En la tradición judeocristiana, Dios crea el mundo no mediante una acción física, sino mediante la palabra. “Y dijo Dios: Hágase la luz. Y la luz se hizo” (Génesis 1:3). Aquí la palabra no describe un estado del mundo, sino que lo trae a la existencia. Este es el acto performativo absoluto: el lenguaje como fuente ontológica de la realidad.
Remontándonos de nuevo al origen, al lenguaje performativo y su poder para hacer milagros, tenemos que recordar que, aunque hayamos perdido la acción, queda la intención, el fuego. Es decir, no hemos perdido el milagro en sí, sino el trato consciente con una realidad sagrada. Antes, el milagro era resultado de un proceso concreto y reproducible. Pero con la pérdida del ritual deja de ser un evento controlable y se convierte en un suceso impredecible. Se vuelve un “regalo”, algo que se recibe sin poder generarlo a voluntad. Sabemos que es posible, pero no sabemos cómo hacerlo. Nuestra relación con lo sagrado pasa de la certeza al asombro. Aquí se produce un desplazamiento epistemológico: de un saber activo (conocimiento de los procesos del milagro) hemos pasado a un saber pasivo (intuimos que es posible, pero no sabemos cómo).
Y es que los milagros, aunque pocos, siguen ocurriendo. Y la clave está en el “fuego”, que no es simplemente un contenido emocional o místico, sino la potencia que el lenguaje tiene para hacer el mundo. J. L. Austin definió el lenguaje performativo como aquel que no describe la realidad, sino que la modifica. Ejemplo clásico es cuando el sacerdote dice “os declaro marido y mujer”. Aquí no se está describiendo un hecho, sino creándolo en el momento. Otros ejemplos de lenguaje performativo incluyen órdenes, promesas, maldiciones, juramentos y bendiciones.
Lo que nos plantea Agamben es una cuestión fundamental sobre la relación entre acto, lenguaje e intención en la búsqueda de lo divino y cómo esta relación cambia con el tiempo. Por ejemplo, la mística jasídica enfatiza que lo que realmente importa no es la forma exterior, sino el corazón del acto. Dios no responde a la perfección del rito, sino a la autenticidad del anhelo espiritual. Mucho antes que Agamben, Jesucristo vino a recordarnos con sus palabras que el poder del verbo reside en nosotros. Aquí el fuego es la fe. Y la fe, junto con la intención y la atención, son las creadoras de lo posible y de lo imposible. Cuando Jesús dice que el Reino no vendrá con signos visibles y que ya está entre nosotros (Lucas 17:21), introduce una lógica del Reino que desborda el tiempo lineal y el espacio físico. El Reino se manifiesta como una cualidad del lenguaje, como un uso del lenguaje sagrado que ya no representa el mundo caído, sino que anticipa el mundo redimido.
Porque no olvidemos que hay lenguajes y lenguajes. Agamben, en El tiempo que resta, analiza esta tensión desde Pablo de Tarso, quien distingue entre la ley escrita (la letra que mata) y la palabra viva del espíritu. El lenguaje del Reino sería entonces performativo en su máxima expresión: no dice “cómo es” el Reino, sino que lo instala en la escucha.
John Milbank, teólogo de la ortodoxia radical, también articula esta idea. En The Word Made Strange sugiere que la Escritura no es solo narración, sino orden alternativo, una forma de organizar la realidad según la lógica del Reino. Leer la Escritura, en este sentido, es ingresar a un espacio donde el lenguaje deja de ser reflejo y se vuelve arquitectura espiritual.
Esta noción del lenguaje como acto mágico o creador está también presente en la tradición cabalística, que Agamben retoma en varios textos. En la cábala, las letras del Nombre Divino no son símbolos arbitrarios: su combinatoria produce efectos reales sobre el mundo. Gershom Scholem habló de este lenguaje como una potencia ontológica, una acción capaz de modificar la estructura misma del ser. Advirtió, como decía al principio, que esa potencia se ha perdido: los “justos” ya no recuerdan el lugar, el fuego, ni las palabras. Esto no es solo una nostalgia, es una clave. Porque lo que queda, según Agamben, no es solo el relato como resto sino como testigo. El relato, aunque sin fuego, mantiene la forma vacía del milagro, su posibilidad latente. De allí que la palabra pueda volver a ser actuante, no si se reconstruye técnicamente, sino si se reactiva su uso viviente.
Heidegger, en Ser y tiempo, sostiene que el lenguaje no es simplemente un conjunto de signos que nombra cosas ya dadas. El lenguaje, dice, abre un mundo. Decir es ya habitar un modo de ser. En esta línea, el poeta o el profeta no son quienes nombran lo que existe, sino quienes traen a presencia un orden nuevo del ser.
Esto resuena de nuevo con la idea de Agamben de que el lenguaje puede “agotarse en la representación”. Es decir, que cuando el lenguaje se reduce a decir cómo son las cosas, pierde su potencia de apertura. El lenguaje del Reino sería, entonces, un lenguaje que no representa, sino que manifiesta: que no explica, sino que enciende.
La cuestión que debería preocuparnos a nosotros sería: ¿es posible recuperar ese lenguaje? Si hemos perdido el fuego del lenguaje, ¿cómo recuperarlo? ¿Podemos encontrar de nuevo ese “uso” de la palabra que no se limita a describir, sino que transforma y crea? Como ya hemos visto, se nos dan algunas respuestas en la mística, y en la poesía, pero habría que considerar otras opciones, como la experiencia del trance en la hipnosis o en el canto litúrgico, donde el lenguaje entra en resonancia con estados ampliados de conciencia. Y tampoco olvidar la filosofía, que sin ser teología ni psicología, puede abrir también este camino: pensar el lenguaje no como una herramienta de información, sino como un lugar de revelación. Un lugar donde el Reino está, no porque lo describamos, sino porque lo decimos, y en ese decir, y en cómo lo decimos, lo realizamos.
Es un reto conseguir que la Palabra se vuelva nuevamente acto, fuego, presencia. Quizá no podamos recuperar los ritos antiguos en sentido práctico, pero podemos reaprender a usar el lenguaje como misterio encendido. Y puede que entonces, como en el relato jasídico, no haga falta el fuego ni el lugar, que baste con contar la historia. A fin de cuentas, todo comenzó con la palabra, con el Verbo.
Si el lenguaje performativo tiene hoy día alguna posibilidad de volver a ejercer su poder creador, es a través de la literatura. Pero para eso necesitamos tratarla como se merece: con la precisión y la seriedad de un ritual. Es decir, con atención reflexiva, con una intención consciente y con una fe absoluta en la misteriosa autoridad del verbo.


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