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La arena ya no quema

Agosto se acaba. El pueblo se vacía. Las calles se quedan huérfanas del jaleo estival y las terrazas no tienen colas de espera; ya hay asientos vacíos y tristeza en el rostro de los propietarios de los bares y restaurantes, de las heladerías y demás establecimientos. Hay una suerte de melancolía anticipada de lo que ya dejará de ser en apenas unos días, el cierre de las persianas antes de hora y la caída del sol precipitándose sobre un mar que empieza a recordar al de invierno, huérfano de turistas, toallas y sombrillas. El sopor nocturno ha dejado paso a las tiritonas inesperadas y los tirones de sábana de madrugada. Agosto se acaba y con él, el verano.

Esta mañana, a eso de las siete, cuando salía a pasear con las perras, tuve que acelerar el paso para arrancarme el escalofrío de la piel y entrar en calor. Este frescor me estimula y me anima a correr. Me ha recordado a aquel día en Santiago a principios de julio. El paseo que se estira a pie de playa de una punta a otra no es ese lugar atestado de corredores solitarios y paseantes. Lo sé porque Perla y Bella apenas han ladrado y, en verano, no paran de hacerlo durante todo el trayecto. Ya no hay tantos perros. Pero no es solo la ausencia de gente, sino el aroma que se respira en el ambiente, menos cargado de protector solar y sal. Es el color del cielo cuando amanece, las tonalidades afiladas, oscuras y frías de cuando anochece. Son los pájaros danzando acompasados entre las nubes preñadas de lluvia, el aire no tan cálido que arrecia y pide resguardo. Todo huele a final. Y las playas mismas se ven hastiadas con la presencia de los últimos visitantes.

"Una señal inequívoca del final es que la arena ya no quema. En julio era imposible caminar hasta la orilla descalzo. Salir sin chanclas era como andar sobre brasas ardientes"

Quienes se van, vuelven a sus rutinas con la arena prendida a las toallas, a sus neveras portátiles y sus chanclas. Quienes se quedan, empiezan a respirar. Tenderos y camareros comienzan a sentir el alivio de las horas secuestradas al sueño, que regresan poco a poco para limpiar las ojeras y el cansancio y devolverles la lozanía con la que encaraban los primeros días de junio. También ellos sentirán el amargo azote de la despedida, la tristeza anidando en sus corazones durante un tiempo. Es cíclico. A todos nos pasa. Se percibe ese vacío. Supongo que debe ser algo parecido a como cuando pierdes un miembro y lo sientes ahí pero eres consciente de que no está. La diferencia es que sabes que, en apenas nueve o diez meses, las calles volverán a llenarse de los gritos de los niños, el tráfico apresurado y el tintineo de los vasos a la sombra del chiringuito.

Una señal inequívoca del final es que la arena ya no quema. En julio era imposible caminar hasta la orilla descalzo. Salir sin chanclas era como andar sobre brasas ardientes. La sensación ahora es distinta. No hay prisa por acortar la distancia entre el agua y el sendero de tablones que lleva hasta el paseo. Uno se regodea en ese instante y hunde los pies bajo la arena en busca de esa otra capa húmeda y compacta que habita debajo para removerla con los dedos y sentir esa frescura. Las gaviotas sobrevuelan nuestras cabezas sin el alboroto de hace apenas unas semanas. Las han alimentado bien.

Las sirenas han dejado de venir tanto ahora que la temperatura del agua ha descendido unos grados. Supongo que los altercados de la semana pasada han contribuido a su repentina desaparición. Los tertulianos del Café Moi, a los cuales había visto remojarse de cuando en cuando, ya no andan tampoco por aquí. Su apariencia de pez anima a conjeturas fáciles que no tienen nada que ver con su verdadera naturaleza. Paco tampoco pisa la playa después de que unos críos atraparan su cabeza con un salabre. A Lola, en cambio, sí la he visto remojar sus patitas de araña en la orilla mientras su novio, apostado en el chiringuito, aliviaba el calor a tragos. Veía a Raúl, con su cara de acelga, levantar la jarra de cerveza en su dirección cada vez que ella lo miraba, una jarra que no dejaba enfriar y que le servía como excusa para eludir la invitación de Lola a acompañarla en su juego. Ella reía y daba grititos cada vez que la espuma le bañaba las patas inferiores; él sonreía cada vez que la espuma atravesaba su garganta.

"El rumor de sus voces se apagará con las luces del cielo y ya solo se oirá el murmullo de las leves olas golpeando la orilla"

El mar sabe de finales también. Su salobridad cambia; y su cadencia. Conoce los tiempos y, aunque el clima ha cambiado en los últimos años, sabe que el otoño está cerca y que pronto habrá de acoger el baño postrero de todos esos rezagados que aguardan al último día de agosto para largarse de una vez. Como todos esos huevos de tortuga que eclosionan en la orilla, el mar recibirá a cientos en su seno y los devolverá allá a donde pertenecen. No soy el único que se ha dado cuenta de los que vienen con la calima estival y se van antes de la caída de la primera hoja. De unos años a esta parte, quienes lo sabemos nos reunimos al atardecer del último día de agosto en torno a la playa y nos sentamos en el murete mirando al mar, con la puesta de sol a nuestras espaldas.

Las playas, entonces, están más a rebosar que nunca. Hombres, mujeres y niños. Puede que algún anciano, pero son los que menos. El rumor de sus voces se apagará con las luces del cielo y ya solo se oirá el murmullo de las leves olas golpeando la orilla. Como cada año, se levantarán al unísono y, con los brazos pegados a los costados, avanzarán hacia el mar. Este año, durante el verano, he identificado a unos cuantos; me pareció que eran muchos más. Todos ellos se rozarán y tropezarán unos con otros mientras se meten en el agua. En silencio. Con ese crujido que parece un rechinar de dientes. Caminarán despacio y se alejarán mar adentro. El agua tardará en llegarles al pecho; aquí no cubre mucho. La playa se quedará vacía; solo unos pocos que no saben de qué va la cosa, los mirarán embobados y manifestarán su sorpresa con la boca abierta. Algunos nos preguntarán y nosotros nos limitaremos a encoger los hombros. «Todos los años es igual, pero este año parece que han venido más, ¿verdad?», diremos y asentiremos entre nosotros. La oscuridad acompañará el momento en que las primeras cabezas se hunden en el agua. Y, como el año pasado, esa imagen me traerá el recuerdo de aquel relato de Yasutaka Tsutsui con el que cerramos la segunda temporada de Ficciópatas. No podré evitar pensar en «El límite de la felicidad» y en las cabezas-sandía hundiéndose en el océano. De aquel momento solamente quedarán los restos: toallas, bolsas de playa, sandalias y algunas prendas de ropa. Antes de que amanezca, los operarios del ayuntamiento se ocuparán de limpiar todo aquello y, al día siguiente, el primero de septiembre, como cada año, será como si nada hubiera sucedido, pero la melancolía, esa absurda tristeza, quedará suspendida en el aire, prendida en el ambiente durante un tiempo.

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