Un anciano de 46 años camina por un collado alpino a 3.210 metros. Viste abrigo, perneras, taparrabos, gorro y botas de pieles. Cojea por el desgaste de rodilla, las caries le dan punzadas y en la mano derecha tiene un corte profundo: se lo hizo al detener un hachazo que le lanzaron dos días antes. El hombre camina apurado porque las cosas pintan feas. De pronto siente un pinchazo y un ardor en el hombro izquierdo. Se desploma boca abajo, con el brazo torcido y paralizado, porque un flechazo a traición le ha seccionado los nervios y le ha desgarrado la arteria subclavia. Se desangra. La nieve cubre enseguida el cadáver.
Cinco mil años más tarde, en el verano de 1991, dos excursionistas encuentran a este hombre momificado en el hielo. Después de largas discusiones fronterizas entre italianos y austriacos, las autoridades determinan que la momia es italiana (!) por apenas 93 metros y la llaman Ötzi, porque ha aparecido en el valle de Ötz. Los científicos interpretan sus últimos días y su muerte, deducen su dieta y sus enfermedades, recrean gracias a sus pertenencias (hacha de cobre de la Toscana, arco, flechas, mochila, recipientes para ascuas, hongos medicinales…) el mundo comercial dinámico de los europeos de la Edad del Cobre. Y lo llevan a Bolzano, donde ahora puedes charlar un rato tranquilamente con Ötzi aunque el museo esté abarrotado. Te asomas a un ventanuco y lo ves tumbado en su vitrina helada, momia de color caramelo, con su brazo tieso y sus tatuajes. No hay cola para verlo, porque todo el mundo se apelotona en la sala contigua para sacarse fotos junto al maniquí que recrea a Ötzi vivo en tamaño real, con su arco, sus pieles, su barba, su sorprendente torso desnudo, su sonrisa picarona. Ötzi, momia despierta, sabe triunfar como instagramer.
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