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Cuando la cultura importaba…

«¿Dónde están los intelectuales?». De vez en cuando, pero con una constancia recurrente, alguien plantea esa pregunta retórica, teñida de melancolía, al hilo de determinados acontecimientos ruines que suceden en nuestro mundo. La formulación también se expresa sin rodeos, con una contundencia seca: «¡Ya no hay intelectuales!». En realidad, lo que se quiere decir más bien es que ya no existen intelectuales a la vieja usanza, esto es, voces prestigiosas y críticas con el poder que actúen como conciencia moral y portavoces de una colectividad supuestamente indignada.

En nuestro contexto histórico-cultural, el concepto de intelectual con ese significado tiene una datación precisa: el affaire Dreyfus, que conmovió a Francia y, por extensión, al occidente europeo entre finales del siglo XIX y los primeros años del siglo XX. El escritor Émile Zola quedaría para la posteridad como el paradigma de intelectual comprometido —entiéndase la redundancia— y su célebre J’accuse!, de enero de 1898 en L’Aurore, constituiría el símbolo supremo de la verdad y la justicia, abriéndose paso frente a la corrupción y los intereses establecidos de la casta gobernante.

"La razón principal por la que cito ahora a Ortega es para subrayar la fuerza que tenían sus artículos o sus intervenciones públicas, capaces de derribar gobiernos o rectificar el rumbo político del país"

Coincidían todos esos sucesos en el país vecino con los momentos críticos que vivía nuestro país, en guerra primero, desde 1895, con los insurgentes cubanos y luego con la emergente potencia norteamericana. 1898, el año aciago, serviría para identificar también la primera gran generación de intelectuales contemporáneos, con la solemne figura de Miguel de Unamuno como representante de una intelectualidad hispana que construiría buena parte de su razón de ser y su prestigio en la crítica a los abusos del poder y la defensa a ultranza de la libertad.

Ortega y Gasset recogería pronto el testigo y se convertiría en el intelectual más influyente de la España anterior a la guerra civil. Pero la razón principal por la que cito ahora a Ortega es para subrayar la fuerza que tenían sus artículos o sus intervenciones públicas, capaces de derribar gobiernos o rectificar el rumbo político del país. Recuérdese su conferencia “Vieja y nueva política” en el Teatro de la Comedia (1914), su famosa sentencia, «Delenda est Monarchia», de «El error Berenguer» (1930), o su «Rectificación de la República» (1931), ambos artículos en El Sol, de Madrid.

"Las nociones clásicas de verdad, bien, valor y belleza pueden arrumbarse como antiguallas, sustituidas por la avidez consumista y la inmediatez compulsiva"

En nuestros días, el problema —si así puede considerárselo— no es que hayan desaparecido de facto los intelectuales en el sentido antedicho. Eso, podríamos decir con un cierto cinismo, lo tenemos ya asumido. Lo que parece que no nos va a quedar más remedio que asumir a renglón seguido es la desaparición de la cultura tal como la hemos concebido hasta ahora. Cuando digo cultura no quiero decir de modo implícito alta cultura (sería una ingenuidad) sino cultura a secas, transmutada en mero entretenimiento, pura diversión, instrumento de usar y tirar: un objeto de consumo en su sentido más banal, que no solo no nos enriquece desde ningún punto de vista sino que no deja huella alguna.

Convertida en evasión y artefacto escapista, la cultura cada vez importa menos. Las nociones clásicas de verdad, bien, valor y belleza pueden arrumbarse como antiguallas, sustituidas por la avidez consumista y la inmediatez compulsiva. Es inútil lamentarse, porque aquí y ahora no se atisba marcha atrás en ese proceso. Más bien lo contrario, se bosqueja un proceso acelerado de degradación intelectual que las nuevas tecnologías —en especial la IA— amenazan con acelerar, por lo menos en el corto plazo.

Pero no miremos al futuro —y menos con tintes que puedan sonar a apocalípticos, aunque no lo sean o traten de no serlo—. Miremos al pasado, para tomar conciencia de la situación actual y contrastarla con un pasado no tan lejano. Para saber adónde vamos conviene saber bien de dónde venimos. Pensaba todo esto mientras leía el último ensayo de Ramón González Férriz, La otra Guerra Fría (Alianza). Su subtítulo es mucho más explícito: Cómo el capitalismo y el comunismo convirtieron la cultura en un campo de batalla.

