«Llegarán las horas / en que las viejas heridas / olvidadas hace tiempo / amenazarán con consumirnos / […] / pero una ganancia nos quedará / la mera persistencia». Esta insistencia de Hannah Arendt en señalar la herida para no caer en el olvido es la que acucia a Dacia Maraini en este su nuevo libro Vida mía: Memorias de una niña en un campo de concentración japonés, publicado por Altamarea. La necesidad de dar testimonio es lo que impele la narración, a pesar de la tentación del olvido por evitar el retorno al sufrimiento, o en palabras de Maraini: «Es mejor callar y encerrar las espantosas experiencias del campo en un rinconcito del corazón, eso es lo que nos sugiere el instinto de conservación. Pero otra voz, menos persuasiva y más insistente, en cambio nos insta a hablar». Aquí reside la paradoja del testimonio: en recordar aquello que se quiere olvidar, en iluminar la oscuridad, ya como se advierte en el primer capítulo mediante el juego de luces y sombras durante el traslado al campo de concentración de Tampaku, situado a las afueras de la ciudad japonesa de Nagoya. «Una luz, una oscuridad, una luz, una oscuridad. Era el mundo que estaba tomando forma ante mis ojos atónitos».
Uno de los rasgos que me han resultado fascinantes de la novela es el modo en que Maraini se acerca a la memoria y al testimonio. La autora alterna la autodiégesis con la heterodiégesis, es decir, la narración en primera persona y en tercera, asumiendo el yo y alejándose de él alternativamente. De este modo, se sustrae de la narración y se desdobla en una identidad diferente a la de la niña que sufrió aquello. «De hecho, fueron las únicas riquezas que pudimos recuperar de nuestra casa de Kioto antes del campo. Todo lo demás desapareció». Termina así un párrafo para cambiar la focalización en el inicio del siguiente: «En el 43, la familia Maraini se había convertido en un peligroso cuerpo de infieles a los que condenar y castigar. ¿Incluso las niñas? También las niñas, había sido la respuesta: hijas de traidores, solo pueden ser tratadas como traidoras».
Este rasgo me recuerda a aquello que decía Agamben en Lo que resta de Auschwitz de «que todo testimonio es un proceso o un campo de fuerzas continuamente recorrido por corrientes de subjetivación y desubjetivación». La violencia sufrida en los campos, el horror contemplado, la vergüenza y la vida nulificada hacen que sea necesario —o directamente inevitable— alejarse de aquel «yo» que resulta ajeno —y propio al mismo tiempo— y al que no se quiere volver, pero que ha dejado un resto en el cuerpo y la memoria. Así que cuando la autora alterna la focalización, evoca esa imposibilidad de acceder del todo a ese «yo» rodeado de barbarie. Porque si aquella Dacia Maraini y su familia eran vivientes hasta entonces, el campo de Tampaku los convirtió en sobrevivientes.
Otro de los rasgos más interesantes de Vida mía es la cantidad de referencias intertextuales que contiene. Esto alcanza su máximo exponente en el último capítulo, donde hace referencia a los textos que han compuesto su identidad. Desde la música operística de Mozart y Verdi, a la novela realista francesa y rusa, pasando por los cantautores italianos de su juventud como son Lucio Dalla o Fiorella Mannoia. Me parece relevante que estas memorias estén constantemente atravesadas por otros discursos, sobre todo por las memorias de su padre, Fosco, y su madre, Topazia, que no solamente son referenciadas sino citadas e incluidas en el propio discurso de Maraini.
La filósofa Adriana Cavarero entiende que la identidad es una narración, tanto la que nos cuentan, como la que nos contamos a nosotros mismos. Si unimos esta idea a la idea posestructuralista de que ningún texto es impermeable al resto de discursos o, como lo diría Kristeva, que «todo texto es un mosaico de citas», nos encontramos con la narración de Maraini, que está atravesada por múltiples voces como las leyendas de hadas y fantasmas japonesas, el mito de Orfeo, El Decamerón de Boccaccio, los poemas cinematográficos de Takenaka Iku o el gusto por los detalles de Tanizaki. Pero principalmente, como digo, por los testimonios de sus padres sobre la experiencia común que fue el campo.
El testimonio crea una necesidad de supervivencia. Esto se pone de manifiesto con los poemas que Fosco, el padre, escondía en el interior de un osito de peluche, el único juguete que le dejaron conservar a las niñas. Vemos que en estas memorias se presentan dos binomios recurrentes: cautiverio-poesía y poesía-niñez. Esto me recordó a cuando Ana Blandiana, en su discurso del Premio Princesa de Asturias, habló de que en las cárceles comunistas de Rumania entre los años 50 y 60 se ejercía una resistencia mediante la poesía compuesta y difundida de forma clandestina. En el caso de Fosco en Vida mía tenemos una actitud similar. Toda la familia colabora en la pervivencia de la poesía porque «¿qué tiene la poesía que es tan poderosa que incluso da fuerzas a un prisionero en un campo de exterminio? ¿Algo tiene que ver con la armonía? “La armonía aporta serenidad y confianza —decía sabiamente mi madre—. […]. Donde hay armonía no hay guerra, donde hay armonía no hay odio ni destrucción”».
Dacia Maraini en estas memorias nos muestra con su reconocible mirada poética la necesidad de señalar la herida. Somos la memoria de discursos pasados, de las narraciones de nuestros padres. El horror de la familia Maraini se hace testimonio para advertirnos de lo ocurrido, a pesar de que algunos se empeñen en esconderlo, y que el pasado nos ayude a resignificar el presente y así, como lo expresa Maraini, lleguemos a «una pacífica convivencia» y no repliquemos —o más bien no sigamos replicando— las violencias que ya cometimos.
—————————————
Autora: Dacia Maraini. Título: Vida mía: Memorias de una niña en un campo de concentración japonés. Traducción: Raquel Olcoz. Editorial: Altamarea. Venta: Todos tus libros.


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: