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El ring de los dandys

El ring de los dandys

A Rafa, por tantas tardes de gloria

Cuando dos dandys se encuentran, saltan chispas, arden teas, suenan tambores de guerra. La pugna se resuelve en estos casos al estilo de los leones que evitan el combate abierto: por el poder de los atributos. En el dandy, el atuendo es su rugido; la elegancia, su melena; la gallardía, sus colmillos. Sabed, pues, cuando veáis a dos dandys en alegre compaña, que tras esa apariencia cordial se libra un duelo soterrado en el que ambos saben quién es el vencedor y el vencido.

Todo dandy genuino aspira a ser el macho alfa de la manada, el único gallo del gallinero. Por ello, del mismo modo que un escritor, al abrir el libro de un congénere, busca ante todo responder a una pregunta (“¿Este cabrón escribe mejor o peor que yo?”), el dandy, cuando acude a una fiesta, escudriña al personal para confirmar o desmentir su primacía.

A mí, sin embargo, no me bastaba con ser el hombre mejor vestido de la fiesta, sino que soñé mucho más alto: quise ser el mayor dandy de Lisboa. Y para lograrlo, había que vencer en justa batalla al amo del cotarro. Había que desbancar a Carlos Pitti Uomo.

"Nos contamos las prendas que nos hemos comprado y las combinaciones que hemos pergeñado"

A Carlos —de quien ya os hablé en mi pajarita anterior— lo conozco desde hace años, aunque lo ignoro casi todo de su biografía. Sé tan solo que es de un pueblo del interior de Portugal, que se vino a Lisboa para convertirse en maestro de Educación Física y que, para poder pagarse la carrera, empezó a trabajar de dependiente en una tienda de indumentaria clásica masculina. Sé que allí descubrió su verdadera vocación, que abandonó los estudios y que se dedicó desde entonces a vestir a otros hombres en uno de los pocos establecimientos que resisten al turismo chabacano en la Baixa lisboeta. Sé también que está casado, que tiene un hijo y que es del Sporting. Y ya está.

No sé ni he querido saber más de él porque, siempre que nos vemos, no hablamos de nada que no sea nuestra pasión común: la ropa. Nos contamos las prendas que nos hemos comprado y las combinaciones que hemos pergeñado, y nos mostramos en el móvil imágenes que nos han llamado la atención de punteras de zapato, de solapas de americana o de cuellos de camisa.

No disponemos de una palabra para definir mi relación con Carlos Pitti Uomo. No hay un concepto que describa el vínculo que estableces con una persona que no es propiamente tu amiga, pero que es la única que te comprende cuando le dices que has dormido mal esa noche porque has descubierto que una de las perneras del pantalón es ligerísimamente más corta que la otra. Para cubrir este vacío lexicográfico, propongo crear el término dandy buddy. Carlos Pitti Uomo es mi dandy buddy.

"Pero para crecer del todo, tenía que derrocarlo. Como todo artista, el dandy debe matar al padre"

Él fue quien me recibió en su tienda en el día en que me decidí a adentrarme en la senda del dandismo. Con su impecable dominio del arte indumentario, fruto de varios años de aprendizaje, me vio entrar pésimamente vestido, al igual que Roger Federer, desde su trono de número uno del mundo, vio un día llegar al circuito del tenis a un tipo llamado Rafa Nadal. Él fue quien me aconsejó en mis primeros pasos y quien me vio crecer a su sombra. Pero para crecer del todo, tenía que derrocarlo. Como todo artista, el dandy debe matar al padre.

“Federer me hizo mejor tenista”, dijo en muchas ocasiones Rafa Nadal. A mí Carlos me hizo mejor dandy, porque para vencerlo me vi obligado, como Rafa, a alcanzar mi mejor versión. Para vencerlo a él, tuve que vencerme a mí mismo.

Hasta entonces, Carlos y yo habíamos cultivado estilos distintos: él más comedido y yo más aparatoso, él más clásico y yo más barroco. Él con sus trajes de corte impoluto y yo con mis chalecos floreados de tahúr del Misisipi (que diría Alfonso Guerra). También Nadal y Federer personificaban dos estilos opuestos. Rafa sufría en cada punto, corriendo tras la línea de fondo, desgreñado y sudoroso. Roger, en cambio, daba apenas unos pasos de baile para alcanzar la bola y la golpeaba sin esfuerzo aparente, sin mostrar jamás un aspecto desaliñado. Rafa era la furia y la garra. Roger encarnaba la sprezzatura del tenis.

