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Matar al viejo

Un cerdo audaz y glotón estuvo a punto de provocar una guerra. Un conflicto que hubiera sido el más absurdo y surrealista de la historia, un episodio digno de una parodia antibelicista de Gila: la Pink War. Los hechos ocurrieron en 1859, en la isla de San Juan situada entre Canadá y el estado de Washington, un territorio disputado por Estados Unidos y Gran Bretaña tras el tratado de 1846. El puerco invadió los cultivos del colono estadounidense Lyman Cutlar, que echó mano a su escopeta y abatió al intruso, cuyo dueño, el funcionario británico Charles Griffin, exigió una indemnización y la detención del matagorrinos. Debido a la rivalidad existente entre ambos países, la muerte del cerdo provocó un buen pollo. Soldados americanos y británicos arribaron a la isla dispuestos a salvar el honor de sus respectivas naciones, pero gracias a la diplomática intervención del káiser alemán la sangre no llegó al río y los estadounidenses sacaron tajada al anexionarse la isla de San Juan.

Noventa años más tarde, en 1969, miles de kilómetros al sur, el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, gran amigo de Borges, con el que escribió varias obras a cuatro manos, publicó Diario de la guerra del cerdo, que pese al título no tiene nada que ver con el hecho histórico citado. Cuenta la historia de Isidoro Vidal, al que en su barrio bonaerense de Palermo llaman don Isidro, que un día, al salir a la calle, observa cómo una horda de jóvenes armados con hierros y palos agreden hasta la muerte a un anciano vendedor de periódicos. Es el primero de una serie de ataques a viejos de los que el protagonista intenta huir como puede. Entre la realidad y la fantasía Bioy Casares, que contaba, a la sazón 55 años, compuso un relato alegórico sobre el rostro más sórdido de la vejez y la muerte inevitable: memento mori. ¿Por qué los jóvenes matan a los mayores? El narrador equisciente no ofrece una explicación. «En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser»… «Todo viejo es el futuro de algún joven». Más allá de estas reflexiones, la obra incluye una lectura política crítica con el peronismo, del que el autor era enemigo acérrimo. En el sinfín de relatos que plasman las disputas entre miembros de distintas generaciones destaca esta inquietante y perturbadora historia, en la que Bioy Casares lleva al límite el sempiterno conflicto en una versión distópica.

"Se comprende que muchos jóvenes se sientan frustrados. Nacieron en un país que era la mejor versión de sí mismo"

Sobre el enigmático título circulan varias hipótesis. La más creíble se refiere a la carneada argentina y uruguaya, la matanza del cerdo, que anuncia una época de abundancia y bienestar, igual que el sacrificio de los viejos supone una inyección de riqueza para los jóvenes. Otra versión más rebuscada relacionada con el antiperonismo del autor alude a dos topónimos homónimos: la isla de San Juan y la ciudad argentina de San Juan, donde Perón conoció a Evita en 1944, en un acto benéfico dedicado a las diez mil víctimas de un terremoto.

Ni este libro de Bioy Casares, su cuarta novela, ni la versión cinematográfica dirigida por Leopoldo Torres Nilson en 1975, tuvieron gran repercusión mediática, pero ahora, ante la llamada «guerra generacional» entre boomers y millennials, adquieren una preocupante naturaleza profética. ¿Veremos cómo grupos de chavales airados liquidan por las calles a los viejos ante la indiferencia general?

Se comprende que muchos jóvenes se sientan frustrados. Nacieron en un país que era la mejor versión de sí mismo y empezaba a significar algo en Europa tras siglos de decadencia y cuarenta años de dictadura. Destetados por las nuevas tecnologías, mucho más que suficientemente preparados, se toparon con la crisis de 2008, la pandemia de la covid, y ahora ven cómo un muro insalvable les impide crear su propio refugio, un deseo legítimo cuando te incorporas al sistema y aportas tu trabajo a la sociedad. Y para colmo, observan que tanto nómadas digitales como jubilados extranjeros pagan pisos al contado, mientras ellos deben conformarse con seguir en el nido paterno o con una habitación en viviendas compartidas, como cuando eran estudiantes veinteañeros. Los resultados son proporcionales a las expectativas: ellos las tenían muy altas, con lo que el chasco es mayúsculo, y se impone buscar un culpable. Se impone un relato: las pensiones de los jubilados, el gasto sanitario que producen… Sin hacer nada ganan más que muchos asalariados. La rabia, el resquemor y el encono se desbordan jaleados por los medios de comunicación a la busca de temas polémicos que vendan. Hay que matar al viejo parásito, ese vampiro que nos chupa la sangre.