"Capitalismo y comunismo, sí, para abreviar. Pero capitalismo y comunismo eran dos concepciones del mundo que se sustentaban en un entramado de ideas, valores y objetivos. Dos culturas, en suma"

Sí, no hace mucho tiempo, casi podríamos decir —en términos históricos— a la vuelta de la esquina, la cultura importaba… ¡y mucho! Tanto que, junto a la Guerra Fría convencional, la que se diseñaba en los gabinetes políticos, la que se ejecutaba en las instancias militares, se dirimía una feroz contienda entre los dos bloques en el terreno cultural. Esto puede sonar a música celestial (¡nunca mejor dicho!) a los oídos actuales pero, lejos de ser una entelequia, era una realidad que vertebraba el mundo no hace tanto, seis o siete décadas atrás.

Después de la hecatombe que supuso la II Guerra Mundial, surgió un nuevo conflicto geopolítico de profundas raíces y expresiones complejas, lo que dio en llamarse el mundo bipolar. La Guerra Fría fue muchas cosas a la vez pero, como insiste González Férriz, ya desde la primera página, fue, en mayor grado que otros conflictos globales, «un choque de ideas», un conflicto entre dos «visiones contrapuestas del ser humano y el bien común». Capitalismo y comunismo, sí, para abreviar. Pero capitalismo y comunismo eran dos concepciones del mundo que se sustentaban en un entramado de ideas, valores y objetivos. Dos culturas, en suma.

"Se procuraba promover una cultura sustentada en los propios valores tanto como silenciar u ocultar la del adversario, la que mantenía una cosmovisión contrapuesta"

Cuando las ideas importan, la cultura se robustece. Más aún en la controversia: «el campo de batalla natural de las ideas (es) la cultura». La creación artística y literaria, pero también la dinámica científica, era reconocida como la fuerza motriz de la sociedad. Algo, enfatiza Férriz, que es «hoy casi inimaginable», por lo menos en los mismos términos de entonces. Por ejemplo, la publicación de una novela como El doctor Zhivago, de Borís Pasternak, provocó un terremoto político impensable en la actualidad. El jazz no era solo música sino un escaparate de libertad. Los Beatles podían transformar más el modo de vida que el marxismo-leninismo.

Los gobiernos de entonces, de uno y otro lado, utilizaban a diestro y siniestro las tijeras de la censura, siempre a partir del convencimiento de que estilos artísticos (como expresionismo abstracto versus realismo socialista), novelas, películas, tipos de música y hasta la forma de vestir eran importantes y podían desencadenar grandes cambios en la sociedad. Cambios que el poder se veía impotente para controlar. Propaganda y persecución constituían así las dos caras de una misma moneda: se procuraba promover una cultura sustentada en los propios valores tanto como silenciar u ocultar la del adversario, la que mantenía una cosmovisión contrapuesta.

"El propio concepto de cultura se ha degradado, convertida en casi cualquier cosa, un objeto de usar y tirar, casi como un chicle que se masca durante unos minutos, mientras se está pensando en otra cosa"

Suele decirse que la Guerra Fría tuvo un rotundo vencedor (Estados Unidos) y un no menos claro derrotado (la URSS). Es una esquematización que, sin dejar de ser cierta, debe quedar sujeta a múltiples matizaciones. En efecto, Occidente —su visión del mundo, su cultura— se impuso de modo contundente y hasta avasallador al rígido y acartonado estilo soviético. Moscú se rindió al McDonald’s, pero el triunfo del capitalismo generó muchas reservas, cuando no acerbas críticas y rechazos, en el ámbito intelectual y la cultura en su conjunto. El mundo entero abrazó el American way of life, desde vestir vaqueros a escuchar rock, pasando por el consumo de blockbusters y Coca-Cola. Pero desde mayo del 68 los modelos culturales de la juventud han sido iconos anticapitalistas e incluso líderes revolucionarios en la órbita marxista, desde el Che al ¡mismísimo Mao!

Uno de los capítulos del libro se titula «¿Se puede ser un intelectual sin ser revolucionario?» La pregunta, con sus ribetes retóricos, no puede ser más oportuna para el asunto aquí tratado. Hasta hace pocos años, la respuesta hubiera sido un no rotundo. Ahora, ¿qué más da?, ya no importa. Los mismos términos —intelectual, revolucionario— parecen obsoletos. El propio concepto de cultura se ha degradado, convertida en casi cualquier cosa, un objeto de usar y tirar, casi como un chicle que se masca durante unos minutos, mientras se está pensando en otra cosa. No es un lamento, sino un retrato: esto es lo que hay.

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Autor: Ramón González Férriz. Título: La otra Guerra Fría. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros.

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