Leí El camino, de Miguel Delibes, en el Rincón de Ademuz, cuando estaba a punto de marcharme a Valencia para estudiar en la universidad. No sabía entonces que aquel libro, tan sencillo en apariencia, me acompañaría toda la vida. Me marcó. No por Daniel el Mochuelo —ni por Roque el Moñigo, ni por Germán el Tiñoso—, sino por lo que me reveló de mí mismo: que también yo me marchaba, y que esa marcha ya no tendría retorno completo. Que dejar el valle, como dejar mi pueblo, era empezar a perder una lengua, una mirada, un mundo.
En su aparente sencillez, El camino encierra una educación moral. No hay discursos ni lecciones, solo la enseñanza callada de lo que se pierde: la amistad, la inocencia, el tiempo lento, la cercanía con la tierra. Delibes sabía que el mundo rural que retrataba estaba condenado a desaparecer, y escribió su elegía sin estridencias, con la serenidad de quien se limita a mirar y decir la verdad.
Por eso sigue lastimando. Porque habla de algo más que de un niño y su valle: habla de todos los que alguna vez hemos tenido que marcharnos, dejando atrás un paisaje que nos sostuvo. Lo que Daniel pierde no es solo un lugar; es una lengua interior, una forma de estar en el mundo.
A veces pienso que El camino es, en realidad, una parábola sobre el precio de crecer. Daniel se va porque tiene que irse, como todos; porque el tiempo no se detiene, ni aunque uno se aferre a los muros del corral o al sonido del río al anochecer. Marcharse no es una traición, pero tampoco un triunfo: es la ley de la vida, que nos obliga a elegir entre el arraigo y el horizonte o, en otras palabras, entre la esencia y la inevitabilidad del cambio.
Delibes no juzga. Solo observa cómo el niño se aleja, cómo el valle queda atrás y el mundo se abre como una promesa que también es una herida. Por eso el libro no envejece: porque quien lo lee siente, de algún modo, que también se despide. Basta con mirar atrás.
Yo lo entendí tarde, quizá muchos años después de haberlo leído por primera vez. Aquella emoción inicial era solo la superficie. Lo que dolía, en realidad, era reconocer que todos cargamos con un valle a nuestras espaldas: un lugar que nos formó, que ya no existe —por mucho que las montañas y las casas sigan en el mismo sitio—, y al que solo podemos regresar con las palabras.
En ese sentido, El camino no es solo una novela: es una forma de oración laica, un recordatorio de que lo perdido sigue viviendo en lo que decimos. Tal vez escribir —y leer— no sea más que eso: una manera de volver sin volver del todo.


Magnifico artículo, y lo de “una edad del alma” es una excelente definición de un periodo sobre el que muchos han escrito. Sobre esa linea de sombra que dijo Conrad.
Gracias, Paco.
Me alegra que hayas conectado con esa idea de la “edad del alma”. El camino transita ese umbral, esa línea de sombra de la que uno no vuelve del todo. Un placer leer tu comentario. Abrazo.