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Cien años de aburrimiento

Cien años de aburrimiento

Hay libros que se leen por deber, otros por gusto y algunos, como este Cien años de soledad, por ese embrujo colectivo que se apodera de los pueblos cuando deciden alzar un título a la categoría de reliquia sagrada. Y ya se sabe que cuando la multitud reverencia algo, uno, que ha recibido de la naturaleza el ingrato don de pensar, siente la obligación moral de desconfiar. Fue así como me adentré en Macondo: no por entusiasmo —que ya me gustaría a mí conservarlo intacto a estas alturas— sino por responder a la pregunta del millón de dólares: ¿Será esto realmente la obra maestra que me han prometido, o me espera otra velada de tedio encuadernado?

No bien pasadas las primeras páginas, comprendí que la empresa iba a ser ardua. A Macondo, como a tantos pueblos de esta tierra nuestra, no le faltan personajes, pero sí orden, claridad y hasta un poco de misericordia hacia el lector que intenta recordar quién es quién entre este ejército de Aurelianos y Josés Arcadios que pululan como si el nombre fuese moneda escasa. El empeño de recordar cuál personaje es hijo, tío, sobrino o primo del otro exigiría un árbol genealógico tamaño mural, y aun así sospecho que el escritor, en un rapto de humor, cambiaría las ramas cuando uno se distrajera. ¡Y luego dicen que la literatura es un placer!

"Macondo podría haberse ahorrado tantas páginas y enviarnos directamente a una oficina pública en hora punta. Allí también reina la magia, y los sucesos carecen de toda explicación lógica"

Se me dirá que la confusión es parte del encanto, que el caos es el espejo del mundo. Muy bien, pero en ese caso, ¿para qué escribir novelas? Para caos ya tenemos la vida. Si el propósito era extraviarnos, Macondo podría haberse ahorrado tantas páginas y enviarnos directamente a una oficina pública en hora punta. Allí también reina la magia, y los sucesos carecen de toda explicación lógica.

Y hablando de magia: he ahí otro de los puntos que tantos ponderan y que, sin embargo, a mí me dejó con la misma sensación que produce un mago cuyo truco ya se ha repetido demasiadas veces. Al principio, el hielo que asombra, la lluvia interminable, la levitación ocasional, todo eso provoca una sonrisa cómplice. Pero cuando cada suceso extraordinario se convierte en moneda corriente, más que fascinación causa fatiga. Macondo es un lugar donde lo insólito es tan frecuente que termina por ser vulgar; y nadie ha dicho jamás que la vulgaridad sea un camino hacia la belleza.

Diré entonces que esa constante acumulación de prodigios produce el efecto contrario al deseado. Quien pretendía despertar maravilla solo consigue anestesiarla. No niego que el autor posea imaginación —que la tiene en exceso, como la sal en los guisos del cocinero novato—, pero incluso la imaginación requiere administración prudente, como los recursos de un erario que, si se despilfarran, acaban en bancarrota. Y aquí, en esta novela, la magia se reparte con tanto derroche que al cabo uno la recibe con la indiferencia de quien mira por la ventana un día más de lluvia.

"Parece como si Macondo hubiese sido escrito por un profeta cansado que ya no espera nada del mundo"

Pero vayamos al fondo, que no es cosa de quedarnos en los adornos. Se ha dicho —¡hasta la saciedad!— que Cien años de soledad es un retrato de América Latina, de su historia cíclica, de sus frustraciones. A mí, sin embargo, me pareció más bien un testimonio involuntario de su desesperación. La repetición de destinos, la fatalidad hereditaria, el retorno constante al punto de partida… Todo ello configura una visión del mundo tan pesimista que ni el mismísimo autor la habría soportado de estar escrita por otros. Porque una cosa es denunciar los vicios ancestro-nacionales —lo cual es noble y necesario— y otra muy distinta es afirmar que estamos condenados por naturaleza, como si la historia fuese un castigo bíblico.

Y aquí debo detenerme para señalar otro aspecto que casi me provoca melancolía: la implacable seriedad con que la novela, detrás de sus prodigios, insiste en la idea de que el hombre está preso en su destino, incapaz de aprender ni de corregirse. ¡Qué falta de fe en la educación, en la reforma, en la misma razón humana! Parece como si Macondo hubiese sido escrito por un profeta cansado que ya no espera nada del mundo. Otros autores pesimistas, con todo su desengaño, al menos conservan la esperanza de que una crítica bien dirigida podía enderezar un error. En Cien años de soledad, en cambio, hasta la crítica es inútil: nadie cambiará, nadie escuchará, nadie aprenderá. ¿Y no es eso, precisamente, lo contrario de la literatura?

"Y entonces pensé: quizá la soledad de estos cien años no es la de los personajes, sino la del lector"

Me atrevo a afirmar que el libro peca de un exceso mortal para cualquier obra: la autocomplacencia. Cada episodio parece decirle al lector: “Admira mi ingenio, extasíate con mi invención”. Y uno, que busca emoción sincera, claridad y hondura humana, acaba preguntándose si no habría sido mejor un poco menos de genialidad aparente y un poco más de humanidad palpable.

No quiero exagerar —aunque la tentación es grande—, pero debo confesar que, al cerrar el libro, no sentí la celebración que otros proclaman, sino un alivio semejante al que experimenta quien sale de un sueño excesivamente largo y poblado de fantasmas caprichosos. Macondo dejó de girar, y yo recuperé mis coordenadas. Y entonces pensé: quizá la soledad de estos cien años no es la de los personajes, sino la del lector, obligado a caminar entre prodigios sin asidero, deseando una verdad menos vistosa pero más habitable.

En fin, que me perdonen los devotos. Pero si esta obra es un templo, yo he entrado en él, lo he recorrido, y he salido igual que entré: con la convicción de que la grandeza proclamada no siempre coincide con la grandeza experimentada. Y que, a veces, la verdadera hazaña es atreverse a decirlo. Por eso lo digo: con Cien años de soledad me he aburrido como una ostra.

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