Pongamos en valor al pícaro-bufón, ese funambulista de la risa que, sin robar bolsos ni mendigar favores, desmantela jerarquías a fuerza de parodia. En el Siglo de Oro, ningún nombre encarna mejor esa estirpe que Juan Rana: bajito, contrahecho, travestido cuando conviene y siempre presto a convertir el orden moral en guiñapo festivo. Mientras el Lazarillo urdía trampas para llenar el estómago, Juan Rana llenaba el escenario de carcajadas que ponían a temblar al alcalde, al cura y hasta a la Santa Inquisición. Su picardía no aspira al ascenso social, sino a la libertad simbólica: usa el grotesco, el travestismo y la irreverencia como armas blancas contra la solemnidad de un imperio. Defender al pícaro-bufón es, en el fondo, defender el derecho a la crítica desde el humor, a la disidencia sin espada y a la risa como oxígeno de la convivencia. Por eso hoy, cuando las máscaras vuelven a escasear y la risa se vigila de reojo, vale la pena reivindicar a Juan Rana y al linaje entero de los bufones que, con un simple chiste, han sabido apuntar al corazón de nuestras certezas.
Pero durante más de medio siglo, Juan Rana reinó en los escenarios breves. Se ganó el favor del público y de los dramaturgos más encumbrados: más de cuarenta entremeses fueron escritos pensando en él, con firmas ilustres como las de Calderón de la Barca, Agustín Moreto o Quiñones de Benavente. Paradójicamente, aquel actor bajito y contrahecho triunfaba haciendo de perdedor, no era pícaro, era una evolución de este, se había hecho necesario. En las farsas era el viejo tonto, el alcalde pueblerino, el marido cornudo, el bobo crédulo que caía en todas las trampas.
Su talento convirtió a esos “patanes ridículos” en fuente inagotable de risa. Pero Juan Rana también tenía otra cara, más transgresora. A pesar de estar casado en la vida real, sobre las tablas encarnaba a menudo personajes de sexualidad ambigua o directamente contrarios a la norma. Los autores aprovechaban su vis cómica y su voz atiplada para situarlo en situaciones de equívoco: Juan Rana podía ser un alcalde afeminado, un poeta amanerado, o incluso una mujer en escena. De hecho, no era raro verlo travestido: hay entremeses en que aparece embarazado y lo obligan a vestirse de mujer, e incluso uno, Juan Rana mujer de Jerónimo de Cáncer, en que tras el travestismo ¡acepta con gusto un marido como si tal cosa! Estas bufonadas de enredo sexual hacían estallar de risa al auditorio, pero también ponían patas arriba el orden de género.
El humor como pecado y salvación
Era inevitable que semejante audacia escénica atrajera también miradas severas. En 1636, el Santo Oficio posó sus ojos en Cosme Pérez. Las constantes alusiones a la sodomía y a la dudosa virilidad de Juan Rana traspasaron el umbral de la ficción, convirtiéndose en acusación formal: el actor fue encarcelado bajo el cargo de pecado nefando. En aquellos años, tal acusación podía costar la vida, y muchos acusados de “amor prohibido” terminaron en la hoguera. Cosme Pérez se vio así en el papel más trágico de su carrera. Sin embargo, la misma sociedad a la que escandalizaba en broma salió en su defensa en serio. Juan Rana contaba con protectores poderosos: el rey Felipe IV y la reina Mariana intercedieron para salvarlo, y el comediante resultó absuelto ese mismo año. La rana escapó de la olla inquisitorial, quizá por ser demasiado querida para ser condenada. Y entonces ocurrió algo singular: lejos de arruinarlo, aquel juicio multiplicó su fama. El público madrileño no le volvió la espalda; al contrario, acudía aún con más ansia a verlo, celebrando con sus aplausos la victoria de la risa sobre el dogma. La mancha infamante que solía marcar de por vida a un procesado por la Inquisición, en el caso de Juan Rana se esfumó entre carcajadas. Su ambigua sexualidad era ya un secreto a voces, pero nadie parecía reprochárselo: mientras hiciera reír, el pueblo estaba dispuesto a perdonarle –o más bien aplaudirle– aquello que en otros contextos se condenaba.
