Manual de supervivencia para amistades desprevenidas
Los escritores, en general, somos gente peligrosa. No porque llevemos cuchillos ocultos ni porque tengamos inclinaciones violentas —aunque alguno habrá—, sino porque observamos demasiado. Observamos y recordamos. Y cuando una persona se dedica a mirar el mundo con lupa mientras los demás apenas lo hojean, inevitablemente despierta sospechas en su entorno. Los amigos se inquietan. La familia se resiente. Los conocidos se ponen tensos. Y los que leen poco… esos directamente tiemblan.
—Sí, sí… pero ¿trabajar, trabajas?
I. Doctorado, maternidad y la mala leche ajena
Cuando decidí meterme en un doctorado en plena vorágine de embarazos y crianza múltiple, comprobé algo fascinante: la mala leche femenina existe y es radiactiva. Mis amigas —todas mujeres, dato sociológicamente interesante— me preguntaban por qué demonios quería ser doctora ahora, con ese “ahora” tan castrante que suena a advertencia franquista.
“¿Para qué quieres ser doctora en Letras ahora?”
Ese ahora todavía me da urticaria.
Ni el director de tesis confiaba en mí —y podría contar de él más de una cosa jugosa o indemnizable—, pero me dio igual. Confié en mi potencial. Donde otros tardan seis o nueve años, yo tardé tres, y además me presenté a la defensa con varios bebés y varios libros publicados, un acto de equilibrismo digno de circo romano.
Pero, por supuesto, los libros de ensayo literario escritos después, esos que “nadie entiende”, cayeron en el más absoluto silencio. El mundo universitario, dominado por acomplejados y machistas paternalistas, me ignoró con elegancia medieval.
—Escribe cosas raras —susurraban.
—Cosas que no entiende nadie —añadían.
Como si el colmo de la literatura fuera escribir instrucciones de lavadoras.
A mí me da igual. La marginación intelectual me ha sentado siempre de maravilla para reafirmarme. Estoy convencida de que buena parte de la fauna académica existe solo para que uno descubra que preferiría ser el héroe de sí mismo antes que mendigar validaciones ajenas.
II. Cuando el escritor empieza a molestar
Llega un día en que al escritor se le ocurre la temeridad de escribir algo más visible: artículos, cuentos, poemas, novelas.
Y ahí empieza el calvario.
Para los amigos, tener un amigo escritor es un engorro existencial. Se sienten presionados. Creen que deben leernos. Imaginan que, si no lo hacen, seremos capaces de desenfundar un bolígrafo y escribir una venganza literaria con su nombre y apellidos.
Entonces ocurre esta escena típica:
—¿Y ahora en qué andas?
—Pues lo de siempre… escribo. Publico textos por aquí y por allá (subconsciente del escritor: ¡y tú no lees ni uno, traidor!). Ahora estoy con una novela… ultimando un libro de cuentos…
El amigo, que no ha leído NADA, sonríe con cara de estreñido cultural. Y tú, que habías tenido la insensatez de regalarle tu libro “para que te conozca”, descubres que no lo ha abierto. Que no lee. Que solo se da pisto con sus lecturitas ociosas. Que en realidad es un farsante. Y como te atrevas a preguntar:
—Por cierto… ¿te gustó mi último libro?
Se paraliza. Blanquea. Tartamudea. Líquido. Sudor.
Error fatal.
Esa pregunta no se hace. Jamás. Ni al enemigo.
III. Los intimidatísimos: los que creen que acabarán en un cuento
Después están los que te temen. Sí, te temen. Piensan que los vas a convertir en personaje. Y no les falta razón.
Porque un escritor observa y archiva. Un gesto, un comentario absurdo, una actitud ridícula… y zas: página. No es personal. Es la vida. Como decía Galdós, “la novela es imagen de la vida”. Pero algunos viven en estado de alerta.
Te convertiste en persona peligrosa. ¿Por qué? Porque no te controlan.
IV. Los que no encajan tu obra con tu cara
Hay gente que lee algo tuyo y de repente no sabe qué hacer contigo. Les parecías pacífica y tu cuento clama revolución. Te veían mística y tu libro es una celebración del hedonismo. O te imaginaban santa y les apareces pagana.
El desconcierto es magnífico. Leer no siempre mejora a la gente, pero la descoloca, y eso es un placer que recomiendo.
V. Francia, los calcetines y la gloriosa confusión
En Francia me han parado varias veces por la calle —cosa inaudita en España— para felicitarme por un artículo mío sobre calcetines.
Sí, calcetines.
El texto más rápido, más simple y cotidiano que he escrito. Eso les encantó: la escritora española que habla de la vida interior de los calcetines. Très chic.
Un día, en una cena, me presentaron así:
—Es una estupenda escritora española… Escribe mucho sobre calcetines.
Maravilloso. Mi gran legado europeo será la metafísica del calcetín desparejado.
Luego vienen preguntas delirantes:
—¿Has sido espía comunista?
—¿Has tenido una aventura con aquel músico?
No. Y aunque la hubiera tenido, no lo sabrías ¡merluzo! En fin, la gente se despeina con facilidad ante lo que no cabe en sus cajoncitos mentales.
VI. El placer secreto del escritor
Lo que más desconcierta a los demás es que un escritor no se deja descifrar. Se vuelve inasible, multiplicado, contradictorio. La persona que eres nunca coincide exactamente con la persona que creen que eres, ni con la que leen en tus libros.
Y ese es nuestro tesoro: un mundo privado, portátil, silencioso, incontrolable. Un territorio donde nadie entra y desde el cual podemos navegar en paz por encima de las expectativas ajenas.
Que si te mueres de hambre, bueno… ya se verá. No sería la primera vez que la literatura y la inanición hacen buenas migas.
Epílogo sin moraleja (o con una muy simple):
Tener un amigo escritor es difícil.
Serlo, todavía más.
Pero en ese caos maravilloso hay algo invencible: el gozo de escribir lo que nos dé la gana, aunque nadie lo lea, aunque nadie lo entienda, aunque la gente huya cuando preguntamos si les gustó nuestro libro.
Porque escribir, al final, es esto: una forma exquisita de libertad… y un arma cargada de observaciones que podrían usarse en cualquier momento.
Por eso nos temen.
Por eso nos apartan.
Por eso seguimos.


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