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Las editoriales y los premios

Las editoriales y los premios

Empecemos por lo incómodo: Juan del Val tenía razón. Cuando el colaborador televisivo se alzó con el Premio Planeta 2025 y media España literaria se echó las manos a la cabeza, lo que realmente estaba ocurriendo era un episodio de honestidad brutal en un mundo construido sobre la simulación. Del Val declaró sin ambages: “El Planeta es literatura comercial, y a mucha honra”. Y todos —críticos, escritores, lectores— se escandalizaron por una confesión que llevábamos décadas fingiendo no saber. Es como sorprenderse de que un político mienta o de que un banco busque beneficios. La indignación no era por la mentira descubierta, sino por la verdad pronunciada en voz alta.

Porque aquí está el secreto sucio de los premios literarios: nunca han sido lo que pretenden ser. Ni siquiera en su supuesta época dorada. Y eso no es necesariamente malo. De hecho, es posible que sea exactamente lo que necesitamos. Pero vayamos por partes.

La gran mentira fundacional

Nos gusta mitificar el nacimiento del premio Nadal en 1944 como un acto de pureza literaria: Carmen Laforet, veinticuatro años, autora primeriza, novela revolucionaria. La verdad es más prosaica y mucho más interesante. Ignacio Agustí no creó el Nadal para descubrir genios dormidos. Lo creó porque su novela Mariona Rebull había sido un éxito comercial y quería replicar la fórmula. Las bases de la primera convocatoria son claras: “estimular la creación novelística española”, sí, pero con un contrato editorial explícito incluido. El Nadal nació como herramienta de negocio. Que durante años descubriera genuino talento fue un feliz efecto secundario, no el propósito original. Pero tras la compra de Ediciones Destino por el Grupo Planeta en 1996, el rumbo cambió: el premio comenzó a recaer en autores ya consolidados, perdiendo su esencia de descubridor de talentos.

Y aquí viene la paradoja: ese “efecto secundario” fue más valioso para la literatura española que muchas instituciones culturales creadas expresamente con propósitos elevados. Delibes, Sánchez Ferlosio, Ana María Matute… ¿Importa que el premio naciera como estrategia comercial si el resultado fue la renovación de la novela española? Los premios funcionan mejor cuando no fingen ser lo que no son.

El problema no es que los premios estén amañados. El problema es que no lo están lo suficiente

Esta es la tesis radical que nadie quiere pronunciar: los premios literarios funcionan peor cuando son “justos”. Déjenme explicarlo.

"El Planeta nunca pretendió ser un premio literario; siempre fue una operación de lanzamiento comercial"

Cuando Juan Marsé dimitió del jurado del Planeta en 2005 gritando que el nivel era “subterráneo”, estaba cometiendo un error categorial. Esperaba que un premio comercial funcionara con criterios de excelencia literaria. Es como enfadarse porque un concurso de Miss Universo no premia la inteligencia. El Planeta nunca pretendió ser un premio literario; siempre fue una operación de lanzamiento comercial. Marsé lo sabía —había ganado ese mismo premio en 1978—, pero decidió fingir escándalo cuando el sistema hizo exactamente lo que siempre había hecho. Su indignación no era por el fraude descubierto, sino por la evidencia expuesta.

Lo fascinante es que los premios que funcionan mejor son aquellos donde hay una mano que dirige. Los premios verdaderamente “democráticos”, donde el jurado lee ciegamente cientos de manuscritos y vota con conciencia impoluta, suelen producir ganadores olvidables. ¿Por qué? Porque la excelencia literaria no es democrática. La gran literatura es, por definición, rara, extraña, difícil de consensuar. Un jurado que busca consenso encuentra la mediocridad. Un editor con visión que “cocina” un premio puede descubrir un talento genuino o crear un best seller útil. Ambas cosas son válidas.

Los premios como liturgia, no como meritocracia

Aquí está el verdadero error de comprensión: tratamos los premios literarios como si fueran un sistema meritocrático cuando en realidad son un ritual social. La función del premio Planeta no es encontrar la mejor novela del año —tarea imposible y subjetiva— sino crear un evento mediático que mantenga la novela en el centro de la conversación cultural durante veinticuatro horas. En un mundo donde TikTok decide más comportamientos que toda la crítica literaria junta, conseguir que millones de personas hablen de libros durante una noche completa es un milagro sociológico.