Resulta fascinante cómo, tras burlar a la Inquisición, Juan Rana y sus dramaturgos redoblaron la apuesta transgresora. En vez de amedrentarse, los autores del Barroco aprovecharon la situación para arriesgar aún más en sus obras. Así, los entremeses escritos después del juicio se complacen en exagerar justo aquello que había estado en entredicho. Juan Rana siguió interpretando mujeres, maridos invertidos, monjas falsas, parturientas masculinas… Su vida privada se entretejió con la teatral: la realidad alimentó a la fábula cómica. Calderón, Moreto y otros genios hicieron de Juan Rana un vehículo para la crítica velada.
Bajo la risa aparente, sus piezas breves lanzaban pullas al poder patriarcal y al paradigma heteronormativo de la época. ¿Qué otra cosa era, si no, un entremés donde la esposa domina totalmente al marido (o directamente lo convierte en mujer)? Aquellas farsas invertían el orden “natural” para exponer su arbitrariedad. En El parto de Juan Rana [1], por ejemplo, se parodiaba hasta el absurdo la noción de masculinidad dominante: un hombre preñado simbolizaba el mundo al revés, burlándose de los roles de género rígidos. Cada carcajada del público podía llevar una carga de pólvora ideológica, aunque envuelta en seda humorística. Los dramaturgos barrocos entendían bien que la risa es una válvula de escape, un modo de liberar la presión de los tabúes impuestos. Protegidos por el disfraz de la comedia, se permitían decir lo indecible y mostrar lo que de otro modo sería condenado. Al mismo tiempo, ese humor era combativo: un modo sutil de desafiar lo establecido, de atacar y defenderse frente a lo impuesto por la moral oficial. Juan Rana, con su sola presencia escénica, encarnaba esa desobediencia festiva. Hacía reír, sí, pero su risa tenía filo.
El espejo incómodo de un imperio
En la España barroca, tan ceremoniosa en la superficie y tan corroída de hipocresía por dentro, Juan Rana ofreció un espejo deformante donde la sociedad podía contemplar sus propias contradicciones. Ese bufón medio hombre medio mujer, intocable y a la vez perseguido, reflejaba una realidad que incomodaba a muchos: demostraba que el género y la virtud podían ser, en escena al menos, papeles intercambiables.
Como las figuras grotescas pintadas por Velázquez en las cortes, Cosme Pérez hacía de su cuerpo y su voz un lienzo de verdades burlonas. Su apodo mismo, “Rana”, aludía a su naturaleza inclasificable: igual que la rana vive entre el agua y la tierra, Juan Rana habitaba la frontera difusa entre lo masculino y lo femenino, entre la decencia y la picardía. En sus entremeses, el mundo se ponía patas arriba por un rato: los humildes se reían de los poderosos, el pecado se colaba disfrazado de chiste, la autoridad quedaba en ridículo sin dejar de llevar corona. No en vano, incluso la corte disfrutaba de sus gracietas irreverentes –Felipe IV le concedió una ración en la mesa real, honrándolo como a un bufón privilegiado–, al tiempo que la Iglesia lo veía como una amenaza. Juan Rana funcionó, así como válvula de escape para las tensiones de su tiempo: permitió que nobles y plebeyos rieran juntos de aquello que en público jamás se cuestionaría. Pero a la vez fue un espejo crítico: al reírse de él, el público se reía de sí mismo, de sus miedos y prejuicios. Sus travestismos, sus parodias de alcaldes zoquetes o médicos charlatanes, sus burlas al poder no destruían el orden social, pero sí lo exhibían sin sus vestiduras pomposas, haciendo visible su lado más humano y falible. En cada entremés, Juan Rana sostenía un espejo cóncavo a la sociedad barroca: en la imagen reflejada todo aparecía torcido y risible, pero era imposible no reconocer, tras la mueca, la auténtica faz de la realidad. ¿Habrá mayor picaresca que esta?
Evocarlo hoy es imaginar un teatro abarrotado de capas y jubones, donde por un instante el aire se llena de risa liberadora. Juan Rana se convierte en estatua viviente de sí mismo en un carro triunfal frente a la reina; baila torpemente vestido de ninfa ebrio de burla; juez y acusado a la vez, torea a la Inquisición ante la ovación cómplice de los espectadores. Fue un cómico, sí, pero su legado trasciende la mera comicidad. En una época de férreas ortodoxias, Juan Rana encarnó el poder subversivo de la ambigüedad. Sin etiquetarlo con conceptos modernos —que no existían entonces–, podemos intuir en él un precursor de lo inclasificable, un arquetipo de la ambigüedad humana que cuestiona las casillas demasiado estrechas. Su risa nos llega cuatro siglos después, vibrando aún con la osadía de quien hizo del teatro un espacio de libertad. Juan Rana, el eterno anfibio escénico, nos recuerda que el humor, cuando es auténtico, siempre lleva en sus aguas profundas un germen de rebeldía y de verdad incómoda. En la gran farsa del mundo barroco, él supo ser a la vez válvula de alivio y acicate punzante, loco oficial y sabio encubierto. Y así, riendo, desnudó las vergüenzas de su siglo ante un espejo de risas, dejando una estela que aún hoy nos interpela entre la broma y la crítica.
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[1] De Lanini y Sagredo, Pedro (ca. 1640-1715) Puede consultarse el manuscrito en la BNE Signatura MSS/14089(H.425R.-435R.) PID bdh0000233469


Qué vicio tiene el hombre actual de verlo todo con sus ojos y de hablar del pasado con displicencia y superioridad moral, de reducir tipos humanos y mentalidades complejas a esquemas inteligibles para el hombre moderno. Qué manía de acusar al tiempo pasado de “férreas ortodoxias”, ¡como si no hubiera dogmas modernos y no se persiguiera a quien los cuestione! Qué obsesión en pintar el cuestionamiento que el hombre hace de sí y de su sociedad como algo insólito y criptorrevolucionario, como si no fuera lo natural, lo habitual y hasta lo aceptado. En fin, qué cerrazón en caracterizar las sociedades medievales, renacentistas y barrocas como Estados totalitarios contemporáneos.
No creo que en el Siglo de Oro hubiera más homosexuales que en 2025. Las penas de muerte dictadas por la Inquisición por todos los delitos de su jurisdicción estuvieron en torno a las 2.000. Por decirlo en lenguaje moderno: en un sólo día de noviembre de 1936, los progresistas se cargaron a más gente en Madrid que la inquisición en toda su historia y en cuatro continentes.
La Inquisición perseguía los pecados ‘contra natura’, en terminología inquisitorial, que no sólo abarcaban las prácticas prohibidas entre personas del mismo sexo, sino también entre personas de distinto sexo. ¿Es necesario explicar en lenguaje coloquial que un hombre y una mujer también podían practicar sodomía y bestialismo en el Siglo de Oro? ¿Significaba eso que los homosexuales, e incluso los heterosexuales que hacían guarreridas españolas eran asesinados en masa? No. Las acusaciones por este tipo de delitos fueron escasas, según Martínez Millán en Historia de la Inquisición en España y América. Lo cual no significa que no se castigara con la muerte los pecados ‘contra natura’ SI SE PODÍAN DEMOSTRAR. Y éste el motivo que explica que la documentación sobre este delito sea escasa, a pesar de que la inquisición admitía, nada menos, que la denuncia anónima.
Lo de que ‘la Iglesia lo veía como una amenaza’, no veo quién (la Iglesia era muy numerosa y diversa) ni por qué. No creo que el vestirse de mujer en una función cómica fuera considerado una amenaza por los hombres de la época. Más bien creo que los hombres de la mía son incapaces de entender el Siglo de Oro y la capacidad de discernir de sus hombres. En el Barroco europeo comenzó a ponerse de moda que los hombres llevaran pendientes y melenas (o pelucas), a acicalarse y darse ‘afeites’ y maquillajes. Que David Bowie y Prince se travistieran no significa que fueran homosexuales, ni siquiera amanerados. Eran artistas y todo el mundo lo entiende, excepto ese tipo de hombres rudos y envidiosos que llaman ‘maricas’ a otros hombres con más éxito que ellos, sobre todo si que lo tienen con las mujeres. ¿Qué sucedería si hoy se pudiera hacer denuncias anónimas por envidia y pudiéramos disfrazarlo de corrección moral? A eso le llamaríamos cancelación, porque la inquisición, al menos, tenía un procedimiento judicial y no toleraba que ni reyes ni poderosos se inmiscuyeran en sus decisiones.
