Carmen Martín Gaite, que habría cumplido cien años este 8 de diciembre, fue una escritora poliédrica. Para conmemorar la efeméride, se hace aquí un retrato, con humor y lirismo, destacando el yo íntimo como rasgo central de su escritura y su capacidad para construirse literariamente desde la experiencia de mujer.
***
En la adolescencia noventera de los diecilargos, la cosa de la literatura fue, para mí, un carrusel destartalado de educación sentimental. Un verano me dio, no por Manolito Gafotas, que era la cabra del momento, sino por La vieja sirena, de José Luis Sampedro, que encontré en la mesita de noche de mi madre. La gente me miraba bugueada, de tanto tiempo que pasaba leyendo en una sillita baja de la playa, como si se me hubiera pegado la vejez estirada y quijotesca de su autor, o un diagnóstico precoz de impotencia. Pero La vieja sirena resultó ser un novelón fascinante de aventuras subiditas de tono, a tope de helenismo homomusculado, y ¡vaya cringe, bro!, porque, sin camiseta y con el bañador mojado, cualquier despiste se notaba.
De Martín Gaite se sabe mucho, gracias a una biografía reciente de José Teruel, y porque ella tuvo el fervor, desde muy joven, de contarse diariamente su propia vida: “llenar papel mientras se espera”, en una escritura perpetua y revoltija de libretas. Ella misma se dio cuenta un día, “alucinada de los kilos de caligrafía”, y de ahí surgieron, póstumamente, sus Cuadernos de todo.
Este torrente de tinta está entre la experiencia femenina, que siempre ha molestado a los señoros —con sus remilgos de reglas y calostros—, y la represión durante siglos de la escritura de mujeres en los conventos. Martín Gaite, en cambio, supo escaparse de retales y bieses, compitiendo en los espacios de dominio masculino: “toda creación consiste en saber coser los elementos entre sí, da igual que sean historias o pedazos de tela”. La escritura como collage, o Retahílas (1974). Así llegó Martín Gaite a traducir libros del francés, del italiano, del portugués y del inglés, y hasta hizo guiones de televisión, incluyendo una serie, precisamente, de Teresa de Jesús, con Concha Velasco de monja yeyé.
Es posible, también, que la cosa escritural de Martín Gaite fuera heredada, considerando que su padre era notario y tenía que dar fe de todo. El caso es que, con profesión y sueldo liberales, Carmiña fue una niña bien y progre del centro de Salamanca. Unamuno se paseaba por su casa de infancia, “con un traje azul marino y sin corbata”. Y aunque en la Guerra Civil le fusilaron a un tío rojazo, el padre de Carmiña pudo seguir ejerciendo, dándole a su hija una carrera de letras, entre lapesas, alvares y aldecoas, nada menos, y dos cursos de verano, ¡fuera de la autarquía franquista!, de Cannes a Coímbra.
Entre tanto ajetreo, Carmiña conoció a un tal Rafael Sánchez Ferlosio, que era otro niño bien y, aunque hijo de un ministro de Franco, jugó la carta freudiana de tocarle al régimen las narices. Así que Carmiña, con “una mitad de meditativa-mística y la otra de titiritera-gitana”, tuvo que resultarle a Rafael un ejemplar exquisito de chica rara. Y hubo shippeo.
Se casaron, y el padre le regaló a Carmiña un ático en la calle del Doctor Esquerdo, puro centro de Madrid, como una maja de Goya a las espaldas del Retiro. Pero Ferlosio, en un prurito de caviar ideológico, mandó quitar el parqué y los radiadores, porque le parecían bagatelas de burgués, y ¡el proletariado en invierno debe pasar frío! Luego, cuando iban juntos de tertulias literarias —con Juan Benet, Luis Martín-Santos y demás ralea—, Martín Gaite era, literal, la Madame Ferlosio. ¡Hay que joderse!
Para Carmiña, entonces, aquello eran excentricidades de genios, pero empezó a comprender su situación cuando Ferlosio, después de ganar el premio Nadal, dejó de escribir novelas y se puso con las anfetaminas: dormir de día, leer de noche, y que ella le dejara en paz, con la comida preparada en la puerta de su estudio/submarino. Por eso, en una carta, Miguel Delibes dijo que “Carmen es como una viuda que tuviera el muerto en casa”, viendo, quizá, en Rafael un barrunto de sus Cinco horas con Mario. En la realidad, sin embargo, Ferlosio tiró de topizaco, y dejó a Carmiña por una estudiante joven.
