«… el acto sexual tiene más de vivir que de ver. Lo descubre el narrador de En busca del tiempo del perdido cuando besa por vez primera a Albertina: cuando besamos a otra persona, no la vemos», escribe el filósofo Fabrice Hadjadj en un ensayo penetrante titulado «Lo que la pornografía nos oculta».
En los rituales de algunas civilizaciones antiguas rociaban con agua —«agua lustral»— las víctimas y objetos de los sacrificios entregados a sus deidades. Más que el valor de limpieza y de purificación, para ciertas religiones sumergirse sugiere sepultarse, morir, dejar atrás todo un pasado. Y volver al aire de la superficie significa venir a una vida nueva, recién empezada.
Carlos Cebrián demuestra con esta pieza una capacidad narrativa innegable. Una editorial universitaria —especialista en estibar con dignidad en su catálogo el peso y el bulto de graves tesis doctorales, de ensayos sesudos y no pocos armatostes con destino a plúteos de bibliotecas o recónditos depósitos— se atrevió a mostrar el talento fabulador de Carlos Cebrián. Le publicó allá en 1997 una recopilación de piezas breves (reimpresa en 2001), Escenas sin filmar, donde los protagonistas de sus veinticinco ejemplos encarnaban «la mejor película —sus propias vidas— sin necesidad» de cámaras. Y en 2021 una nueva serie de cuentos sustanciosamente breves y microrrelatos: Qué raro es todo en la superficie. En «Te recuerdo, Amanda», del gran chileno Víctor Jara, «la vida es eterna en cinco minutos». Aquí en casi hora y media.
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Bautismo
Su asistente se acerca. Le dice que la siguiente escena, la del trío en el cuarto de baño, empezará dentro de hora y media, aproximadamente. Todos salen, pero él permanece un rato sobre la cama, quieto, con la mirada fija en la mancha de una de las aspas del ventilador con luz del techo, que gira lento y misterioso, y que parece apropiarse, como un engranaje hipnótico, de toda su movilidad. Cierra un momento los ojos y luego se los frota. Con esfuerzo, se levanta y recoge el albornoz del suelo. Se lo ajusta mientras camina, esquivando trípodes, cables y cámaras, hacia la amplia terraza de la mansión que da al mar. Al salir, el viento salado lo envuelve y lo empuja, pero reafirma su avance hasta la pequeña verja oxidada. El chirrido al accionar el viejo pestillo asusta a un grupo de gaviotas cercanas, que revolotean agresivas a su alrededor mientras baja por las escaleras a la playa.
No se mueve, se está bien allí. Piensa que los vaivenes del oleaje y el viento no hacen distinciones y lo tratan como a un igual: una roca, un faro o un acantilado, y que, si no se pudriera como el resto de los humanos, él aguantaría la erosión de mil años sin moverse de aquel lugar, sintiendo esa caricia constante y fiel antes de desaparecer hecho añicos para, después, formar parte de toda aquella arena que ya comenzaba a enterrarle.
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Qué raro es todo en la superficie, Pamplona, Eúnsa, 2021, pp. 25-26


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