!Qué manía pretender descalificar, menoscabar y rebajar un excelente artículo! !Gran procedimiento judicial tenía la Inquisición: La tortura como mecanismo válido para lograr la confesión, prisión preventiva sin límite de tiempo y nulo derecho a la defensa! ?La Inquisición “no toleraba que ni reyes ni poderosos se inmiscuyeran en sus decisiones”? ?No leyó que el Rey salvó a Juan Rana de los inquisidores? ?No leyó nada del juicio de la Inquisición que ordenó Felipe II contra el famoso Antonio Pérez, El Traidor? ?Sé más de la Historia de España, un costromero del otro lado del Atlántico, de la América Española, que un sesudo criticón incapaz de apreciar y disfrutar la lectura de un erudito artículo de prensa de la brillante Dra. Rosa Amor del Olmo? Felicitaciones Doctora Del Olmo. Gracias por sus luces.
Imagino que un defensor de la Inquisición y de “su santo” “procedimiento judicial”, además presuntuoso, como Sancho Panza, de sus muchos saberes, que lo ilusionan como “juez supremo” de los talentos ajenos, conoce el más antiguo ejemplo del trasvetismo en la Literatura Occidental ?O también lo ignora y por eso cree que la Inquisición fue exclusiva de España? Le informo que la Inquisición Romana o Papal es la más antigua y que la Inquisición se estableció en Francia antes que en España, donde siempre quedó subordinada a los Reyes, aunque usted en su ignorancia escribió este disparate: “…la inquisición, al menos, tenía un procedimiento judicial y no toleraba que ni reyes ni poderosos se inmiscuyeran en sus decisiones”. Y tanta “sapiencia” no le impidió escribir con arrogancia “perdona vidas” e intención descalificatoria sobre un artículo que parece no entendió a cabalidad.
Usted no ha leído bien mi comentario. No sé donde ve usted que defiendo la inquisición. Lo que digo es que, si criticamos a la inquisición, hay que hacerlo bien. No sirve criticar la tortura como instrumento para obtener una confesión, porque era una práctica aceptada hasta hace muy poco. Es decir, que la tortura es propia de una mentalidad que se extiende hasta nuestros días, y no ha desaparecido de un día para otro. Había muchos tipos de tortura, pero el potro y la garrucha, que no ocasionaban la muerte, eran procedimientos suaves para lo que era habitual en la justicia civil de la época. La tortura sólo se aplicaba cuando habían indicios muy claros de culpabilidad del encausado, por un procedimiento que, evidentemente no era infalible, pero daba una oportunidad al reo para desmontar una denuncia falsa. Eso no significa que aplauda el procedimiento, ni los tipos penales, ni que yo diga que la inquisición esté bien ni mal. No hago un juicio moral. Por eso digo que no se puede juzgar al pasado con los valores del presente y por eso digo que el hombre del presente es incapaz de entender una época, porque tiene demasiada prisa, y porque no quiere conocer para entender, sino para juzgar conforme a su subjetividad temporal y personal.
Tampoco he descalificado. No he llamado a la autora ‘presuntuosa’ ni ‘sesuda’, ni he empleado con ella ningún otro ‘argumento’ ad hominem. Usted cree que discrepar es faltar al respeto. He discrepado con argumentos, que es muy diferente a faltar al respeto. Si usted no está preparado para la crítica y la discrepancia, olvídese de la democracia, porque la democracia como sistema no sirve de nada si no hay debate y nos acostumbramos a llevarnos la contraria con deportividad.
Se defiende muy mal negando lo que escribió. Parece un niño chiquito negando sus travesuras.