—Me gustan tus chalecos —me dijo una vez Carlos—, pero yo sería incapaz de ponérmelos.

"Aquella tarde, tras 4 horas y 48 minutos y tras dos interrupciones por la lluvia, Rafa Nadal, el eterno número 2, se alzó con la victoria"

Esa frase suponía el reconocimiento de un talento, pero al mismo tiempo establecía una demarcación de papeles en la que él se atribuía la parte del león. Para mí quedaba lo extravagante. Para él, lo verdaderamente elegante.

De un modo similar, Roger Federer se había repartido los títulos de grand slam con Rafa Nadal: para ti la afanosa tierra de París, y para mí la leve hierba de Wimbledon y el preciso cemento de Australia y Nueva York. Algo, sin embargo, se torció el 6 de julio de 2008, cuando ambos contendieron por el título en la Catedral del Tenis. Aquel día, antes del partido, Roger y Rafa leyeron, como habían hecho tantas veces, los versos del If de Kipling que están inscritos en la entrada por la que acceden los jugadores a la pista central de Wimbledon: Si puedes enfrentarte al triunfo y al desastre, y tratar a esos dos impostores exactamente igual. Y ambos estimaron, como habían hecho tantas veces, que puestos a tratar con impostores, era mil veces mejor hacerlo con el triunfo que con el desastre.

Aquella tarde, tras 4 horas y 48 minutos y tras dos interrupciones por la lluvia, Rafa Nadal, el eterno número 2, se alzó con la victoria. El polvo de ladrillo ya no era su único dominio. El muro de Adriano de Federer se había desmoronado.

"No solo iba a ganar a Roger en su propio terreno. Lo iba a hacer, además, con su mismo estilo indumentario"

Dos meses después, las aguas volvieron a su cauce en el Open de Estados Unidos. Rafa cayó en semifinales frente a Andy Murray, que a continuación cayó frente a Roger. Federer podía respirar tranquilo. El cemento seguía bajo su jurisdicción. O tal vez no, porque a principios de 2009 llegó el turno del Open de Australia.

Rafa se presentó a aquel torneo con su recién estrenada condición de número uno. Para honrar su liderazgo, Nike le había preparado un cambio de vestuario. Atrás quedaban los pantalones piratas y las camisetas sin mangas. Rafa lucía ahora como un campeón al uso. No solo iba a ganar a Roger en su propio terreno. Lo iba a hacer, además, con su mismo estilo indumentario.

En aquel enero australiano, Nadal acabó conquistando el título y le dejó claro a Federer que las tornas habían cambiado. Primero le había arrebatado el número uno. Y ahora le demostraba que era capaz de ganarle en cualquier superficie.

El día en que yo destroné a Carlos Pitti Uomo, quise también hacerlo jugando a su mismo juego. Me dejé de chalecos estampados, de flores en el ojal y de calcetines llamativos, y opté por una combinación de colores y texturas que transmitiesen una distinguida delicadeza. Era preciso dar lo mejor de mí y no descuidar el menor detalle. No quise hacer la menor concesión porque ser condescendiente con tu adversario es menospreciarlo. Como dijo Rafa: Sentir respeto por el rival es intentar ganarle cada set por 6 a 0.

"Cuando entré en la tienda de Carlos, unos minutos antes de su pausa para el almuerzo, la dependienta se deshizo en halagos a mi atuendo, y no hice nada por impedirlo"

Me puse una camisa de twill azul cielo de cuello curvo, unos pantalones de franela en azul cobalto y una chaqueta cruzada de lana de camello. La corbata era de cachemir, con franjas en azul, crema y caramelo. Los zapatos eran de una sola hebilla, azules y marrones, porque siempre hay que darle a la vida un toque de alegría. El conjunto (muy inspirado en Lino Ieluzzi) poseía una encantadora sencillez de líneas y una exquisita armonía cromática. A ello se añadía la sensualidad de los tejidos. Emanaba de ellos una invitación tan voluptuosa al tacto que, al mirarme al espejo, me dieron ganas de abrazarme a mí mismo.

Cuando entré en la tienda de Carlos, unos minutos antes de su pausa para el almuerzo, la dependienta se deshizo en halagos a mi atuendo, y no hice nada por impedirlo. Carlos, en cambio, no hizo ningún comentario. Y al no decir nada, lo dijo todo.

