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Con Gerardo en el Café Gijón, por José García Nieto

Con Gerardo en el Café Gijón, por José García Nieto

Fundador de la revista Garcilaso y director de otras publicaciones literarias, José García Nieto, el gran poeta de la generación de posguerra, también llevó su poesía al artículo. Como en este en el que rinde homenaje a su admirado Gerardo Diego y, de paso, al Café Gijón, que tanto frecuentó. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.

En su jugoso, magnífico «Discurso de la errata», Gerardo Diego, que además de poeta es un prosista inigualable, hablaba a sus paisanos y amigos de Santander, y venía a decirles que el mundo era una errata. Y añadía: «Pero, cuidado, una errata no es un error. Dios no puede equivocarse, pero sí pudo crear de la nada una errata. Y en ella vivimos, tan contentos. De hecho, los poetas, los artistas han dado a luz innúmeras erratas que, por serlo, han resultado tan fecundas, tan creadoras, tan bellas». Y Gerardo Diego nos ha hablado de esta suerte de equivocaciones, que son los aciertos inesperados de la poesía, de los que se beneficia muchas veces el propio poeta, con la feliz sorpresa de algo misteriosamente hermoso que él no ha cometido, de lo que él no tiene culpa ni lo acepta en su gloria, aunque lo aplaudan los demás. Le hemos oído esto varias veces —él no suele repetirse— aportando al tema variantes y recuerdos y donaires.

Pero lo que no ha dicho nunca Gerardo, que yo sepa, es que él mismo es una errata, la gran errata de la literatura contemporánea. Nunca en sus textos, donde es preciso, audaz, pero siempre riguroso; imprevisto, pero siempre definitivo. Me refiero a su persona; errata viva, insólita y feliz, asomo de alguien que se parece a sí mismo, greguería de sí mismo —tan admirador de Ramón—, través y espejo deformante de una insólita personalidad. En sus largos silencios, que tanto le han acompañado, que tan ciertamente le han hecho meditar, se habrá preguntado reiteradamente: «¿Dónde voy yo? ¿Qué hago yo en una tertulia si no parezco un tertuliano, si soy un solitario, si no tengo nada de hablador?». «Yo soy un tímido y se me nota», nos dijo un día para que contrastara su frase con la habitual de los y de las que emplean hasta el empalago el tópico, tónico, fónico, tan poco interesante: «Pues yo soy muy tímido, aunque no se me note».

"Gerardo Diego es una errata humana de expresión y calidad extraordinarias"

Gerardo Diego es una errata humana de expresión y calidad extraordinarias. «Dios no puede equivocarse», pero pudo crear la errata Gerardo. Conformado el hombre Gerardo, hecho de un barro ingrávido, con algo ya de celestial, sopló el Señor, como siempre, y ahí quedó el poeta, hecho y derecho, erguido y pimpante, con su pasmo y su silencio, por más que Dios pensara hacerle movedizo y hablador. Y él enmendó la plana al Hacedor, como esforzándose por salir de su soledad, o más bien por comunicar esa soledad a los demás. Y de ahí salió su profesión de poeta; sus trabajos y sus días, sus largos silencios no son otra cosa que actividad vital interiorizada; no otra cosa que acendrada labor de su imaginación, de su fantasía, que no se detenían entre los otros. Pero el silencioso «no perdía ripio», como un día nos dijo de él Manolito «El Pollero», por si no nos habíamos dado cuenta. Lo que ocurría es que él, tan educado y correcto, no podía permitirse salir de su impavidez, por más que el conversador de turno buscara en los ojos del maestro un parpadeo de aquiescencia estimulante. Y ¡ay, del que se atreviera a inquietarle más directamente!: «¿No le parece a usted, Gerardo…?». A Gerardo le parecía o no le parecía, pero el agua tersa de su mirada, el lago observante y observado no se inmutaba por la atrevida piedra tirada contra la limpísima superficie, aunque cayera hasta el fondo más vulnerable y atento del poeta. Y entonces, acaso, llegaba ese parpadeo proverbial.