?Tampoco comparó positivamente la Inquisición y no escribió “…A eso le llamaríamos cancelación, porque la inquisición, al menos, tenía un procedimiento judicial y no toleraba que ni reyes ni poderosos se inmiscuyeran en sus decisiones”?
Sea coherente y moralmente valiente para admitir sus errores y no se escude en “la democracia, la crítica y la discrepancia”, para justificar su ignorancia al escribir que la Inquisición “no toleraba que ni reyes ni poderosos se inmiscuyeran en sus decisiones” y su arrogancia de atacar con mentiras el contenido de un artículo periodístico, prevalido de la amabilidad ilimitada de su autora.
Entienda esto, sí es capaz de entender, siempre que exponga mentiras y disparates en la prensa en la Internet, alguien cansado de sus arrogancias puede responderle. Su ignorancia puede superarla estudiando, aunque su arrogancia quizás solo pueda curarla Dios.
Y para finalizar le diré dos cosas, uniendo dos expresiones populares, una de España y otra de la América Española:
“Lo que natura no da, Salamanca no presta”
“No le veo la fama /
tan solo le da a la lengua /
cuando usted cante conmigo /
coga luces para que aprenda / el cantar con ignorantes /
Eso a mí me causa pena / Y no me responda más /
Capitán de las Tinieblas
Será Quien lo venga a buscar’
Versos de “El Reto”, del famoso poeta hispanoamericano Alberto Arvelo Torrealba.
Tan sesudo no es. Tan solo le da a la lengua. No sabe cuál es el primer ejemplo de travestismo en la Literatura Occidental.
De nada sirve saber, si no sabe enseñar, ni convencer, ni debatir sin entrar en lo personal. Aprenda de la autora de este artículo.
Usted no debatía: Intentó descalificar, desvalorizar y rebajar el contenido de un artículo para presumir su supuesta “sapiencia” y solo logró exponer su ignorancia. Y aprendió dos cosas más (aparte de lo desastroso que puede resultarle su arrogancia) porque se las dije:
1) Es un disparate, un desvarío, una prueba de ignorancia absoluta, lo que usted escribió sobre la Inquisición: “…la inquisición… no toleraba que ni reyes ni poderosos se inmiscuyeran en sus decisiones”.
2) El primer ejemplo de trasvetismo en la Literatura Occidental está en La Odisea de Homero, al presentarse la diosa Atenea en forma de hombre, de Mentor, para guiar al joven Telémaco en la búsqueda de su padre ausente, Odiseo (renombrado Ulises por los romanos). Este poder, el poder de la Metamorfosis, era muy común en los dioses olímpicos, y tendrá una presencia muy fértil en la Literatura Occidental, aunque usted seguro ignora a Ovidio, Apuleyo y Kafka y como los simples piensa que todo personaje travestido es una expresión de homosexualidad encubierta del autor o autora, pensando en Safo de Lesbia, y por esto hasta señalaron al genial Miguel de Cervantes de homosexualidad, en un intento infructuoso de atacarlo, porque generalmente estos ataques están motivados por la envidia, porque generalmente los mediocres sienten envidia de los talentos ajenos y son incapaces de disfrutar la belleza de un artículo o de unos versos, como éstos del gran poeta Alberto Arvelo Torrealba de su magna obra “Florentino y El Diablo” (cito de memoria):
“Sabana, sabana tierra /
de tanto sudor y querer /
Sobre tu pecho desnudo /
Yo me paro a responder /
Sepa el Cantador Sombrío /
Que yo cumplo con mi ley /
Y como canté con todos /
Tengo que cantar con Él”
Entienda que son unos hermosos versos y no deje que su enorme ego sin sapiencia lo aleje más de la realidad y crea, erradamente, que usted es El Diablo, El Gran Mentiroso.
El corrector de estilo de mi celular cambió “Lesbos” por “Lesbia”, parece que esta función se anula al usar comillas. Y el teclado de mi teléfono no cuenta con el símbolo de inicio de interrogación, por esto siempre aparece ?