No disponíamos de mucho tiempo, así que fuimos a comer a una pizzería cercana a la tienda, un estrecho local de la Rua da Conceição que tan solo dispone de cuatro taburetes. Tuvimos la suerte de que dos de ellos estuvieran libres y allí nos sentamos. Continuamente entraban en el establecimiento turistas con gorra y con chanclas (daba igual que estuviésemos en invierno) y que, al vernos tan peripuestos en aquella pizzería cutre, pensarían: “Joder, cómo viste la gente en Lisboa”.

"Al verlo tan afligido, me compadecí de él. Quería verlo vencido, pero no humillado. Me dolió aquel manchurrón en su pantalón, como a Rafa le dolieron las lágrimas de Roger en el Open de Australia"

La conversación no fluía porque Carlos apenas abría la boca. Tampoco logró decir mucho Federer al finalizar el Open de Australia porque la derrota lo había conmocionado. Incapaz de hilar un discurso ante el micrófono, tan solo alcanzó a exclamar: “It’s killing me!” (¡Esto me está matando!), y se echó a llorar. Y mientras lo hacía, se le arremolinaba en la mente, con un zumbido atronador, el top spin de Rafa, que le había martirizado el revés y lo había llevado a cometer un exceso de errores no forzados.

También a Carlos lo martirizaba mi atuendo. Mi chaqueta, mi corbata, mis zapatos, todo en mí lo estaba matando. Era tal la potencia de la embestida que acabó cometiendo el mayor de los errores no forzados, aquel que un dandy jamás se puede permitir: al ir a morder un trozo de pizza, se pringó el pantalón con salsa de tomate.

Ahí Carlos se puso furibundo. Trató de paliar el destrozo con una servilleta, pero lo único que consiguió fue empeorarlo, y maldijo una y otra vez su suerte con una honda amargura. Era la viva imagen del verso de Sabina: “huraño como un dandy con lamparones”. Finalmente, estrujó la servilleta, la arrojó sobre la barra con un aspaviento y mostró el lugar exacto de la espina que lo aguijoneaba por dentro:

—¡Y encima —bramó— vas mejor vestido que yo!

Al verlo tan afligido, me compadecí de él. Quería verlo vencido, pero no humillado. Me dolió aquel manchurrón en su pantalón, como a Rafa le dolieron las lágrimas de Roger en el Open de Australia. Había que ganar, sí, pero no así, y por eso, cuando subió a la tribuna, le pasó un brazo a Roger por los hombros para tratar de reconfortarlo. En el otro brazo sostenía la copa de la victoria.

—Recuerda, Roger —dijo Rafa en su discurso— que eres uno de los mejores jugadores del mundo.

Cuando salimos de la pizzería y nos despedimos, yo también le di un abrazo a Carlos. Porque era mi rival, sí, pero por encima de todo era mi dandy buddy. Los turistas que pasaban por nuestro lado vieron en él a un hombre abatido, a un boxeador noqueado que se abrazaba a su contrincante para no caer al suelo. No quise marcharme sin expresarle todo mi reconocimiento:

—Recuerda, Carlos, que eres uno de los mejores dandys de Lisboa.

Al decirle esto, me brilló la mirada asesina y añadí para mis adentros:

—Y la próxima vez que nos veamos, te volveré a derrotar.

******

NOTA A PIE DE PAJARITA

La semana pasada, cuando me faltaban unos retoques para acabar esta pajarita, quedé a cenar con mi amigo João en un restaurante alentejano. Pedimos sopa de perdiz con hierbabuena, migas con costillas de cerdo, y de postre una sericaia. Después, fuimos a ver una obra en un pequeño teatro de barrio.

Aquel día, tras un largo verano que se resistía a ceder el paso al otoño, habían bajado por fin las temperaturas, así que, por primera vez desde el inicio del curso, me había puesto corbata. Me alegró tanto poder hacerlo que me había acicalado más de lo habitual. Vestido de esa guisa en aquel teatro popular, era la nota discordante, pero me daba igual. Como dice Phillip Marlowe al principio de El sueño eterno: “Iba bien arreglado, limpio, afeitado y sobrio, y no me importaba que se notase”.

