Paso las últimas semanas de junio en una residencia de escritura a la que me han invitado. La casa está en Albons, un pequeño pueblo del Baix Empurdà. Vivo entre dos perras tranquilísimas y tres personas aparentemente muy tranquilas (aunque bajo toda superficie calma hay un mundo abisal desconocido; si viviese un mes más aquí descubriría algunos de esos peces privados de la luz del sol, sus rostros extraños). Habito con calma de infancia esta canícula larga, llena de golondrinas que chillan desde las cinco de la mañana. A partir de las dos todo es una eterna hora de la siesta en la que el cerebro adormecido sorprende y genera, una tras otra, ideas que se cuelan en el nuevo libro. También otras ideas que no van a ningún sitio. Estas.
El diario del pasado
Nunca lo haré, pero se me ocurre escribir un diario de aquel verano en el que trabajé como teleoperadora. Escribir una entrada por día. Recuerdo muy pocas cosas. Y eso, precisamente, es lo bueno. Construir en base a casi nada. Sería un libro de ficción apoyado en el recuerdo. Un falso diario. Un diario forzado. Sería muy distinto de ese diario de hace veinte años que nunca escribí porque estaba muy ocupada liándome con gente terrible, inventándome enfermedades para faltar al trabajo e irme de festivales. Me encantaba decir “diarrea” delante de mi jefa. “DIARREA”, en voz muy alta frente a mis compañeros. Ser capaz de pasar la vergüenza de pronunciar esa palabra validaba la mentira de mi enfermedad. De aquella época sólo recuerdo que vendíamos seguros por teléfono. Había que pedir permiso para ir al baño. Una vez allí, me sentaba en el váter, cerraba los ojos y respiraba. Le mandaba sms’s a mi novia, que era geóloga y mayor que yo, con una vida más hecha. Recuerdo que había una pizarra con el ranking de los que más seguros vendían. Yo nunca estaba porque, según decía mi jefa, mi energía era demasiado variable. Una vez intenté venderle un seguro a un hombre de Gran Canaria. Tras su voz, escuché las campanadas de una iglesia. ¿Dónde estás exactamente?, le pregunté. Vivo en la Plaza de Agaete, me respondió. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Yo había corrido por esa plaza de niña, cuando no sabía lo que significaba sueldo mínimo interprofesional ni mdma. Otra vez le vendí un seguro a un señor gallego. Su voz se entrecortaba. Era de un pueblo muy pequeño, me dijo. Poca cobertura. “Espera, me voy a subir a la mesa a ver si me oyes mejor”. Cerramos el contrato del seguro con él subido a esa mesa. En mi mente guardo el falso recuerdo de una casa pequeña y preciosa, una mesa de madera oscura, con irregularidades en la madera, y una ventana desde la que se divisaba un bosque tupido de robles y fresnos. Pero esa mesa no existió más que en mi imaginación.
Las muletas
Dos amigas adolescentes hablan en el parque de mi barrio. Una de ellas tiene un pie escayolado, dos muletas a su lado. Acarician a mi perra, hablan con ella como si yo no estuviera. Se le sube a una de ellas en el regazo, y tengo la oportunidad de quedarme un poco más allí, rascando conversación. La escayolada dice que las muletas se las prestó uno que le gusta y que, en un primer momento, pensó que las letras desvaídas escritas con permanente en la barra metálica de las muletas decían “TE AMO”. Y sí, si observo bien veo claramente una T y un A M O. Y unos signos de exclamación finales. Pero entonces coge la muleta y se la muestra a su amiga, que la observa atenta. Lo que dice, y creo que lo vemos las dos al mismo tiempo, es “PRÉSTAMO!!!”.
Un libro LIBRO
Pasa muy pocas veces, pero pasa. De vez en cuando, familiar lejano, un antiguo compañero del instituto, alguien del pasado que me encuentro por la calle en mi ciudad natal, dice: “Bueno, bueno, a ver cuándo sacas un libro y te haces famosa”. Es como una muletilla. Es como si te dijeran “cómo te va la vida qué buen tiempo hace ha refrescado un poco menos mal”. Pero claro, es muy raro. No sabes cómo explicarle que has sacado un libro, dos libros, tres libros, cuatro, cinco. Que vives de ello, y que eso es mucho más milagroso que ser famosa. Se lo dices tímidamente: “Bueno, ya he sacado un libro”. La mirada se desvía. Incomodidad. “Bueno, me refiero a un libro LIBRO”. Saques el libro que saques, para esa persona que tienes enfrente nunca habrás sacado un libro, por la sencilla razón de que, al tenerte tan cerca, la posibilidad se difumina. ¿Cómo va a ser posible que alguien de su círculo cercano haya sacado un libro? ¿Un libro LIBRO? No, será otra cosa. Pero un libro LIBRO no.
Lo hay de otra especie. Parece la misma, comparten algunos rasgos, pero es una especie distinta. Nunca se leen tu libro (ni quieres que lo hagan; no hace falta), pero, cada vez que te ven, tú agotada-pero-radiante por el arduo trabajo terminado, un libro recién terminado, editado, corregido, publicado, promocionado, te dicen con una palmadita: “Bueno, ¿y para cuándo el próximo?”. Su perversidad me vuelve perversa. Yo también me quiero divertir. “Sí”, respondo. “Ya estoy en ello”. Después siempre preguntan de qué va o cómo se va a llamar. Me invento algo sobre la marcha. “Se va a llamar El llanto del adulto. ¿Te gusta?”. “Un poco raro, ¿no?”, responden. No sé cuál sería el título que podría dejarlos satisfechos, colmar su sed, colmar eñ recipiente preparado para contener su idea de lo que es un libro. “¿Pero de qué va?”. “Va de cómo vamos perdiendo la capacidad de llorar a medida que crecemos, y cómo la violencia es una forma de llorar. Los protagonistas del libro se hacen daño en secreto, a escondidas unos de otros, para conseguir llorar. Ninguno sabe que los demás hacen lo mismo”. Entonces un gesto de desagrado. “Un poco raro, ¿no? Así un poco de locos”. Cuándo se ha visto un libro de cuerdos, un libro racional, equilibrado. Un libro normal. Cuándo. Tengo bastantes ganas de enfadarme, pero decido seguir jugando. “También voy a sacar un libro de poemas”. Arruga el gesto, se aleja. “Ah, yo poesía no leo, no conecto”. Una culebrilla venenosa me bailotea por dentro, pero me quedo callada, esperando hasta que vuelve a preguntar. “¿Y ese cómo se va a llamar?”. Me aclaro la voz. Quiero que sienta vergüenza de verdad, que no sepa dónde meterse. Pienso rápido cualquier gilipollez. “Es un poemario de amor. Se va a llamar Tu boquita en riguroso directo”. La vergüenza nos achanta a los dos. La despedida es rápida. Nunca más volverá a preguntarme nada.



¿Por qué decimos que “la libertad se respira”? (buen tema para desarrollar ¿no?) En todo caso, en lo que Sabina escribe puedo experimentar eso de concebir la libertad como aire o algo así. Quizás se deba a una agradable mezcla de transparencia y serenidad, y algo más indefinible. De lo que sí estoy seguro es de que esa sensación me hermana con ella (con Sabina). Solamente alguien que está “sumergido” en la escritura como ella, puede rozar la burbujas luminosas qué entran y salen del cerebro y el corazón. Gracias por tus escritos, querida Sabina; porque no hay paisaje más bello que el que se observa desde la ventana de la libertad.