Caminando una mañana por Buenos Aires, Calle Defensa, con los altos muros de San Francisco cubriendo de sombras la vereda opuesta, me encontré con Juan Sasturain. Juan es una especie de Papá Noel con sonrisa pícara y Perramus de detective, un buen tipo que lleva en su mirada el golpe de dos bolas de billar y una historia policial del Nueva York de los 50. Salía de una de esas viejas casonas de portales altos, picaportes labrados en bronce y dos escalones de mármol gastados por el tiempo. Juan llevaba sujeto por una correa a un cusquito color té con leche, quizás su compañero y confidente en largas horas de literatura y soledad. Nuestro diálogo fue breve:
La respuesta fue inmediata. Me miró con profunda amabilidad y me dijo:
—El largo adiós, de Raymond Chandler.
Aquel fue el inicio de mi itinerario tras los pasos de Phillip Marlowe, y ese nombre, El largo adiós —uno de los más bellos en la historia de las letras—, un faro referencial en mis navegaciones literarias. Marlowe, el detective de Chandler, es un caballero moderno, un tipo de honor con vocación de anti héroe. Cuando el Gimlet o el Whisky lo llaman dice presente, no escatima puños, pero tampoco honradez.
En el Cap. XIII de su gran novela, Raymond Chandler se demora en una brillante fenomenología de las rubias:
“Hay rubias y rubias […]. Está la rubia pequeña y graciosa que pía, gorjea, y la rubia grande y escultural que te para los pies con el hielo azul de su mirada. Está la rubia que te obsequia con miradas reverenciales de cuerpo entero, huele maravillosamente, se te cuelga del brazo y siempre está muy cansada cuando la llevas a su casa”.
Y sigue Chandler a través de Marlowe:
“Luego está la rubia suave y complaciente, a quien le tiene sin cuidado lo que lleva puesto con tal que sea visón o adónde va con tal de que se trate del club nocturno más dernier cri y no falte el champán seco. O la rubia pequeñita y animada que es un poquito pálida e insiste en pagar lo suyo y está siempre de buen humor y es un prodigio de sentido común”.
Por último, Chandler ausculta a un tipo de rubia muy peculiar, ese tipo de rubia absolutamente deserotizada —al menos para mí— pero que seguramente mi amigo Ignacio juzgaría como sublime:
“Y está la rubia pálida, muy pálida con algún tipo de anemia que no es mortal pero sí incurable. Muy lánguida y muy enigmática y habla con una voz muy dulce y sin origen conocido y no le puedes poner un dedo encima porque en primer lugar no te apetece y en segundo lugar está leyendo La tierra baldía o Dante en el original, o Kafka o Kierkegaard y estudia provenzal. Es una apasionada de la música y cuando la Filarmónica de Nueva York toca a Hindemith sabe decirte cuál de las seis violas ha entrado un cuarto de compás más tarde”.
Es verdad que es irresistible una rubia imperial, pero las rubias siempre guardan algo del orden de lo intangible, de obra contemplativa, de distancia, como el sol que no permite demorarnos demasiado en él.
Dicho esto, es hora de asumir el título del artículo y entrar en materia. Unamuno solía decir: “Perdón que hable de mí, pero es el hombre que tengo cerca”. Yo emulo a ese hermano doliente y digo: perdón que hable de la morocha argentina, pero es la más cercana a mis pasos cotidianos. Evidentemente que una morocha colombiana, por ejemplo, podría hacer caer las riendas de nuestra razón, pero a las arquitectónicas morochas colombianas uno las ve en las películas o en la platea de algún estadio de fútbol, porque su novio juega en primera.
Las morochas argentinas rezuman la savia vital de nuestra raza, la poesía carnal de estas latitudes, son pan, hoguera, gorrión, aroma de la tierra luego de la llovizna. La morocha abre, no cierra; invita, no repele; acompaña el derrotero del camino, no mira desde el atalaya.
Hay morochas y morochas. Está la morocha pequeñita y luminosa que no llega al metro sesenta y cinco pero que, bien afirmada sobre sus pies de ángel, puede conducir a la caballería polaca si se lo propone. Está la morocha de ojos grandes y buenos que baja la mirada por timidez cuando la miras hacer sus trabajos de limpieza y un día la cruzas en el Hall de Constitución, de jeans anatómicos y Adidas blancas, perfumada, con el cabello suelto, y el mundo se detiene por un segundo.
Está la morocha desprejuiciada, casi rea, cuya libertad es un mediomundo, y también la morocha elegante que usa un trajecito de cada color para los cinco días de la semana, un par de aros delicados y que a veces se termina de maquillar en el bus. Cuando desciende, la avenida se convierte en una pasarela o en una publicidad de perfume francés.
También está la morocha de barrio, novia de adolescencia que alargaba los crepúsculos del sábado por la tarde cuando te invitaba a su casa a comer pizzas amasadas por su madre y salías de repente, saltando charquitos en una calle de tierra, a comprar queso fresco, ese que se pegaba al cuchillo, porque la mozzarella era muy cara. Y está la morocha de flequillo, nariz perfecta y cabello largo lloviéndole por la espalda. Es la típica morocha de ojos negros, abismales como una noche profunda, ojos negros que, al mirarte, ordena un fiat a todas tus palabras. Por una morocha así, aprendí a escribir artículos en 20 minutos —como escribía Paco Umbral—, aprendí a reconstruir el templo destruido de aquel Jerusalén de mis días vacíos, aprendí el secreto de la belleza que ordena, por sobre el mero instinto que fenece cuando se consuma.
Gómez de la Serna —el inolvidable Ramón— dice en una de sus greguerías que hay rubias que mantienen el patrón oro pase lo que pase en los bancos. Yo creo que la morocha argentina es igual, pero no es patrón oro sino moneda del alma, regocijo interior, norte estético de mis sueños.
Y suena en el fondo del alma un tango de Roberto Goyeneche y nos estremecemos con esa voz dolida que trasunta un asma metafísica. Hacemos silencio y escuchamos:
Recién lo comprendo, tengo tibio el hombro
de tu pelo lacio madrugado a besos.
Y una pena sorda que me crece adentro
de esperar en vano por otro regreso.
Y es que el dolor es parte de la alquimia de la vida y, a veces, las morochas también son un puñal morado, como la herida que abre el vino en noches de hastío. Azabache inspiración, alegría recóndita o pena oculta, por todo y por más: benditas sean.


¡Qué delicia de artículo! Estupendo, brillante. Arriba las morochas argentinas.