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La locura y el talento

La locura y el talento

Siguiendo la estela de Virginia Woolf, Margaret Atwood y Joanna Russ, la autora, primera mujer en obtener el Premio Tusquets de Novela, se alinea con las escritoras de otras épocas que, igual que ella, tuvieron que luchar contra la descalificación y los prejuicios.

En este making of Betina González cuenta cómo escribió La obligación de ser genial (Círculo de Tiza).

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“No escribiré nunca nada bueno, pues no soy genial. No quiero ser talentosa, ni inteligente ni estudiosa. ¡Quiero ser un genio! ¡Pero no lo soy! Entonces, ¿qué? Nada.”

Esta es una de las primeras entradas en el diario de Alejandra Pizarnik. La escribió en 1955, cuando tenía diecinueve años. La autocensura y la desazón frente a la enorme tarea de producir una obra extraordinaria son temas permanentes en sus Diarios. Once años después, cuando ya es una poeta reconocida, los volvemos a encontrar: “En cuanto al pequeño libro bello, sólo sabré si puedo hacerlo cuando me decida a hacerlo. En literatura, el talento no prueba nada”. Lo anotó en 1966, un período muy fructífero en su obra, pero también marcado por la frustración en torno al libro que ella creía que debía escribir: una novela. En la página anterior, había analizado con frialdad a tres escritores que admiraba: Borges, Rulfo y Cortázar y, con suma inteligencia (y mucha ironía), había descartado los caminos estéticos de esos varones. Sabía que ella iba a producir algo distinto. Solo tenía que sentarse a escribirlo.

Por muchos años, estas y otras frases de Pizarnik me persiguieron. Sentía que me hablaban, que me estaban dando una especie de clave secreta para entender mi modo de escribir: a oscuras, con los dientes apretados, como si estuviera cometiendo un crimen y, sobre todo, con algo como una bomba de tiempo activada cada vez que me sentaba al teclado. Igual que ella, yo lo sabía: con ser buena no alcanzaba, había que ser genial.

"¿Sería que esa seguridad se alcanzaba pasada esa barrera de la cuarta década? Sin duda, yo no estaba ni cerca de sentir que había descubierto cómo empezar a decir algo en mi propia voz"

Encontré ese nivel desorbitado de exigencia en los diarios, crónicas, cartas y ensayos de otras escritoras: Katherine Mansfield, Sylvia Plath, incluso Virginia Woolf, siempre tan segura de sí. Esta última, al transcribir la opinión de su marido sobre La habitación de Jacob, resalta que discutieron porque el primer comentario de él había sido que “estaba increíblemente bien escrita”. Ese pasaje en su Diario es iluminador: a medida que vuelca las opiniones de Leonard sobre su novela, sentimos cómo lo que parecen elogios en realidad se van revelando como críticas, hasta llegar al momento en que Woolf anota: “Pero en total, estoy complacida. Ninguno de los dos sabe qué pensará el público. En mi cabeza no tengo dudas: por fin he descubierto (a los cuarenta años) cómo empezar a decir algo en mi propia voz, y eso me interesa tanto que siento que puedo seguir adelante sin necesidad de elogios”. ¡A los cuarenta años!, pensé al leerlo: yo tenía entonces treinta y siete, había publicado dos libros de ficción (uno de ellos había sido premiado y elogiado por José Saramago), pero nada me parecía suficiente. ¿Sería que esa seguridad se alcanzaba pasada esa barrera de la cuarta década? Sin duda, yo no estaba ni cerca de sentir que había descubierto “cómo empezar a decir algo en mi propia voz” (qué delicada misión es esa, para la que Woolf casi necesita pedir permiso y usar dos verbos).

¿Qué podía esperar yo, si la propia Simone de Beauvoir, a pesar de sus mejores intenciones, había negado la posibilidad de que las mujeres alcanzaran ese cielo superior de la genialidad que habitan los varones? “Hay mujeres locas y mujeres de talento, pero ninguna tiene esa locura del talento que se llama genio”, escribió en El segundo sexo, una frase que Pizarnik también trasladó a su diario, en otro pasaje lleno de esa lucidez desesperada con la que una de las poetas más originales que tuvo Argentina hechizaba todo lo que tocaba con su pensamiento.