"La juventud es idolatrada, venerado objeto de deseo, ese divino tesoro, pero los viejos son los que realmente mandan"

La tensión entre los que se abren paso a codazos para ocupar el lugar que creen merecer en la sociedad y los que ya se van despidiendo de la vida existe desde el origen de la humanidad, desde tiempos bíblicos hasta Sigmund Freud, pasando por la tragedia griega. Matar al padre para acostarse con la madre, pero también para heredar sus bienes y asumir su autoridad inapelable. Recordemos que el pater familia en la antigua Roma disponía libremente de la vida de su prole. A los sesenta o setenta años, la imponente y con frecuencia intimidante figura paterna desaparecía y el hijo tomaba las riendas. Hoy no ocurre así. El aumento de la esperanza de vida en la generación española más nutrida ha provocado un notable incremento de ancianos que, además del gasto en pensiones, dependencia y sanidad representan una especie de cuello de botella, una barrera que impide un fluido relevo. Hoy vivimos un promedio de 20 años más que a mediados del pasado siglo. Además, en el mundo del arte y la cultura cada vez hay más septuagenarios, incluso octogenarios, que se mantienen en activo, compitiendo con los creadores emergentes desde una posición privilegiada.

La juventud es idolatrada, venerado objeto de deseo, ese divino tesoro, pero los viejos son los que realmente mandan. Salvo contadas excepciones, el poder siempre ha estado en manos de personas de edad avanzada. Gerontocracia. Y lo sigue estando. Los mandatarios se han aprovechando de los jóvenes explotándolos laboralmente o como carne de cañón en guerras interminables y encadenadas. Saturno devora a sus hijos, a veces de una forma muy sutil. Cuentan que en la mítica isla de Pascua cuando llegaba la primavera y los charranes (aves acuáticas) llegaban a anidar se celebraba un rito. Cada candidato a gobernar escogía a un experto nadador que lo representaba en una competición singular, salvar traidoras corrientes y furioso oleaje nadando hasta los islotes, apoderarse de un huevo y regresar con él sujeto a la cabeza con una cinta. El líder representado por el joven que primero lograba la proeza ascendía al poder. Me pregunto quién gobernaría si los pobres muchachos se ahogaban o regresaban cariacontecidos y exhaustos con el huevo roto. A la luz de la historia, los ancianos han contraído una deuda con los jóvenes. ¿Ha llegado la hora de cobrarla?

"Matar al viejo es cortar la raíz sobre la que crecimos, una forma de automutilación. Enfrentar a las generaciones, una estrategia rastrera"

Más allá de cuestiones materiales, creo que el mayor motivo de agravio para ellos es haber heredado un planeta agónico, esquilmado por la codicia depredadora de las anteriores generaciones, especialmente la de los boomers. La sensación de que el progreso ha llegado a un punto de inflexión que impide albergar esperanza en un futuro mejor. «Vamos a vivir peor que nuestros padres», se lamentan. Es el mantra que se repite. Pero, ¿qué significa vivir mejor?

No se trata solo de tener un piso o un apartamento en la playa como los que adquirieron sus padres, la mayoría deslomándose a trabajar. Se trata de disfrutar libertades, derechos y posibilidades de realización vital. Y en ese sentido los millennials son mucho más afortunados que la generación anterior, educada en el crepúsculo del franquismo, sometida desde la cuna a la moral opresiva del nacionalcatolicismo. Una generación que tuvo que luchar en las calles por la libertad de expresión que le era negada, que conquistó la igualdad de género que hoy gozamos, aunque sea imperfecta, a base del grito de millones de mujeres que quemaron sus voces en esa batalla.

Matar al viejo es cortar la raíz sobre la que crecimos, una forma de automutilación. Enfrentar a las generaciones, una estrategia rastrera. Una trampa vil en la que no debemos caer. La crisis de la vivienda es un problema transversal que afecta a todas las edades, también a los ancianos, cuando el 60% cobran pensiones inferiores a mil euros. Culpar a los jubilados de las estrecheces de los jóvenes supone desviar la atención de los verdaderos responsables de una realidad en la que la riqueza se concentra cada vez en menos manos y la codicia impera como un virus contagioso que se ensaña con los sentimientos de empatía y solidaridad que nos hacen humanos.

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