Carmiña, al principio, vio en Ferlosio un apoyo para su literatura, pero él la desanimaba. Mandó el manuscrito de Entre visillos al premio Nadal (1957) sin decirle nada a él y con seudónimo. Cuando ganó, el jurado no sabía que era la mujer de Ferlosio, pero la prensa pronto se inventó la guasita del matrimonio Nadal, juntándola a ella con su marido, o el bocadillo de cura, dado que en tres años ganaron, consecutivamente, Ferlosio, un cura y Martín Gaite. Y a Juan Marsé, que se quedó ese año sin Nadal, le dio un parraque, porque desde Carmen Laforet casi siempre ganaban las mujeres, ¡hombre ya! Por suerte, esto convirtió a Carmiña en una precursora del posmodernismo intelectual y la posmodernidad míster wónderful.
Entre visillos fue una explosión de intimidad cuqui, como un caleidoscopio de emociones mujercitas y mucho amorch. En Usos amorosos del dieciocho en España (1973), que fue su tesis doctoral, Carmiña hizo algo parecido, pero sin la ortodoxia académica, sino concibiendo el ensayo como escritura del yo y del chichisbeo, o sea, la coquetería y el cortejo, que es una manera menos machirula de escribir sobre intrahistoria. Mejoró la fórmula en Usos amorosos de la posguerra española (1981), siendo la primera mujer en ganar el premio Anagrama de Ensayo y convirtiendo este género en un best seller, a la par que era columnista estrella del Diario 16 y de El País.
A Carmiña le molestaban las novelas sesudas de “papeles atados” y boom experimental, en plan rayuelas. Pero ella también supo pintar de rayadas su escritura personal, como El cuarto de atrás (1978), que no se sabe si es novela, si es meta, si es memoria o si es un sueño y, ni siquiera, de qué va. De ahí, ese año, el Premio Nacional de Literatura y, por supuesto, la fiebre martingaitana que se desató en Estados Unidos, con ese título de habitación propia en la casa de Virginia y antesala magistral de vila-matas, áusteres y trilogías de Nueva York.
Claro que, si de yankis se trata, Caperucita en Manhattan (1990). Carmiña tuvo la habilidad de adaptarse a las modas del inglés, con comisario O’Connor incluido, y aprovecharse del hola de una editorial siruela y cayetana, que recién había fundado un hijo de la duquesa de Alba. Carmiña introdujo, así, en España la literatura infantil que apela a lectores adultos, porque, en un mundo televisado y carcomido por el estrés, no hay ganas de complejidades: “una isla en forma de jamón con un pastel de espinacas en el centro”.
Con estas hechuras de potaxie medio morada y muy sentimental, Martín Gaite hizo su “póquer de ases de los noventa”: cuatro novelas, que fueron un raro vivir fuera de casa, entre nieves y nubosidades. Pura edad de merecer, con el Premio Príncipe de Asturias (1988) y el Premio Nacional de las Letras (1994), y porque le gustaba ir escondiendo orejas, luciendo piernas y cerrando heridas. ¡A la mierda Ferlosio! Entre conferencias y gorritos variados, echó sus buenos ratos con algún mozo de buen ver. ¡Y la queso!
Tuvo, eso sí, la espinita clavada de sus dos hijos. Poco después de nacer, se le murió el primero, de meningitis. La segunda disfrutó la vida hasta el final de la veintena, pero fue una niña consentida de padres divorciados y movidas de caballo, por lo que fue fagocitada en la tragedia ochentera del sida, dejando huérfila a Carmiña. Devastada, pudo reponerse con infusiones de vitalidad coquette: “Entre mi mesa y yo no tiene por qué instalarse el infierno”. Por desgracia, al final, el tiempo la pilló desprevenida, a los 75 años, con un cáncer de hígado y metástasis pulmonar, en el pueblo madrileño de El Boalo.


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: