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Nada es lo que parece

Ayer me llamó. Estuve a punto de no cogerlo. Supongo que como mucha otra gente. Los teléfonos sonaron a la misma hora. Todos a la vez. Una comunicación de larga distancia que duró exactamente sesenta minutos. Ni un segundo más ni un segundo menos. Hacía años que no hablábamos. No recuerdo cuándo fue la última vez. Puede que aquella vez que me invitó a un concierto por aquí cerca y me presentó a su pareja. Sí, esa fue la última vez. Nos habíamos distanciado. Esa es la verdad. Ya no quedábamos con la frecuencia de antes. Durante un tiempo coincidimos en la capital. Y salíamos a patinar por las calles o a tomar una o dos cervezas por ahí.

Una vez fuimos familia. Sin embargo, para mí lo siguió siendo después de la ruptura. Nos llamábamos para ver cómo estábamos y nos alegrábamos cada vez que nos veíamos en cualquier sitio. Siempre tocaba ponernos al día. Porque, por regla general, pasaba más tiempo del que creíamos y queríamos. A veces yo andaba muy liado entre la carrera –que no terminé– y el videoclub; otras, era él quien estaba a tope con sus cosas. No cantaba mal. Después. Al principio solamente se defendía. Luego dio clases y consiguió domar aquella voz. Por aquel entonces creo que abogaba por la poligamia, pero un par de parejas no estuvieron de acuerdo y la cosa terminó mal. Nunca perdió su optimismo ni su entusiasmo. Quizá eso es lo que más recuerdo de nuestras quedadas y de su carácter, su capacidad para sobreponerse y su ingenuidad. Yo qué sé. Eran las cinco de la tarde cuando llamó. La hora del té. Quizá hubiera sido más adecuado que el teléfono sonara a medianoche. No sé, por eso de la hora bruja y demás. Pero no. Sonó a las 17:00, hora española.

"Cuando apenas llevaba media hora hablando con él, oí a una de mis vecinas que salía a la calle llorando. Estrelló el móvil contra la carretera"

Me costó articular un saludo. Él no aguardó a que se me despegara la lengua del paladar. «¿Qué pasa, tío?». Era como si no hubiera pasado el tiempo. Aquella sencilla frase rompió el hielo. Respondí a la vieja usanza y entablamos una conversación tangencial, sin ahondar en lo verdaderamente importante. Porque, a fin de cuentas, qué más daba. Estábamos hablando como entonces, sin malos rollos. Me dijo que me echaba de menos y yo le reconocí que y o a él también. Me preguntó por amigos en común y por la familia. Yo le dije que no había visto a ninguno desde hacía eones y él le quitó importancia. Yo estuve a punto de no preguntar, pero me pudo la tentación. «¿Y tú? ¿Has visto a alguien?». Me contestó casi con sorna que solo de vez en cuando. A alguna gente del pueblo y algún que otro desmadrado de la carrera. Pero poco más. Decía, por razones obvias, que lo prefería así. No quise preguntarle que por qué yo por miedo a la respuesta. «Ya va siendo hora de que espabiles, tío», me lanzó como si intuyera la pregunta. Sabía a qué se refería. No podía ser que, después de casi una década, me llamase solamente para hablar de banalidades. Ni a mí ni a nadie. Si había dado aquel paso adelante, debía ser por una razón de peso, un buen motivo. Me apenó haberle robado sus minutos a otra persona. Quizá alguien los necesitara más que yo. Era irrelevante.

Cuando apenas llevaba media hora hablando con él, oí a una de mis vecinas que salía a la calle llorando. Estrelló el móvil contra la carretera. Su marido salió tras ella y la abrazó para consolarla. No soy un cotilla, pero fue bastante escandaloso el asunto y yo estaba junto a la ventana del salón. La ambulancia pasó con la sirena y las luces a toda pastilla por mi calle y se detuvo frente al 103 para llevarse al vecino de la esquina. Oí gritos y también risas durante esa hora. Seguro que no fui el único. Esta mañana he visto en las noticias que bautizaron ese lapso de tiempo de las cinco a las seis como la hora feliz. Y no sé si ese bautismo respondía honestamente a la sensación conjunta del grueso de la población o era mera ironía. Porque no todos aceptaron de buen grado la llamada. No todos estaban preparados. No todos recibieron el mismo mensaje ni hablaron con quien hubieran deseado. Eso sí, todos, sin excepción, hablaron con quienes debían. Por mucho que algunos trataran de negarlo.

"Cuando los relojes marcaron las seis de la tarde, un silencio atroz recorrió cada lugar de este país"

Aún podía oír el altavoz del móvil roto de la vecina. Estaba ahí, despachurrado en el asfalto, hecho trizas, pero todavía con el manos libres y una voz hablándole en su idioma. Una voz de hombre. Calmada. Tierna. No entendía lo que decía; parecía una voz conciliadora. La vecina y su marido se agacharon para recoger el aparato —o lo que quedaba de él— como si fuera un bebé o un cachorrito. Ella se lo llevó al pecho y siguió llorando. Había desaparecido su angustia. Mientras, yo seguía al teléfono hablando con mi amigo. Me contó que todo estaba bien. Que estaba tranquilo y que no había nada que lo alterase. Que nada es lo que parece, que tuviera la mente abierta. Le encantaba trix. Y las teorías de la conspiración. Le imaginé sonriendo ante mi cara de estupefacción. Evan también recibió su llamada. Y la mayoría de mis amigos también contestaron a sus teléfonos en esa happy hour. Quienes no lo hicieron, recibieron en sus WhatsApp mensajes de voz larguísimos que no pudieron contestar porque no había un número al que devolver los audios. Ni las llamadas. Eran de sentido único.

Cuando los relojes marcaron las seis de la tarde, un silencio atroz recorrió cada lugar de este país. Aún no he visto si ha pasado lo mismo fuera de aquí. Nos quedamos sin saber qué decir, con los móviles en la mano y la boca abierta. Confusos. Aturdidos. En shock. Llevaba años sin hablar con mi amigo, pero es que mi amigo —como todas esas personas que llamaron o enviaron mensajes de cinco a seis en el día de ayer— está muerto.

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