"Cuando Karlos Arguiñano bromea con esto está siendo más inteligente que toda la crítica literaria junta. Ha entendido que el premio no tiene nada que ver con escribir bien o mal"

Pensemos en los Oscars de Hollywood. ¿Alguien cree sinceramente que premian las mejores películas del año? Son un ejercicio de política industrial, lobbying intensivo, campaña millonaria. Pero funcionan. Generan conversación, mantienen vivo el interés por el cine, crean mitología. Los premios literarios deberían entenderse igual: no como certificados de calidad, sino como momentos de atención colectiva en un mundo distraído.

El tertuliano y colaborador de El hormiguero —programa de Antena 3, canal propiedad de Atresmedia, cuyo principal accionista es Grupo Planeta— ganó un premio otorgado por Grupo Planeta. La ecuación es tan transparente que resulta casi cómica. Dos años antes, Sonsoles Ónega, otra figura de Atresmedia, se llevaba el mismo galardón. El patrón es tan evidente que hasta Karlos Arguiñano se permitió bromear: “Cualquier día me cae el premio Planeta si seguimos así. En cuanto aprenda a escribir, empiezo”. Cuando Karlos Arguiñano bromea con esto está siendo más inteligente que toda la crítica literaria junta. Ha entendido que el premio no tiene nada que ver con escribir bien o mal. Tiene que ver con visibilidad mediática, con la capacidad de vender, con ser parte del ecosistema Planeta. No es corrupción; es el modelo de negocio funcionando exactamente como fue diseñado.

El caso curioso de la poesía: cuando los premios sí importan

Aquí es donde la cosa se complica de verdad. En narrativa, los premios son ruido de fondo. Un novelista puede tener una carrera sólida sin ganar jamás un premio importante. En poesía, los premios son oxígeno. Durante los noventa y principios de los dos mil, Hiperión y Visor controlaban la mayor parte del ecosistema de premios poéticos en España. Y esto sí generaba un problema real: concentración de poder que determinaba qué voces sonaban y cuáles quedaban mudas.

"Esto nos lleva a una conclusión incómoda: los premios no reflejan la literatura; la crean"

Pero el problema no era la “corrupción” del sistema. Era su eficacia. Hiperión y Visor construyeron un canon, establecieron una estética dominante, decidieron qué era “buena poesía”. Y lo hicieron no mediante comités secretos, sino simplemente controlando los mecanismos de visibilidad. El resultado era un ecosistema endogámico donde ganar un premio significaba, con frecuencia, entrar en el circuito de una de estas dos editoriales, lo que a su vez facilitaba ganar más premios. No era exactamente un fraude, pero tampoco era un sistema meritocrático transparente. Los poetas sabían que su carrera dependía, en buena medida, de caer en gracia a una de estas casas. Y eso generaba dinámicas curiosas: se escribía pensando en qué gustaba a ciertos jurados, se cultivaban estéticas “premiables”, se establecían redes de favores mutuos.

Esto nos lleva a una conclusión incómoda: los premios no reflejan la literatura; la crean. Muchos poetas no escriben y luego ganan premios. Escriben para ganar premios, porque saben que sin premios no hay contratos, sin contratos no hay libros, sin libros no hay lectores. El premio no viene después de la obra; la obra está diseñada antes del premio. Y esto es más verdadero en poesía —donde el mercado es minúsculo— que en narrativa.

¿Y si los premios fueran exactamente lo que necesitamos?

En lugar de lamentar que los premios no son puros, deberíamos celebrar su impureza. Los premios son donde el arte se encuentra con el dinero, donde la estética negocia con el mercado, donde el talento dialoga con la visibilidad. Ese espacio de negociación es incómodo, está lleno de concesiones, pero es donde ocurre la vida real de la literatura.

La alternativa sería un sistema “puro” donde solo la calidad literaria importara. Ese sistema se llama Universidad, y produce textos que solo leen otros académicos. O se llama literatura marginal, y genera obras fascinantes que no lee nadie. Los premios, con toda su imperfección, son el mecanismo que permite que algunos libros importantes encuentren lectores masivos y que algunos autores comerciales eleven ocasionalmente su propuesta.

