Este fragmento pertenece a mi novela Mientras el río fluye, una historia atravesada por la memoria, el amor perdido y la lluvia que no cesa.
Penalba, recién detenido de forma arbitraria, pasa la noche en la residencia de oficiales de Valencia, bajo una lluvia que no solo cae, sino que permanece. Entre la nostalgia de Amparo, el desamparo del presente y la voz obsesiva del señor Crescencio, el agua se convierte en un lenguaje que revela todo lo que él aún no sabe decir.
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Tuve dos mujeres, canta Sabina. Pero quise más a la que más me quiso.
Pensó en Amparo, con la nostalgia de las noches en que se recostaban juntos en esa misma cama en la que ahora estaba tumbado.
Podría haber pensado en Triana, pero no lo hizo.
Era a Amparo a quien echaba de menos, quién lo hubiera dicho: echar de menos a quien despreció y no invocar a quien glorificó como a virgen sevillana.
Y es que ninguna de sus teorías sobre el amor funcionaba bajo la lluvia: todas hacían agua bajo el agua.
—Amparo —le escribió un SMS—, bajo el agua de tu ausencia, los rayos alumbran mi vacío y los truenos aturden mi conciencia.
La lluvia caía con fuerza sobre el balcón, generando un sonido acuoso y violento. Sentir el agua tan cerca le provocaba escalofríos. Metafóricamente, las aguas entraban en su cama, al igual que lo había hecho el cuerpo de Amparo. Lenguaje de lluvia en su alma mojada de desaliento. El agua ensimismaba, arrullaba y adormecía. Se la oía bautizando el balcón, las calles, el puente de Calatrava y Valencia entera…
Allá abajo, el cauce del Turia —ese río sin agua— respiraba con la lluvia, como si el pasado reclamara su derecho a fluir.
Solo lluvia. Soledad de lluvia y de noche, tiempo detenido y regado de hastío.
Amparo le decía que el agua de lluvia no solo limpiaba las calles, sino que también saneaba el alma.
—Amparo —pensó—, sin ti el agua de lluvia no sana, solo anega y ahoga.
—Regalos —intervino el recuerdo del señor Crescencio—, la vida te ofrece regalos. No los llames problemas.
Si Crescencio pudiera hablarle, quizás le recordara que la vida no dejaba de brindarle regalos: primero la ruptura con su hija, luego el arresto… regalos. Debía estar agradecido por esos regalos.
Y sonrió por primera vez en muchos días. No había sonreído antes porque la vida se había vuelto demasiado seria para él. Y otra vez le brotó el pensamiento absurdo de los regalos, como flor desatinada que nace en estercolero.
—Dios da regalos —le dijo en su momento el señor Crescencio—. Llámalos regalos, no problemas. Verás qué bien. Regalos. Se dice regalos —se repitió ahora, serio, sin sonrisa, con algo de miedo y con mucho sueño.
Despertó sudoroso en mitad de la noche. La lluvia seguía cayendo y un relámpago iluminó de súbito el balcón.
Recordaba a Amparo. Cuando la tenía a su lado, apenas la valoraba. Sin embargo, ahora la echaba en falta hasta el desgarro. Quién lo diría.
La lluvia no solo caía: se quedaba. En los cristales, en los tejados, en las esquinas donde el mundo parece detenerse. Se quedaba como se quedan las palabras no dichas, como los nombres que ya no se pronuncian pero siguen latiendo en la memoria.
Bajo esa lluvia, la ciudad de Valencia se convertía en un pensamiento triste: silencioso, gris, verdadero. Una ciudad pensada desde la nostalgia, como si alguien la recordara desde lejos o desde el desamor. Era el paisaje ideal para un alma que se va quedando sin mapas.
En esa noche, el tiempo no pasaba: se disolvía. Y al disolverse, borraba también las distancias entre las cosas, entre los recuerdos y los cuerpos, entre el sueño y la vigilia. El agua hablaba en voz baja, con una ternura antigua. Como quien acaricia a alguien que ya no está.
Amparo. Su nombre era la única palabra que sabía nadar en mitad del aguacero.
Y él, sin ella, era solo agua estancada: una tristeza que no fluye, un cauce sin destino, un río detenido en mitad de la noche.


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