La actividad mental, y anímica, y cordial de este estático excelso, ha sido como una errata que puede equivocarnos. Nada de muelle comodidad, sino tabla de faquir con clavos e inquietudes soportados, encubiertos. Qué gran errata humana, y hasta oficial, cuando un día nos dijo que le iban a dar o ya le habían dado la Medalla del Trabajo: «¡A mí, que no he hecho nunca nada!».

"Y una errata también es esto de que cumpla años el poeta más joven de varias generaciones, el maestro más indudable entre los maestros"

Aunque no fuera verdad. Y ¡qué maravillosa errata!, y es él quien escribe: «La errata nuestra, de ustedes y mía, es anunciar una imposición de Doctor Honoris Causa cuando la no errata, la fija, es Doctor Amoris Causa. Apenas sí sé lo que significa ni jamás presencié en hombros ajenos semejante ceremonia». Niño siempre —ha sido otra errata de la vida hacerle crecer—, con ese quirquiqui ancestral que aparece en su coronilla cuando se quita el sombrero, con ese aseo para doblar la bufanda, de pie, ceremonioso consigo mismo, ante la silla en la que va a sentarse. «¡Cuidado, no la pierdas, o no te la quite otro niño en el colegio!», parece que le han dicho al salir de casa.

Llega al café, como a una jornada de trabajo. Su saludo es un bisbiseo. Otro, su despedida. Y se ha levantado como activado por un resorte, hable quien hable, «caiga quien caiga». Y una errata también es esto de que cumpla años el poeta más joven de varias generaciones, el maestro más indudable entre los maestros. Siempre nos saldrá al paso: «Yo soy un aprendiz, soy un niño». O cuando cumplió sus ochenta años —y parece que fue ayer… siempre parece que es ayer— y escribió el soneto de las ochenta palabras: «Apasionadamente naturales / son los números, flores que reinventa / el hombre inmóvil. Lo demás no cuenta…». Y el bellísimo endecasílabo: «El mundo existe y lo llamáis ochenta…». Y ahora el mundo sigue existiendo y lo llamamos noventa. ¿O es una errata y lo llamamos nueve? (Repara, maestro, en el verso que acabo de hacer, copiando de ti, aprendiendo de ti, como cada tarde en el café Gijón —en el Gran Café de Gijón—, que ha intentado hundirse porque tú no vas.)

"Cata, cata, Gerardo Diego. Mira el café Gijón sin que tú bajes. Anda, que noventa años no son nada y a nuestros silencios les faltan tus silencios"

No es verdad que no hablas en el café. Hablas cuando hay que hablar y hasta arremetes contra alguien cuando es preciso. Y eres tan justo y certero que somos los demás los que tenemos que callarnos. Y el silencio es el nuestro. Y es entonces cuando tú te asombras por habernos dejado mudos o cómplices. ¿O te lo esperabas? ¿Qué has esperado, qué esperas ahora, sentado en el escalón de tus noventa años? Nueve años. ¿Eres una errata o eres un señor mayor? Casi estoy por contar —porque eres un niño— lo de aquella tarde, cuando derramaste el agua de un vaso, y apenas se notaba, pero por querer sujetarlo, cayó el vaso, y la mesa se convirtió en una fuente, y tú comenzaste a echarte el agua por encima —de perdidos al río— entre el asombro y la admiración de los presentes.

Cata, cata, Gerardo Diego. Mira el café Gijón sin que tú bajes. Anda, que noventa años no son nada y a nuestros silencios les faltan tus silencios, y nos falta tu magisterio que no se nota, que no empequeñece a nadie… Cata, Gerardo, que, como dijiste a uno de tus fieles infinitos, en jinojepa feliz, estamos a oscuras sin ti, «aunque no es de noche»: «Cata, cata, Montesinos, / cata la catacumbra / cripta del café Gijón / luminosa de amistad».

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Artículo publicado en el diario ABC el 4 de octubre de 1986
© Fundación José García Nieto

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John P. Herra
John P. Herra
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