El polifacético Antonio Rivero Taravillo, poeta, narrador y ensayista, tiene una colmada trayectoria como biógrafo. En su haber figura una doble exposición sobre Luis Cernuda que abarca la trayectoria del sevillano en España y en el exilio y un recorrido sobre “un poeta único”, Juan Eduardo Cirlot. Su empeño último, por desgracia, en este dominio ha sido la voluminosa biografía Álvaro Cunqueiro: Sueño y leyenda, aparecida pocas fechas después de su prematuro fallecimiento.
Taravillo cultiva un detallismo informativo absoluto. Maneja una pluralidad de fuentes informativas que abarcan un esforzado trabajo hemerográfico, consultas documentales varias, estudios precedentes y hasta entrevistas con familiares y otras gentes que conocieron o trataron a Cunqueiro. También ha recorrido con atención los escenarios vitales del escritor, esa geografía gallega tan influyente en su obra, sobre todo el Mondoñedo natal, residencia además de buena parte de su existencia. El resultado es una biografía día a día del personaje desde su nacimiento en 1911 y hasta su muerte en 1981.
Admirador sin duda Taravillo de Cunqueiro, no le lleva la fascinación al peligroso y habitual terreno entre biógrafos de la hagiografía. Si acaso, una mirada afectuosa, algo complaciente y nada severa sobre el personaje le induce a algún tipo de empatía con quien tuvo una vida nada ejemplar; alguien que fue un pícaro, un estafador, un falsificador de su propia vida. Lo resume el biógrafo. Aunque lo dijo, no luchó en la Guerra Civil, ni mucho menos fue alférez provisional (había quedado exento del servicio militar por estrecho de pecho). Tampoco fue catedrático, como sostuvo, porque no llegó a acabar la carrera de Filosofía. Incluso estuvo en prisión un par de veces.
Esa mirada de simpatía no le impide a Taravillo dar cuenta de los muchos claroscuros, u oscuros totales, de Cunqueiro. Ello desde la misma juventud del protagonista, en la que señala sus mudanzas ideológicas, las de un simpatizante del nacionalismo en un principio hasta posturas antagónicas en línea con los sublevados de 1936. También testimonia los embustes que se gastó en los tiempos de la guerra civil para ser aceptado por el franquismo, incluso para ser tolerado o promovido como uno de los suyos cuando no había hecho nada destacable ni acumulado méritos notables. No podía aducir a su favor las heridas en combate, una de sus muchas falsedades. Rivero es rotundo al describir a su personaje en la alta posguerra: “Está en el cogollo de los escritores y personalidades del Régimen y este le ha otorgado esa consideración por la calidad de su pluma y la lealtad demostrada”. En ésta entraban ruborizantes panegíricos del Caudillo o de Primo de Rivera. También es rotundo al perfilar su ideología temprana: era “de raíz más reaccionaria que conservadora”.
Sablazo va y estafa viene, Cunqueiro dedicó sin descanso su tiempo a las letras, no solo a la escritura. Es impresionante la cantidad de periódicos, locales, regionales y nacionales, y revistas en los que fue desparramando su pluma, según la revisión extensísima que hace Taravillo de los papeles en que firmó. Miles de colaboraciones. Más adelante, en 1965, llegó incluso a ostentar la dirección de un veterano diario gallego, Faro de Vigo, del que ya era sobreabundante columnista.
Esta labor de articulista es, según se desprende de la crónica minuciosa del biógrafo, una parte pequeña de una actividad asombrosa en territorios cercanos a las letras, pero específicos. Incesantes conferencias, charlas, jurado de premios, presentaciones o prólogos. Todo de escasa enjundia y pro pane lucrando. En buena medida encarna Cunqueiro una figura abundante en el franquismo, la de los muchos vividores que sacaban lucrativos beneficios de una actividad enfeudada en la parafernalia de la cultura oficial; recuerda a aquel presuntamente intelectual famoso en el medio siglo llamado Federico García Sanchiz, el conferenciante del Régimen por excelencia que a sí mismo se presentaba como “charlista”.
Era una vida cultural de medio pelo, de rentables y ridículos juegos florales en la que se recompensaba la vida menesterosa de los escritores por ejemplo con periódicas y continuadas excursiones colectivas por casi toda España en las que se embarcaban jóvenes y veteranos y que financiaban con generosidad los municipios visitados. Los triunfadores veían todo ello con desdén y de ahí saldría la definición de Cunqueiro por parte de Cela, alguien que también tenía mucho que callar. Cela incluía a su coterráneo entre los “escritorzuelos de tercer orden dedicados a la fabricación en serie de libros para la sociedad de consumo”. Eso decía sin silenciar el nombre menospreciado: “Me refiero a Álvaro Cunqueiro, narrador a escala diocesana que solo pudo tener una mínima prevalencia apoyado en su tiempo por la Secretaría General del Movimiento”.
Este Cunqueiro pícaro y vividor, tragón experto en gastronomía, arte sobre el que escribió muy sabrosas páginas, tenía personales fascinaciones, por su tierra, por la literatura, por la historia antigua, por la Edad Media, por los mitos y leyendas. Acerca de todo ello versaron muchas de sus intervenciones públicas según el repertorio asombroso recopilado por Taravillo, y en las que suponemos que reciclaba en un sitio lo dicho en otro, pues el biógrafo no da información al respecto. Sobre todo las leyendas de la antigüedad o de su tierra, a las que era capaz de manipular con una imaginación libre de cualquier traba.
Había ido haciendo narraciones en esta línea y publicado en ella libros cuyos títulos son una segura orientación de su decantación literaria como Las mocedades de Ulises o Flores del año mil y pico de ave, recopilación este último de viejos textos, de la guerra y primera posguerra, donde se ofrece todo un programa estético con mitos celtas, leyendas áureas, aventuras viajeras o invenciones medievalistas. Este muestrario lo acogió, por cierto, una efímera editorial, Táber, regentada por el inventivo escritor catalán Joan Perucho, alguien que compartía los mismos gustos que el gallego.
La obra narrativa de Cunqueiro está condicionada por el ambiente literario de la posguerra, dado al realismo, el testimonio y la denuncia, y solo cuando estos principios empezaron a resquebrajarse, avanzados los años sesenta, tuvo su oportunidad el escritor de Mondoñedo. Le llegó con el Premio Nadal del 68, que consiguió para Un hombre que se parecía a Orestes. En esa línea de fantaseamiento y culteranismo publicó ya a finales de la dictadura Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca, una obra que lleva a su extremo el desentendimiento de la realidad prosaica con el juego libre de la fantasía, con aventuras imposibles, repleta de sueños y barnizada de humor.
Por ese camino siguió Cunqueiro ahora con un alto reconocimiento público, casi lindante con la fama. No era este Cunqueiro de hogaño distinto al de ayer y al de siempre, fiel a sus querencias. Cunqueiro no había cambiado, la que había cambiado era España. Ahora había dejado de tener sentido el gran reproche que suscitaban sus fantasías, hacer literatura evasiva. Ya la imaginación había tomado carta de naturaleza y la industria editorial buscaba los filones comerciales que le proporcionó el boom y el realismo mágico de Macondo.
También aquel periodo de éxito y reconocimientos se fue terminando y hoy el gran fantaseador gallego padece un generalizado olvido. Injusto porque pocos de nuestros escritores han rendido un tributo más completo a la mezcla feliz de la pura invención, el humor y la cultura desmitificada. El abrumador trabajo biográfico de Antonio Rivero es un buen motivo para llamar la atención sobre Álvaro Cunqueiro, oportuno, además, en unos momentos en que nuestra narrativa, otra vez muy inclinada al testimonio social, suele ignorar la dimensión fabuladora de la novela.
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Autor: Antonio Rivero Taravillo. Título: Álvaro Cunqueiro: Sueño y leyenda. Editorial: Renacimiento. Venta: Todos tus libros.


Hace falta que se reediten sus novelas. Alvaro Cunqueiro es el descubridor del realismo mágico, no de Macondo sino de Galicia y del medioevo