Pensemos en Vargas Llosa ganando el Planeta en 1993 con Lituma en los Andes. ¿Necesitaba el premio? No. ¿Lo necesitaba el premio? Absolutamente. Le daba legitimidad literaria a un galardón comercial y le daba visibilidad popular a un autor de prestigio. Ganaron todos. ¿Fue la mejor novela del año? Quién sabe. ¿Importa? No realmente.

La función terapéutica del escándalo

La polémica en torno al premio Planeta es la parte más valiosa del premio. No es un bug del sistema; es una feature. Cada año, la indignación ritual en torno al ganador genera más conversación sobre literatura que cualquier suplemento cultural. Twitter arde, los periódicos publican opiniones enfrentadas, la gente que nunca habla de libros opina sobre si Del Val merecía o no el premio. Resultado: se habla de libros.

"Marsé tenía razón al dimitir, pero su rabia estaba mal dirigida. No debería haber denunciado al Planeta por ser lo que siempre fue"

Compare esto con el premio Cervantes, el más prestigioso de las letras españolas. La mayoría de los lectores de este artículo ya no se acordarán en quién recayó en su última edición. ¿Generó conversación? ¿Hizo que alguien comprara sus libros? Los premios “serios” son ceremonias solemnes que interesan a tres mil personas del gremio. Los premios “comerciales” son shows que mantienen vivo el interés popular por la literatura.

Marsé tenía razón al dimitir, pero su rabia estaba mal dirigida. No debería haber denunciado al Planeta por ser lo que siempre fue. Debería haber exigido que se crearan otros premios con otros objetivos. El problema de España no es que el Planeta sea comercial. El problema es que casi todos los premios importantes han seguido el modelo Planeta. Hemos mercantilizado el sistema completo sin mantener espacios genuinos de descubrimiento y riesgo.

Una provocación elocuente

Necesitamos más premios amañados, no menos. Pero con honestidad sobre lo que son. Necesitamos premios que digan abiertamente: “Este galardón busca crear best sellers“. Y otros que digan: “Este premio busca apostar por propuestas literarias arriesgadas que quizá no vendan”. Lo que no necesitamos es seguir fingiendo que todos los premios persiguen la “excelencia literaria” —concepto resbaladizo donde los haya— cuando en realidad cada uno tiene agendas distintas: vender libros, construir prestigio, crear canon, mantener conversación cultural, pagar favores, apoyar estéticas específicas.

Del Val lo entendió. Por eso su respuesta fue tan efectiva: “No me confundo. Esto es lo que es, y lo es con orgullo”. El problema es que el resto del sistema sigue atrapado en la nostalgia de una pureza que nunca existió. Seguimos esperando que los premios hagan lo que no pueden hacer: certificar objetivamente la calidad literaria. Es una tarea imposible. La literatura no funciona así.

Coda: sobre la utilidad de la hipocresía

Quizá, al final, necesitamos la mentira piadosa. Quizá es importante que sigamos fingiendo que los premios premian talento, que los jurados leen con atención inmaculada, que gana el mejor. Quizá esa ficción es el precio que pagamos para mantener un mínimo de dignidad en el sistema. Quizá la verdad —que todo es negociación, estrategia, mercado— es demasiado deprimente para pronunciarla en voz alta.

"Los premios no van a desaparecer. Son demasiado útiles para demasiada gente"

Pero entonces no deberíamos sorprendernos ni indignarnos cuando gana Del Val, cuando dimite Marsé, cuando se reparten los premios de poesía entre dos editoriales. No son excepciones; son el sistema funcionando normalmente. Y hasta que decidamos qué queremos realmente de los premios literarios, seguiremos teniendo esta conversación cada año, fingiendo escándalo ante algo que todos sabemos desde siempre. Porque los premios no van a desaparecer. Son demasiado útiles para demasiada gente: editores que necesitan vender, autores que necesitan reconocimiento, medios que necesitan titulares, lectores que necesitan orientación.

Karlos Arguiñano tenía razón con su broma. Sólo necesita aprender a escribir. O quizá ni siquiera eso.

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Raoul
Raoul
12 ddís hace

Morris West, Jack Higgins, Emilio Salgari, Frederick Forsyth, Alistair MacLean o Frank Slaughter escribieron literatura comercial de calidad. Lo que escriben Juan del Val o Sonsoles Ónega ni siquiera es literatura.

