Cuando en 2024 buscaba información sobre los posibles ganadores del Premio Nobel de Literatura, me encontré con un nombre del que nunca había oído hablar: Gerald Murnane (Melbourne, 1939), un australiano con miedo a volar y que nunca había salido de su isla, al que admira algún escritor consagrado como J. M. Coetzee. Busqué más información sobre él, y vi que en España había traducido y publicado tres de sus novelas la editorial Minúscula, siendo las más prestigiosa de ellas Las llanuras (1982).
«Hace veinte años llegué a las llanuras con los ojos bien abiertos, atento a cualquier elemento del paisaje que pareciera insinuar algún significado complejo más allá de las apariencias». Es la primera frase del libro. En Las llanuras, un joven narrador innominado ha llegado a esta zona del interior de Australia con la intención de rodar una película que consiga «revelar» el verdadero significado de la región. Así llegará a una ciudad de las llanuras y se instalará en un bar, con la intención de observar a los lugareños y esperar la llegada a la ciudad de los grandes terratenientes con los que quiere contactar. «Mi plan era presentarme ante los terratenientes como un hombre procedente del extremo más lejano de las llanuras» (pág. 21).
La narración pronto se va tiñendo de un tinte irreal, según el narrador nos va exponiendo sus distintas teorías y miradas sobre el concepto de «las llanuras». En la página 18 leemos: «Algunos historiadores sugerían que el fenómeno de las llanuras en sí mismo era el responsable de las diferencias culturales entre los habitantes de aquellas regiones y los australianos en general». Toda la erudición inventada sobre esa idea física, pero a la vez abstracta, de las llanuras me ha parecido que tenía la intención juguetona de un cuento de Jorge Luis Borges, un cuento del estilo de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. De hecho, algunas de las ideas sobre la repetición, pero también la singularidad, de las llanuras me ha recordado a algunas reflexiones de los escritores argentinos sobre la pampa; a reflexiones que he leído, con intenciones similares, en Juan José Saer, pero también en el propio Borges.
Los terratenientes llegan a la ciudad y durante un día o dos van a dar audiencia a todas las personas que, con sus diversos proyectos, quieren entrevistarse con ellos. El narrador, sin retirarse a dormir, esperará su turno. Los terratenientes eligen a estudiosos de diversas disciplinas del conocimiento para que trabajen para ellos. Se puede tratar de escritores, gente que estudia los trajes tradicionales, los estilos arquitectónicos… todos relacionados con la idea de fijar la verdadera identidad e idiosincrasia del espacio mítico de las llanuras.
Hay una historia, un tanto surrealista, sobre dos colores que aún se siguen usando en la vestimenta y adornos de los llaneros, que provocaron en el pasado un conflicto violento, y que tienen que ver con dos modos diferentes de aproximarse a la experiencia de las llanuras. Un color es el verdeazulado, que nos remite a la línea del horizonte, donde las llanuras se confunden con el cielo, y el otro, el amarillo, tiene que ver con un estudio de la liebre de las llanuras, un animal que trata de ocultarse en el terreno, sin moverse, camuflándose entre los pastos de las llanuras. Quizás de todo este absurdo erudito se desprende una mirada más general sobre la condición humana, y Murnane nos está hablando de las limitaciones del ser humano para entender el mundo en el que habita, y la imposibilidad de encontrar explicación o de encontrar a «Dios». En este sentido, en la página 75 leeremos: «Este estado de ánimo me hace sospechar que cada hombre debe de estar viajando hacia el corazón de una llanura privada, remota».
Los terratenientes —estos verdaderos representantes humanos de las llanuras— están mostrados en el libro como seres lejanos y, hasta cierto punto, incomprensibles. Esta parte de la espera para recibir audiencia me ha recordado a algunas de las páginas de El castillo, de Franz Kafka. El narrador, por fin, será recibido y podrá exponer su proyecto cinematográfico sobre las llanuras. A uno de los terratenientes le va a interesar y decidirá contratarlo y alojarlo en su mansión. Allí va a conocer a la hija del terrateniente: «La conocí durante la primera cena en la gran mansión. Como era la única hija, se sentó ante mí, pero apenas nos dijimos nada. No parecía mucho más joven que yo y, por tanto, no era tan joven como había deseado» (pág. 81). El narrador quería para su película la participación final de una chica que fuera una auténtica representante de las llanuras.
En la página 93 empezará la segunda parte del libro con esta frase: «NOTA PRELIMINAR: Después de diez años en las llanuras sigo preguntándome si puedo excluir de la obra de mi vida la presencia del paisaje que en este distrito se denomina la Otra Australia». Nuestro narrador, después de diez años de llegar a la mansión de las llanuras, sigue tomando notas para su película, una película que nunca parece capaz de empezar a rodar. En la página 101 se abre una nueva ventana metafísica: «Un día espero poder satisfacer mi curiosidad acerca de su teoría de la Llanura Intersticial, el sujeto de una excéntrica rama de la geografía: una llanura que, por definición, no puede visitarse, ero que colinda y da acceso a todas las llanuras posibles».
El narrador irá viendo pasar los años, contratado en la mansión del terrateniente, bajo su mecenazgo, igual que otros estudiosos de diversos ámbitos de las llanuras, principalmente en la biblioteca de la casa, sin —paradójicamente— salir a ver las llanuras, su objeto de estudio. La biblioteca es un compendio gigantesco sobre lo que se ha escrito sobre las llanuras, y el narrador pasa principalmente sus días en la sección dedicada al Tiempo. En la página 119 leemos: «Por eso hoy en día evito los libros que presentan el tiempo como si fuera una especie de llanura más» y «Siempre temo descubrir, en un ensayo corriente de un llanero sin reputación alguna, un párrafo que describa a un hombre como yo, que se dedica a especular infinitamente acerca de las llanuras sin poner jamás un pie en ellas». Estos comentarios sobre la biblioteca, que sustituye a la experiencia, y el infinito, me han remitido, de nuevo, a Borges.
El escritor Jesús Artacho ha leído también Las llanuras, libro que descubrió de un modo similar al mío, y al reseñarlo ha citado la posible influencia de Samuel Beckett y su famosa obra de teatro Esperando a Godot. Me parece una idea acertada. En Las llanuras nuestro narrador se siente paralizado a la espera de una revelación sobre la realidad que nunca parece llegar, aunque siempre parece estar también a punto de recibirla.
En la página 123 ocurre algo extraño. Leemos: «A veces veo a la hija mayor de mi patrono en uno de los caminos del invernadero más próximo (…). Es poco más que una niña». Como señalé anteriormente, en la página 81 nos habla de una «única hija» casi de su edad. Tenía apuntando este dato y me desconcertó la contradicción con la que me encontré 40 páginas después. No creo que sea un error inconsciente por parte de Murnane. Lo interpreto como un juego narrativo: no se puede entender ni fijar la realidad, porque esta siempre es movible, inasible. Es posible que se trate de uno de esos juegos, como los que practica César Aira, en los que se rompe la coherencia interna del relato.
El estilo de Murnane es filosófico y poético, bello y cerebral. Toda su erudición falsa, que persigue descubrir algo sin objeto, me hace pensar en una broma literaria al estilo de las de Borges. Pero, quizás, las historias de Borges funcionaban mejor porque eran cuentos y no novelas. Las llanuras es una novela en la que casi no hay acción, ni interacción entre los personajes y, pese a sus muchas páginas brillantes, en busca de un misterio o revelación que no acaba de llegar, en algunos tramos se puede hacer algo repetitiva y tediosa. En cualquier caso, leer por primera vez a Gerald Murnane ha sido una interesante experiencia.


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