"Decidí probar, a ver adónde llegaba con esas ideas, porque de eso se trata el género ensayo: de pensamiento en movimiento, a diferencia del paper, que suele ser pensamiento anquilosado"

Tenía los casos, tenía la angustia, pero todavía no me decidía a hacer nada con esas citas. Di vueltas durante años. Era claro para mí que en los diarios y ensayos de varones, las preguntas eran otras: había algunos que dudaban de sus habilidades o tenían épocas de flaqueza, pero pocos escribían dudando permanentemente de su autoridad para hacerlo. Eso, me di cuenta, solo ocurría con aquellos varones (en general los que no eran blancos, de clase aristocrática y heterosexuales) que ocupaban lugares marginales en el sistema cultural. Así se fue dibujando un mapa de los condicionamientos diferenciales que enfrentamos las mujeres (y las disidencias sexuales) en nuestras profesiones. Pronto entendí que ese mapa no refería solo a Argentina ni a las Letras: era un mapa mundial. Con estas intuiciones me senté a escribir La obligación de ser genial. Era el año 2019, yo ya tenía cuarenta y siete años y estaba harta.

El movimiento feminista en Argentina venía pisando fuerte desde hacía un tiempo. Las conquistas en torno a la penalización diferencial de los femicidios y la legalización del aborto fueron cruciales para que muchas mujeres nos animáramos a manifestarnos en las instituciones y en los lugares que ocupábamos en nuestra vida diaria. Sin embargo, sentía que, fuera del ámbito académico, todavía no había textos que encararan el tema de la censura (y la autocensura) del trabajo de las mujeres en la esfera artística (al menos, no en el ámbito hispanoamericano, como sí lo había hecho, por ejemplo, el texto clásico de Joanna Russ para el ámbito anglosajón). Así que decidí probar, a ver adónde llegaba con esas ideas, porque de eso se trata el género ensayo: de pensamiento en movimiento, a diferencia del paper, que suele ser pensamiento anquilosado.

La obligación de ser genial fue un ensayo que salió de un tirón, y al escribirlo sentí la misma emoción que siento al escribir un cuento, porque la escritura es siempre una felicidad de la forma. Cuando lo terminé, me di cuenta de que dialogaba con otro ensayo que había escrito hacía unos meses: El corazón en la página. El origen de este texto había sido mucho más acotado, pero no por eso menos combativo. Ese año, yo había abierto por primera vez las puertas de mi casa a un grupo pequeño de personas que estaban escribiendo novelas. A medida que pasaban los encuentros, me daba cuenta de que algunos eran presa de un mal de época: la prosa plana, sin riesgo. Traté de explicarles eso: que solo ahí donde la autora ha puesto el corazón aparece la verdadera ficción, el lobo centellante de la posibilidad del que hablaba Nabokov. Como esto es muy difícil de transmitir en una charla, lo escribí en un ensayo que trata de pensar cómo y por qué hay textos que nos conmueven y textos que no.

"Los datos oficiales indican que Alejandra Pizarnik nunca escribió una novela, pero para mí se equivocan: esa novela son sus Diarios, una obra monumental que, por suerte, empieza a ser apreciada en toda Hispanoámerica"

Escribí El corazón en la página y La obligación de ser genial sin saber si tendría o no un libro. Pero al terminarlos me di cuenta de que la pasión por la escritura y la lectura los unía. Así fue cómo me decidí a escribir los otros textos de esta colección. El género ensayo siempre me apasionó como lectora. Para entonces, ya había leído los de Ursula K. LeGuin y Shirley Jackson sobre escritura. Estas escritoras norteamericanas me parecen brillantes en su profundidad analítica y en su sencillez estilística. Me encontré pensando que no había tantos libros sobre lectura y escritura en Hispanoamérica que tuvieran esas características. Y eso me decidió a seguir escribiendo sobre temas como la imaginación, el ritmo en prosa o cómo afecta a la escritura el hecho de que una autora cambie de país y de lengua.

Ahora que vuelvo a pensar en ese primer ensayo y en la obra de Alejandra Pizarnik, siento que estoy en deuda con ella y con otras escritoras que dieron testimonio de su modo marginal, alucinado y furioso de enfrentar el hecho de “estar fuera de juego” en un mundo regido por varones. Los datos oficiales indican que Alejandra Pizarnik nunca escribió una novela, pero para mí se equivocan: esa novela son sus Diarios, una obra monumental que, por suerte, empieza a ser apreciada en toda Hispanoámerica. Alejandra tenía todo: la locura y el talento, además de la furia para dar un volantazo y correrse del lugar de “poeta/niña maldita” en el que se la celebraba. Sus últimos textos —incómodos al punto de resultar incomprensibles para sus contemporáneos— son un testimonio de la única definición de genialidad que a mí me satisface: la de alguien capaz de crear un sistema propio.

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Autora: Betina González. Título: La obligación de ser genial. Editorial: Círculo de Tiza. Venta: Todos tus libros.

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