Pablo75
Pablo75
12 ddís hace
Responder a  Raoul

Exactamente. Ejemplo de la prosa de Juan del Val:

“Eli apaga la luz y se mete por debajo de las sábanas. Luis se concentra cuando Eli le busca el pene con los labios, con su lengua, intentando ponerlo duro, lo suficiente al menos para poder sentirlo dentro de ella. La erección de Luis es más mecánica que apasionada, pero sentir cómo crece dentro de su boca excita a Eli. Moja dos de sus dedos con saliva para lubricarse, hace falta algo de ayuda, pero hoy no utilizará ninguna crema lubricante. Eso les quita las ganas a los dos, a ella más por lo que significa. Hoy no hará falta. Eli entiende que es el momento y se pone encima de Luis, que la mira desde abajo. Ella prefiere no quitarse la camiseta. Sus tetas son demasiado flácidas, no ayuda que sean tan grandes. Sus tetas volvían loco a Luis cuando además de grandes no estaban muertas. Luis piensa en Carolina y en su cuerpo joven, en la fresa mordida tatuada en su culo.”

Última edición 12 ddís hace por Pablo75
Pablo75
Pablo75
12 ddís hace

Contariamente a los muy interesantes artículos anteriores de Raúl Alonso, éste está lleno de ideas burdas o descabelladas. Las objeciones que se le pueden hacer son tantas que habría que pasar el día exponiéndolas (con sus ejemplos respectivos).

Escribir por ejemplo que “los premios no reflejan la literatura, la crean” (con coma y no punto y coma) es declarar que la literatura no existe, que sólo existe el comercio y el márketing. Ahora va a resultar que “Don de la ebriedad” de Claudio Rodríguez, “Las brasas” de Fco. Brines o “Maneras de estar solo” de Eloy Sánchez Rosillo son creaciones del Premio Adonáis. O que la poesía de Mario Míguez (el mejor poeta español de los últimos 30 años) no existe porque nunca recibió premios.

En resumen, un artículo (repetitivo) escrito con brocha gorda y exclusivamente desde el punto de vista comercial, que no merece la pena rebatir punto por punto. El texto es tan absurdo que a veces incurre en el humor involuntario. Su autor escribe, por ejemplo: “Necesitamos más premios amañados, no menos. Pero con honestidad sobre lo que son.” ¿Se puede amañar con honestidad? ¿Y por qué no robar con honradez o estafar con probidad?

Raúl Alonso
Raúl Alonso
12 ddís hace
Responder a  Pablo75

Hola Pablo75: te agradezco tanto esta crítica al artículo como los elogios que hiciste en los anteriores. Estamos de acuerdo en que el artículo no hace un análisis exhaustivamente serio o acertado del asunto de los premios literarios en este país. Francia, por ejemplo, no tiene premios literarios que otorguen reconocimiento a obras inéditas presentadas con plica. Los premios en Francia son prácticamente institucionales a obras ya editadas, de forma que todas las susceptibilidades en torno al juego sucio que hay detrás de las plicas desaparece. Pero bueno, tampoco era mi intención sentar cátedra en este asunto. Te invito a que releas el artículo con un poco de distanciamiento, el propio de la ironía y el cinismo de unas reflexiones que, como editor y autor que ha estado en unos pocos jurados, me vienen a la cabeza y son habituales en conversaciones ligeras de barra de bar. Un saludo!

Pablo75
Pablo75
11 ddís hace
Responder a  Raúl Alonso

Dices que “los premios en Francia son prácticamente institucionales a obras ya editadas, de forma que todas las susceptibilidades en torno al juego sucio que hay detrás de las plicas desaparece”. El juego sucio en los premios franceses no sólo existe, sino que no se diferencia mucho del que se ve en España. Los miembros de los jurados siempre han sido “comprados” por las grandes editoriales literarias (Gallimard, Le Seuil y Grasset sobre todo), que también han pactado mucho entre ellas para repartirse la media docena de premios que hacen vender en este país, como lo demuestra cada año el Canard Enchaîné y lo explican los varios libros que se han publicado sobre el tema (los escándalos han sido tan grandes que en los últimos años se ha disimulado mejor ese control de los premios ejercido por las grandes editoriales).

Pero aquí en Francia a nadie se le ocurriría pensar que son los premios literarios los que crean la literatura francesa contemporánea.

Última edición 11 ddís hace por Pablo75