiró el Basilio Soulinake de Luces de bohemia, y se definía a sí mismo como un «propagandista de ideas».

Inicialmente guiado por Bark, Lapuya enseguida conocerá a variopintos personajes de relumbrón secundario, o terciario, salvo en el caso de Manuel Ruiz Zorrilla —el más relevante al haber ocupado, entre otros, los cargos de Jefe del Consejo de Ministros y ministro titular de varias carteras—, quien desde la capital de Francia persistía en sus anhelos en torno a la causa republicana en España. En las páginas que recorremos se llega a hablar de la «bohemia zorrillista».

Asimismo, visitamos a Alejandro Sawa en su casa parisina, cuando el mandamás de la bohemia madrileña aún abrazaba comedidos destellos de prosperidad. Rubén Darío dijo de él que «hablaba en libro». El alma de Max Estrella moriría en Madrid «loco, ciego y furioso», en palabras de Valle-Inclán. Por aquel entonces, Alejandro Sawa era uno más de los colaboradores españoles del Diccionario enciclopédico… auspiciado por la Casa Garnier, verdadero «cuartel general de los escritores españoles». Sawa se había «hecho una cabeza», tal vez inspirada en la de su amigo Alphonse Daudet (qué fácil es caer en el eufemismo cuando nos instalamos en Francia). No andaba lejos Verlaine, pero eso era otra jerarquía, aun dentro de la pobreza.

"Por buscarle excusa a los infortunios, dígase que todo comienza el día 13 de diciembre de 1889 con la llegada de Lapuya a la estación de Austerlitz"

También conoceremos a Elías Zerolo, «alma de la Casa Garnier», así como asequibles restaurantes (por ejemplo, el Renard). Y, claro está, visitaremos la encumbrada editorial de los Garnier, donde Lapuya no tardará en encontrar un puestito de trabajo, un encargo retribuido destinado a la redacción del mencionado diccionario. Esta Casa editorial, por aquel entonces, era la meta de los escritores hispanoamericanos apartados del éxito. En su sede, atravesamos aquella portezuela de la librería española de la editorial por donde habían cruzado las mayores glorias de las letras hispanas del XIX. Allí fue recibido nuestro cronista por Zerolo, quien le concede el trabajo que buscaba. Ese día Lapuya, celebrante, sale a la calle en busca de españoles (sic), y por ahí encontrará al Chivo y a Ceferino Pérez «El Magno», este último, aragonés que enseñaba a bailar jotas a los parisinos, pero eso sí, con aires aflamencados.

¿Cómo es eso del Magno?…

A ver: en Francia hacen que la G más la N haga Ñ. O sea, El Maño.

Por buscarle excusa a los infortunios, dígase que todo comienza el día 13 de diciembre de 1889 con la llegada de Lapuya a la estación de Austerlitz. Eran las cinco de la tarde de un día agrisado y el forastero tomó un fiacre para trasladarse al modesto hotel que tenía apalabrado. El coche de punto llevaba rotulado el número 13.131, y cuando en el hotel le entregaron a Lapuya la llave del que iba a ser su cuarto comprobó, con desasosiego, que ésta tenía marcado el número 13.

"En definitiva, por estas entrañables páginas desfila una caterva humana y española, en algunos casos forzadamente españolizada con tal de sobrevivir"

En el libro apenas sí se citan autores afamados, si bien un poco traídos por los pelos (Antonio Machado, Baroja, Anatole France, Blasco Ibáñez o el teósofo, y descubridor de un cometa, Mario Roso de Luna, por quien aprovecho la ocasión para reivindicar su novela «asturiana» El tesoro de los lagos de Somiedo), así como vagas referencias conversacionales acerca de Cecilia Böhl de Faber o Campoamor, de quien valga la descarnada crítica que contiene la referencia a cierto dístico que, al parecer, fue usado con chanza como ejemplo de la ramplonería poética del autor de las Doloras. Reza así: «El pito del tranvía / suena igual de noche que de día». Mas ha de saberse que pareado tan bobalicón no se le ocurrió a Ramón de Campoamor, sino que fue una extendida broma usada en su contra. Ante Lapuya lo trajo a colación el joven tarraconense Antonio Jouvé de Buloix quien, tras realizar estudios en Montpellier, se trasladó a París. Allí ejerció como periodista, centrado en los asuntos de España, en la Revue Diplomatique, y los fines de semana, en secreto, hacía de peluquero. Nuestro cronista se refiere a Jouvet en estos términos: «Desbordaba simpatía, cordialidad y paciencia».

A continuación aparece Luis Bonafoux, como no podía ser de otro modo, en la redacción del Diccionario de Garnier. De éste dice Lapuya: «En todos sus conceptos latía el desdén y se agitaba el menosprecio». Al contrario que Jouvet (francés nacido en España), Bonafoux fue un español nacido en Francia. Se le conoce, principalmente, por sus polémicas, en concreto la que mantuvo con Leopoldo Alas Clarín —otra pluma afilada—, al que acusó de plagiario por su novela La Regenta, ciertamente aproximada a Madame Bovary.

En definitiva, por estas entrañables páginas desfila una caterva humana y española, en algunos casos forzadamente españolizada con tal de sobrevivir: torerillos y banderilleros, guitarristas aflamencados, bailaoras, niños de Écija, goyescos (valga decir grotescos) prototipos de una pobreza no tanto sobrevenida como provocada, sacerdotes exclaustrados y algo trabucaires, payasos… Y escritores. Sobre todo escritores de artículos.

Para terminar, debemos admitir que se nos hace inevitable ensayar una amable sonrisa leyendo la prosa de Isidoro López Lapuya, indiscutible maestro de la crónica. En efecto, es un placer reencontrarse con un estilo periodístico capaz de atrapar al lector y hacerle partícipe de las aventuras que se cuentan.

Eran otros tiempos. Eran otras artes.

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Autor: Isidoro L. Lapuya. Título: La bohemia española en París a finales del siglo XIX. Editorial: Renacimiento. Venta: Todos tus libros.

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