Esta misma semana llegó a mis manos un artículo de prensa que se preguntaba por qué los escritores actuales no nos implicamos más en toda clase de asuntos; esto es, y fundamentalmente, en política. ¿Por qué no damos nuestra opinión cuando nos ofrecen un micrófono y atención explícita? Me vienen a la cabeza los nombres de unos cuantos escritores que disponen de columnas en medios de gran difusión y que no se cortan ni un pelo en ofrecer su parecer sobre toda clase de controversias, pero aclararé mi postura personal.
En segundo lugar, soy muy consciente del trabajo que supone organizar, financiar y promocionar cualquier evento de índole cultural en España, por lo que no se pasa por mi mente incluir discursos populistas ni de ideología que puedan cambiar el tono ni la finalidad del encuentro. Puedo, sin embargo, clamar contra la IA o cualquier tema de mi oficio, pero en los discursos de los premios que jamás tendré nunca se incluiría una enérgica charla contra el presidente de Estados Unidos o el cambio climático. Sería como si en una conferencia de odontólogos comenzase a quejarme de la falta de subvenciones a las bibliotecas. Como dijo Russell Crowe, «estoy harto de que los famosos usen su fama para promover una causa. Deja un cheque en el lugar correcto y cállate».
En tercer lugar, y ahora que la mitad de los lectores ya habrá comenzado a cultivar hacia mí un severo reproche, diré que dispongo de otras plataformas que uso a mi conveniencia. En mis libros he hablado de monarquía, burguesía latente, cambio climático y problemática social. Nunca he ofrecido discursos obvios sobre feminismo, pero he incluido en las tramas personajes femeninos que no son floreros y hombres que admiten un equilibrio de poder. Estos libros se distribuyen en más de diez idiomas, y tal vez normalicen algunas cosas en algún lugar. En mis trabajos persiste una nitidísima crítica a las instituciones por su abandono a la ciencia, a la cultura, a la historia y al bienestar social; el lector podrá atisbar también la búsqueda del conocimiento desde un punto de vista antropológico y creo que cabal, pues no ofrezco respuestas prefabricadas —porque no las tengo—, sino que reformulo las preguntas.
Si esto, añadido a dos columnas mensuales de temática libre —aquí mismo y en el Faro de Vigo— no es opinar, yo ya no sé. ¿Quieren saber quién soy y cómo me posiciono ante los asuntos de la vida? Pueden leerme y pueden observar. No es lo que digo, sino lo que hago. No es lo que sermoneo, sino los mundos sobre los que escribo.
¿Debería, sin embargo, replantear mi actitud? ¿Soy una cobarde? Porque, según parece, nos estamos quedando sin generación literaria. Tuvimos la del 14, con Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez; la del 27, con Lorca, Rafael Alberti y hasta Maruja Mallo, si se permiten las pintoras; la del 36 y la del 50, con los niños hijos de la guerra: Carmen Laforet, Camilo José Cela o Buero Vallejo. Y desde entonces, ¿qué tenemos? ¿La generación Z, de nativos digitales? Se supone que los escritores actuales deberíamos estar vinculados por unas características similares, de proximidad ideológica e incluso de amistad, pero mi sensación es que vivimos dentro de un «sálvese quien pueda». Si opinas de esto, malo. Si no lo haces, peor.
Los escritores de hoy ya no tenemos café literario al que acudir, pues cada cual —gracias a transportes modernos— puede vivir en el meollo de todo, en provincias o hasta en la España vacía, según la extravagancia del personaje. Y aunque no creo que debamos ser neutros en todas nuestras opiniones públicas, sí creo que nuestros libros deben ser espejos y mostrar nuestra verdad. Ahora que lo pienso, jamás me han preguntado mi ideología política en una entrevista. Tal vez muchos periodistas hayan comprendido que esta generación de escritores no es la del siglo XXI, sino la de la supervivencia.


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