Coincidirán conmigo en que no corren tiempos de esperanza, amor ni delicadeza. Mucho menos de inocencia. Los crecientes autoritarismos globales compiten en brutalidad y desvergüenza; la tecnología —que se suponía venía para salvarnos— amenaza con deshumanizarnos; y hasta los genocidios se retransmiten en directo para luego ser sepultados bajo promesas de pax romana. Así que no, no abundan los conceptos blancos. La nostalgia es otro cantar: vaya si vende, y no de su mejor género. Quizá por eso resulte tan refrescante comprobar que sigue habiendo creadores —cineastas, músicos, escritores y tantos otros— que aún son capaces de mirar el mundo desde otro prisma, de recuperar una visión lenta, matizada y melancólica de nuestro paso por la vida. Y sobre todo, de plantar bandera para recordar que esto —y no el éxito, la fama o el afán de tener siempre algo más grande que el vecino— es lo que realmente importa.
Porque eso —antes que novios, exparejas, padres o amigas— son sus protagonistas: soñadores empedernidos con un don para retrotraerse a momentos de su existencia en los que, lo supieran o no, fueron felices. O quizás no tanto. Un hombre vuelve al río donde conoció a su primera novia. En una reunión de amigos, el más extravagante de ellos cuenta historias sobre sus amoríos, que podrían revelar más de lo que parece a cada uno de los presentes. Una mujer sin tiempo para los hombres que se ilusionan demasiado deja entrever algo más mientras envía una nota de voz a su amiga. La intrépida Graciela intuye que el remoto pueblo islandés en el que vive puede no ser la causa de su creciente insatisfacción. Con tal de recordar, el bueno de Ramón Ginebre emprende una misión de lo más arriesgado en plena Nochevieja. Tenemos a Manu, enamorado por vez primera de quien sabemos que no va a corresponderle. Y tenemos a alguien —podría ser usted, yo o cualquier otro— incapaz olvidar un amor de juventud y todo lo que representa.
Como ya demostró en Tu sonrisa sin temblar (Pre-Textos, 2022), Colden entiende la literatura como una cicatriz que duele en las noches de soledad, pero también como el refugio culpable que necesitamos para no desmoronarnos. Por eso, sus personajes gozan de un rasgo poco común en la literatura actual, y es que son entrañables desde lo humano, con todos sus fallos y aciertos.
Relatos como el excelente «Año nuevo» —donde convergen obsesiones materiales y heridas emocionales— o «Azul Lorena» —más humilde en su propuesta, muy eficaz en su ejecución— apuestan por soluciones que podrían pecar de ingenuas, pero salen más que airosos del trámite gracias a su autenticidad. Nos creemos al pobre Manu o a Ginebre porque lloran y maldicen como lo haríamos nosotros. En el también magnífico «Húsavík», donde el punto humorístico es menor y la carga dramática casi tangible, Colden describe en tiempo real el enfriamiento de una relación, y por momentos podemos notar el nudo en la garganta y la presión en el pecho. ¡Ojo! No estamos ante optimismo ramplón ni ñoñerías idealistas; la memoria emocional de estas almas sensibles siempre está unida a objetos, lugares, canciones, imágenes… es decir, al mundo más terrenal posible. «La cinta verde» —el cuento que da nombre al conjunto— es un buen ejemplo de cómo, en muchas ocasiones, el más insignificante de los hechos es el culpable de operar el mayor de los cambios en nuestro interior.
De modo que, si está experimentando usted una más que lógica hartura de esta nuestra distópica realidad, si desea recuperar unas migajas de bienintencionado candor literario, volver a sentir como entonces, los cuentos de Víctor Colden podrían ser justo lo que necesita: una llave amable que abre lo que fuimos y lo que aún podríamos ser.
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Autor: Víctor Colden. Título: La cinta verde. Editorial: Abada Editores. Venta: Todos tus libros.


Gran reseña. Me gustó mucho “Tu sonrisa sin temblar” y este caerá.