"Comprendimos entonces que el rotulador era una raqueta, y que el obstáculo en mitad del escenario era la red de la pista de tenis"

En la obra, de carácter experimental, los actores interrumpieron varias veces la representación para interpelar al público y hacerle reflexionar sobre la esencia del teatro. En una de estas ocasiones, un actor dijo que el teatro no necesitaba mostrarlo todo porque los espectadores podían completar las partes que faltaban. Como muestra de ello, sacó a un espectador y lo condujo a un extremo del escenario. A mitad de camino, el actor levantó una pierna y luego la otra para saltar un obstáculo imaginario, y su acompañante lo imitó. Cuando ambos llegaron al final, el actor le entregó un rotulador, lo dejó allí plantado y se volvió al otro extremo (saltando de nuevo el obstáculo). Después sacó otro rotulador, movió tres veces la mano en dirección al suelo, se colocó el pelo por detrás de las orejas y se estiró el elástico del calzoncillo: los gestos inconfundibles, antes de cada punto, de Rafa Nadal. Comprendimos entonces que el rotulador era una raqueta, y que el obstáculo en mitad del escenario era la red de la pista de tenis.

El actor que interpretaba a Nadal se disponía a jugar el punto cuando, en el último momento, se detuvo.

—Vamos a mejorar esto —dijo.

Se volvió entonces al público, examinó a los espectadores y acabó posando su mirada en mí.

—Va usted perfecto para la ocasión —me dijo.

Hubo estupor y risas al ver salir a escena a un tipo tan engalanado.

—Va vestido para Wimbledon —oí que decía un espectador.

El actor me cedió el rotulador y empezó el partido. Jugué ese punto con una entrega inusitada (por mi pasión por Rafa y por el entusiasmo de estar viviendo mi propia pajarita). A continuación, el actor hizo como que me lanzaba la siguiente bola muy despacio y dijo: “Y ahora maaaaaaaatch poooooooint…. Había que jugar el punto a cámara lenta.

"Finalmente, tras un golpe de revés a dos manos, mi rival devolvió la bola con escaso acierto (“¡FUERA!”, gritó el actor) y gané el punto, el set, el partido y el campeonato"

Atrapé la bola en el aire, repetí el ritual de Rafa y procedí al saque, todo a un ritmo muy pausado. Mi adversario me siguió el juego e incluso empezamos a proferir gritos prolongados cada vez que golpeábamos la bola. Yo trataba de reproducir con la mayor fidelidad posible los gestos de Rafa (que llevo perfeccionando desde hace años porque, siempre que en mi casa repaso mentalmente el texto que estoy escribiendo, acompaño cada frase del golpe de gancho con el que Rafa le imprime a sus bolas el top spin). Era tal la viveza de mis golpes que el público se vino arriba y, al acabar la función, oí a dos chicas que comentaban: “¿El de la corbata era del público o era un actor de verdad?”.

Finalmente, tras un golpe de revés a dos manos, mi rival devolvió la bola con escaso acierto (“¡FUERA!”, gritó el actor) y gané el punto, el set, el partido y el campeonato. Celebré la victoria levantando el puño, y el público prorrumpió en aplausos y ovaciones, y acudí a la red para darle la mano a mi rival, y levanté mi copa imaginaria y la mordí. Y por un instante, solo por un instante, pude saborear la miel de la gloria.

El resto de la obra me lo pasé pensando en lo asombroso que había sido todo. ¿Qué probabilidades hay de que a un tipo que escribe una sección sobre dandismo se le ocurra la chorrada de compararse en una pajarita con Rafa Nadal? ¿Qué probabilidades hay de que mientras escribe esa pajarita —no un mes antes o después, sino justo en ese momento— vaya al teatro y se represente un partido de tenis de Nadal? ¿Qué probabilidades hay de que justo ese día hayan bajado las temperaturas y se haya podido poner corbata? ¿Qué probabilidades hay de que, de entre todas las personas del público, lo elijan a él para hacer de Nadal? Y por último: ¿qué probabilidades hay de que el autor y director de la obra tenga el mismo nombre y el mismo apellido que Carlos Pitti Uomo?

—Lo que ha sucedido esta noche es absolutamente extraordinario —le dije a João cuando se apagaron los últimos aplausos y el público empezó a retirarse.

—Sí, ha sido muy buena.

—No me refiero a la obra, sino a cuando he salido yo al escenario.

—Ah, sí, Nadal. Tu ídolo.

—No es solo eso. Lo que ha pasado es increíble. No tienes ni idea de lo increíble que ha sido.

—¿Qué ha pasado?

—Lo sabrás cuando leas mi pajarita la semana que viene. Vas a alucinar.

—¿Pero qué ha sido?

—No te lo puedo decir ahora. Ya lo verás cuando se publique.

—¿Pero por qué tanto misterio? ¡Suéltalo ya!

—La semana que viene, João. En Zenda.

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