No era el alumno más despierto ni el más estudioso, pero era un tipo elegante. Llegaba tarde con frecuencia y se sentaba siempre en la última fila. Pertenecía a esa categoría de estudiantes cuyo desempeño inicial no resulta prometedor y de los que uno acaba por no esperar absolutamente nada. Era tan solo un nombre entre muchos otros en la lista y, peor aún, un maldito examen más que corregir.
—Yo nunca uso cinturón.
Acto seguido, me abrí la americana y les enseñé una nueva palabra:
—Yo uso tirantes.
Una semana después, cuando entró en clase, tarde como de costumbre, observé una pequeña variación en su indumentaria: se había puesto tirantes. No eran de botones como los míos, sino con cierre de clip, pero eran tirantes al fin y al cabo.
No le di mayor importancia hasta que, con el avance del otoño, mis propios tirantes quedaron ocultos por el uso del chaleco, una prenda por la que siento devoción. Algunos de mis chalecos forman parte de un traje de tres piezas, pero me gustan más aquellos que crean un contraste con la americana y con el pantalón. Tengo preferencia por los cruzados, que dan un mayor empaque, aunque son también los que más me hacen sufrir, porque me obligan a tornear la cintura en el gimnasio para lucirlos con garbo. En cuanto al diseño, suelo decantarme por los estampados floreados y por el Príncipe de Gales. La mayoría de ellos están confeccionados con tejidos de renombrados telares ingleses e italianos, como E. Thomas, Marling & Evans o Vitale Barberis. No obstante, mi chaleco más preciado, y que obnubila a quien lo ve, es uno que me hice con una humilde tela para cojines, que me trajo mi hermana de Bilbao, con los personajes de Juego de tronos.
Al poco de empezar mi temporada de chalecos, alguien tocó a la puerta en mitad de una explicación y tuve que interrumpirla para dejarlo entrar. Antes de abrir, ya sabía que sería él (¡tarde, siempre tarde!). Lo que no me esperaba era que viniese ataviado con un chaleco. No era semejante a los míos, sino un sencillo modelo de punto en azul marino, pero era un chaleco al fin y al cabo.
Me asaltó entonces una duda: ¿me estaba imitando? No logré responderme hasta el día en que se presentó con la prenda más característica de mi guardarropa: unos pantalones blancos.
Me gustan tanto los pantalones de este color que los voy acopiando para cubrir el mayor abanico de opciones. Los tengo de pana, de lino, de lana, de algodón seersucker, lisos, de espiga, en blanco puro, en blanco roto, en blanco hueso, con cierre gurkha, con cierre lateral de botones, con vuelta, sin vuelta, con una pinza, con dos pinzas… En total, son doce pantalones blancos los que poseo. Pocos me parecen. Si sabes cuántos pantalones blancos tienes, no son los suficientes.
El motivo por el que acumulo tantos pantalones blancos es doble. Por un lado, van bien con lo que les pongas (al contrario de lo que mucha gente cree, es el blanco, y no el negro, el que combina con todo). Por el otro, el pantalón blanco añade a tu atuendo la emoción del peligro, porque cualquier mínima mancha lo arruinará sin remedio. Esta es la prenda de los que hemos venido a jugar, de los que abanderamos una elegancia que camina por el alambre como el equilibrista genuino: sin protección de la red. Vestir pantalón blanco es practicar un dandismo de riesgo.
Se disipó, pues, mi duda la mañana en que lo vi entrar también de blanco. En su caso no eran más que unos simples vaqueros, pero eran unos pantalones blancos al fin y al cabo. Aquello fue la confirmación de que me estaba emulando, y desde entonces lo observé con mayor curiosidad.
Un día me fijé en la camisa blanca que llevaba. Me llamó la atención lo bien que se ajustaba a su cuerpo, con el contorno de cuello, el ancho de hombros y el largo de mangas en su justa medida. Dada su baja estatura, no le habría resultado fácil encontrar una camisa con ese corte tan idóneo. Pasé con disimulo varias veces por su lado, analizándola al detalle y sorprendiéndome cada vez más de lo bien que le quedaba, hasta que no me pude aguantar y le solté:
—¿Dónde te has comprado esa camisa?
Por el tono de mi voz, debió de pensar que se trataba de una crítica en vez de un elogio y, un tanto avergonzado, me contestó:
—En H&M.