Me falló la memoria y me equivoqué en unos versos. No es “de sudor y querer” (esto fue error mío y pido disculpas a todos, especialmente al bardo Alberto Arvelo Torrealba, allá arriba en el Cielo), el gran poeta escribió “que hace sudar y querer”.
Yo creo que se ofrece una lectura sugerente de la figura de Cosme Pérez como bufón que, a través del humor, el travestismo y la sátira, puso en evidencia las contradicciones del Barroco español. Su mayor acierto es vincular la tradición picaresca con la teatralidad subversiva, mostrando cómo la risa funcionaba como crítica social y cultural. El texto, sin embargo, privilegia una mirada interpretativa y actualizadora frente al rigor documental, lo que puede llevar a proyecciones modernas sobre categorías del siglo XVII. Aun así, cumple un papel valioso: rescata a Juan Rana como figura liminal entre comicidad e inconformismo, contribuyendo a la comprensión de la picaresca más allá de los moldes narrativos clásicos.
La lectura sobre Juan Rana me pareció brutal porque no lo presenta solo como un actor gracioso del Barroco, sino como alguien que, desde el humor y el juego de roles, se atrevía a cuestionar lo que estaba prohibido decir en serio. Es curioso ver cómo la risa servía de escudo y, a la vez, de arma crítica. Me gusta que el artículo conecte esa figura con debates de hoy, como la identidad y la libertad de expresión. Te deja pensando en que, aunque pasen los siglos, el humor sigue siendo una forma poderosa de resistencia. No conocía a este sujeto.
Gracias por el aviso contra el presentismo; lo comparto. Mi artículo no pinta el Barroco como un “totalitarismo” ni equipara travestismo escénico con orientación sexual. Lo que sostengo es más acotado: la risa de Juan Rana opera en el borde de lo permitido, desplaza por un instante jerarquías y decoro, y por eso roza zonas de fricción con la moral y la censura de su tiempo. Esa es la “subversión” que señalo: teatral, no un programa revolucionario.
Tampoco entro en contabilidades de horrores; no es el propósito. Sí conviene recordar que el sistema teatral estaba reglado y vigilado: licencias previas, revisiones de textos, edictos sobre decencia, vaivenes legales con las actrices y expedientes, multas o suspensiones a compañías. Hubo, además, sospechas y causas esporádicas por “contra natura” o por extralimitarse en escena. No fueron masivas, pero existieron y condicionaban la práctica. Precisamente por leer el Siglo de Oro en sus propios códigos, la gracia ambigua de Juan Rana —decir sin decir, tensar sin romper— nos sigue interpelando.
Prefiero no desviar el hilo hacia comparaciones del siglo XX; aquí hablamos de código teatral. Mi tesis es que esa comicidad liminar, carnavalesca y reglada a la vez, explica la modernidad del personaje: juega en el filo y, al hacerlo, revela tanto la inteligencia del público como las líneas rojas del sistema. Es solo mi opinión en este caso.
Excelente artículo, como es costumbre en usted. Felicitaciones. Y gracias por darnos sus luces. Quiero agregar, que usar el humor y la ironía, como herramientas para la sátira, son recursos que usó magistralmente el genial Miguel de Cervantes, quien también usó la locura como máscara y escudo para decir “lo indecible” (tomando el ejemplo de Erasmo) sin ser reprimido por la Inquisición ni por la Corona, porque en esos tiempos de monarquía absoluta que vivieron Cervantes y Juan Rana, la censura era doble (El Trono y la Iglesia), previa y posterior, no solo en el teatro, también en todas las artes, especialmente en la Literatura.
Le agradezco la matización y la suscribo. Admito, aunque usted no lo dice, que estoy quisquilloso y a la defensiva con el presentismo, especialmente en lo que toca al Siglo de Oro. Ahora bien, figúrese si ocurriera el fenómeno inverso y una persona del siglo XVI juzgara con sus valores el presente: imaginenos lo que pensaría de nosotros si viera aparecer al Seprona cuando quisiera construirse una choza en el bosque o que el dinero estuviera por encima del honor en la escala de valores, o que hubiera personas que comen grillos cuando pueden comer cordero.