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Apartamentos y detectives

1. APARTAMENTO

The Apartment (El apartamento, 1962) supuso el culmen de la carrera de Billy Wilder. Obtuvo tres Oscars: mejor película, mejor dirección y mejor guión, junto con su amigo y leal colaborador I. A. L. Diamond. El colega que le entregó una de las estatuillas le advirtió de los celos de Hollywood: “Es hora de parar, Billy”. Wilder nunca obtuvo otro Oscar.

El apartamento es una obra maestra merced a una prodigiosa alquimia entre comedia y melodrama, entre una vitriólica mirada al American way of life y el poder regenerador del amor. Porque, pese a muchos críticos empecinados en santificar o crucificar a Wilder como el profeta del cinismo, lo cierto es que en sus películas, aun dentro de la más impenetrable negrura ante la condición humana, late casi siempre ese invencible sentido romántico de su educación vienesa. Esta película se ocupa de dos redenciones por culpa del amor: la de la ascensorista Fran Kubelik (maravillosa Shirley MacLaine), devastada por la manipulación que de su amor hace el sinvergüenza de Sheldrake (Fred MacMurray), uno de los jefes de su oficina, que la enamora y nunca dejará a su esposa e hijos, y la de Bud (extraordinario Jack Lemmon), que bebe los vientos secretamente por ella, mientras presta su apartamento como garçonnière a sus lascivos superiores, subiendo de esa manera en la escala social de la empresa. Un espejito roto olvidado por Miss Kubelik en su apartamento le abre los ojos a Bud a un mundo que es una jungla. Pero Miss Kubelik no ha jugado todas sus cartas cuando descubre el callado amor de Bud por ella.

"Cuando se abre la puerta vemos a Bud con una botella de champán recién descorchada. Todo en la casa está metido en cajas. Confiesa que se va, a otra ciudad, a cualquier lugar"

El final de El apartamento destruye el doble aserto crítico (“es un cínico irredento y filma funcionalmente buenos guiones”) creado alrededor de Wilder. Mediante una prodigiosa elipsis visual, Fran Kubelik se esfuma de la vida de su amante y jefe durante una fiesta de Nochevieja. Lo hace justo cuando él ha decidido abandonar a su esposa e hijos por ella. Lo que muestra a continuación Wilder es, como le gustaba a Godard, un travelling moral; Fran corriendo, casi como Jean-Pierre Léaud al final de Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, incontenible, imparablemente, por las calles de Manhattan, con el viento y la felicidad en la cara, hasta llegar al edificio del apartamento de Bud. Sube corriendo las escaleras y se oye un estampido tras la puerta de su apartamento. Kubelik recuerda cómo le contó Bud un intento de suicidio por un desengaño amoroso, y se teme lo peor. Toque Lubitsch by Wilder. Cuando se abre la puerta vemos a Bud con una botella de champán recién descorchada. Todo en la casa está metido en cajas. Confiesa que se va, a otra ciudad, a cualquier lugar. Fran le pide que desembale las cartas con las que jugaban mientras él la cuidaba en ese mismo apartamento, tras su intento de suicidio. Cuando Bud le pregunta por Sheldrake, Fran es muy clara: “Le enviaré una tarta de frutas todos los años por Navidad”.

Bud se deja caer alegremente en el sofá y Fran le pasa la baraja.

FRAN

Corte

Bud saca una carta, pero no la mira.

BUD

La quiero, señorita Kubelik.

FRAN

(sacando una carta)

Siete …

(mirando la carta de Bud)

… Reina

Le pasa la baraja a Bud.

BUD

¿Ha oído lo que he dicho, señorita Kubelik? Estoy loco por usted.

FRAN

(sonriendo)

¡Cállese y juegue!

Bud empieza a repartir sin apartar los ojos de ella. Fran se quita el abrigo y empieza a recoger sus cartas y a ordenarlas. Bud, con una expresión de pura felicidad en su cara, reparte y reparte y sigue repartiendo.

***

2. DETECTIVE

Eran más o menos las once de un día nublado de mediados de octubre, y daba la impresión de que podía empezar a llover con fuerza pese a la limpidez del cielo en las estribaciones de la sierra. Me había puesto el traje azul añil, con camisa azul marino, corbata y pañuelo a juego en el bolsillo del pecho, zapatos negros, calcetines negros de lana con dibujos laterales de color azul marino. Iba bien arreglado, limpio y afeitado y sobrio y no me importaba nada que lo notase todo el mundo. Era sin duda lo que debe ser un detective privado bien vestido. Me disponía a visitar a cuatro millones de dólares.”

Así comienza The Big Sleep (El sueño eterno), la primera novela que Raymond Chandler publicó en 1939, presentando a su detective Philip Marlowe. Todo Chandler, el escritor tardío y el norteamericano que soñaba vivir como un gentleman británico de pura cepa, como el abundante scotch que trasegaba, el tabaco de pipa que fumaba y las chaquetas de tweed que le gustaba vestir. Un soñador solitario, desengañado de la vida y de la naturaleza humana pero, al igual que Billy Wilder, un incurable romántico caché, porque su puritano Philip Marlowe, mientras atraviesa continentes y océanos de corrupción personal, política y social, sigue siendo un caballero de la Tabla Redonda artúrica, cuyos ideales pueden haber sido atacados, pero nunca destruidos.

"Nada raro es que Chandler, al que le gustaba mucho Hawks y su versión de El sueño eterno, pensara que el modelo ideal para Marlowe fuera Cary Grant"

Esta maravillosa introducción de El sueño eterno, la prosa de un inglés preciso y claro —algo esencial para Chandler, que tampoco desprecia la exuberancia poética shakespeariana de metáforas llenas de aristas—, sitúa a Marlowe como su alter ego, y aunque la investigación detectivesca en las novelas, desde la irrupción talentosa de Dashiell Hammett —que según Chandler había tirado el elegante vaso veneciano de la novela problema al arroyo—, había descendido a la calle, Marlowe no era un cualquiera sino, como Chandler, un tipo cabal, elegante, distinto, con un incisivo sentido del humor, duro en defensa de su trabajo, penetrante observador de la variable condición humana. Por ello, nada raro es que Chandler, al que le gustaba mucho Hawks y su versión de El sueño eterno, pensara que el modelo ideal para Marlowe fuera Cary Grant.

En ese comienzo de El sueño eterno, Chandler deja entrever otra de sus cualidades como escritor: su capacidad para ubicar físicamente sus tramas, ese escenario californiano de sierras, bares, calles, mar, árboles calor y torrenciales lluvias. L. A., Bay City o Santa Mónica, los clubes nocturnos, las mansiones de estilo español, un paisaje en el que podemos oler el perfume de las jacarandás, las buganvillas, el césped recién cortado y las piscinas de agua azul que parecen dibujadas por David Hockney.

Por todo ello, el noir en la máquina de escribir de Raymond Chandler es otra cosa, muy distinta de sus pares —Hammett, James M. Cain, Jim Thompson—, o de sus discípulos como Ross Macdonald, porque él era distinto, miraba la vida desde ideales perdidos, pero nunca arriados los estandartes que los proclamaban.

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