Esta respuesta me provocó una mayor admiración. Siempre se pone como ejemplo de elegancia a los miembros de la familia real británica. ¡No te jode! Dame a mí el presupuesto que manejan y pon a todos los sastres de Savile Row a mi servicio, y ya verás los trajes que te llevo. Que un rey o un príncipe sean elegantes no es un mérito, sino una obligación. El mérito está en alcanzar la distinción con un capital escaso. Aquella camisa era la demostración de su entendimiento en materia indumentaria. Todavía tenía años por delante para acabar de afinar el gusto, pero poseía lo más importante para llegar a buen puerto: el talento.
Finalmente, acabó el semestre y me olvidé de él hasta que, al principio del curso siguiente, me lo encontré en los pasillos de la facultad.
—Echo mucho de menos sus clases —me dijo, y por el tono supe que lo decía de verdad.
Le hice las clásicas preguntas a las que recurrimos los profesores en estas situaciones para llenar un par de minutos de conversación: qué tal habían sido las vacaciones, cuánto le quedaba para acabar la carrera y qué planes tenía para después. En todo momento me habló en portugués. No había aprendido mucho español.
Me despedí de él y me encaminé a mi clase, pero a los pocos pasos me detuve para llamarlo.
—¡Bernardo!
Se giró y me miró con extrañeza.
—¿Puedes pasarte mañana por mi despacho? A las tres y media.
No me preguntó para qué era. Tan solo asintió y cada uno continuó su camino.
Al día siguiente llegó puntual por primera vez, y le expliqué sin rodeos para qué lo había convocado.
—Tengo algo para ti.
Le mostré una bolsa y extraje de ella una corbata de cuadros, confeccionada en seda y lana, de la firma inglesa Drake’s.
—¿Sabes hacerte el nudo?
Estaba dispuesto a mostrarle cómo se hacía si me decía que no. Pero, con un destello de orgullo en la mirada, me dijo que sí.
Quise restarle solemnidad al regalo y le empecé a explicar, con tono desenfadado, que me parecía que esa corbata era bastante adecuada para alguien de su edad, ya que podría lucirla sin elevar en exceso la formalidad. Él, sin embargo, no parecía escucharme porque se había quedado absorto en la corbata y la acariciaba con delicadeza. Nunca, en toda su vida, había tocado un tejido igual. Después metió la corbata en la bolsa y continuó en silencio mientras lo acompañaba a la salida. Antes de marcharse, me tendió la mano y tan solo me dijo dos palabras:
—Gracias, profesor.
Desde el vano de la puerta, lo vi alejarse y me quedé pensando en lo extraña que resulta esta profesión y en que, por mucho que te empeñes en enseñar algo, nunca sabes qué demonios aprende la gente de ti.


Extraña profesión la suya y muy bonita, por cierto. Hay que enseñar, sea lo que sea. La verdad que dicho así se puede interpretar de muchas formas; me refiero al tema educativo, claro; el otro sentido es en el que se ha convertido la música moderna. Pero todo tiene relación. Cubrir el cuerpo de la forma más elegante posible, no descubrir el cuerpo de la forma más cutre posible. No.
No soy como usted experto en el dandismo pero sí que tengo mis reglas. Ya le he comentado en otra ocasión que realmente lo elegante de verdad, sin cinturón ni tirantes, son las túnicas. Los jeques árabes están elegantísimos. Se debería implantar como forma de vestir. Sin cinturón, sin tirantes.
Y, refiriéndome a reglas, hay algunas básicas, como la de adecuar tu vestimenta al lugar al que te diriges o frecuentas. Hoy, esto es un auténtico desastre. Hay lugares que requieren una cierta dignidad en el vestir, una seriedad, una elegancia. Todos hemos visto como se acude al Parlamento con pantalones vaqueros y con camisa de leñador y zapatillas. O con la camisa por fuera del pantalón. ¡Qué desastre! Ya no hablemos de las féminas, algunas de ellas, que acuden al Parlamento vestidas o desvestidas como a una gala Holliwoodiense.
Y salir de las llegadas de un aeropuerto con chanclas y pantalón de baño. ¡Qué horror! De esta misma guisa he visto gente ir a trabajar. Y los profesores, se entiende que son adultos, acudiendo a clase vestidos de adolescentes. ¡El que se quiere hacer el colegueta de turno!
Efectivamente, sr. Varela, el vestir bien es también un aprendizaje y la presencia del profesor es una forma de enseñar.
Saludos.
❤️