El libro de texto, el manual que acompaña a los estudiantes, ha experimentado profundas mutaciones en los últimos decenios; no podía ser de otra manera. La sociedad ha cambiado, la tecnología ha cambiado, los métodos de enseñanza han cambiado y los libros, inevitablemente, también; no voy a entrar en ningún tipo de debate de contenido pedagógico, no es el objetivo de este artículo, entre otras cosas porque mis más de treinta y cinco años como docente no creo que me avalen más que para proclamar mi estupor ante tantos cambios en el mundo educativo y, malgré tout, mi —incomprensible— entusiasmo profesional.
De lo que quiero hablar, porque creo que vale la pena, es de los libros de texto de literatura que me acompañaron en los años setenta, cuando cursaba los añejos séptimo y octavo de EGB, libros de texto que en su momento eran innovadores —incorporaban abundantes imágenes, por ejemplo— sin que ello fuese en menoscabo de su rigor. Los manuales formaban parte de un proyecto educativo de la Editorial Santillana y siempre he creído que fueron decisivos en mi vocación de lector, de profesor de literatura, de investigador literario y de ocasional novelista. Llevaban por título Senda, y tengo la certeza de que marcaron la mía.
Los dos volúmenes, uno para cada curso, tenían una extensión similar —unas densas quinientas páginas— e idéntica estructura; para empezar, amplios capítulos ordenados cronológicamente de cada uno de los grandes períodos de la historia de la cultura. A continuación, dentro de cada apartado, se nos ofrecía un recorrido de corte histórico y luego un amplio estudio de las figuras más relevantes de la literatura universal y española durante este período, destacando siempre sus obras más significativas. Cerraba la sección informativa del capítulo una serie de fichas de otros autores relevantes de la literatura de ese período. Por último, y para concluir cada capítulo, se incorporaba una antología de textos. El libro contenía fotografías reproducidas en blanco y negro —o mejor dicho, en color marrón— con la técnica del llamado bitono o duotono, ya que editar en cuatricomía era algo impensable, puesto que esa impresión elevaba mucho los costes; de igual manera, especialmente en la sección que recogía fragmentos literarios, unas elegantes ilustraciones acompañaban las lecturas.
Senda 7, en cuya cubierta aparecía un inevitable molino manchego, fue el volumen que nos acompañó durante el curso 1976-1977; nuestro profesor de lengua y literatura españolas era don Ramón Moreno Perales, un docente de aspecto menendezpidaliano que nos hacía memorizar y recitar la lección cada semana. En años de curas con guitarra y profesores progres, él era un profesor a la antigua, de ideología ultraconservadora, que encadenaba pruebas y exámenes de forma constante, pero que con su particular bonhomía conseguía acercarnos los grandes nombres de la literatura desde su atalaya docente. A ello ayudaba, sin duda, el libro de texto mencionado, un genuino manual donde, si no estaba todo, poco le faltaba; empezaba su recorrido en la literatura india y hebrea, seguía con la clásica grecolatina y llegaba hasta el neoclasicismo europeo, y siempre, con una exhaustiva voluntad de ofrecer una panorámica lo más amplia posible. Así, cuando estudiábamos, por ejemplo, el Renacimiento, no solo nos acercábamos a Garcilaso de la Vega o a Fray Luis de León, sino que descubríamos a Petrarca, a Dante y a Boccaccio al tiempo que memorizábamos los nombres y obras de Ercilla, Camoens o Fernando de Herrera. En clase leíamos el libro y leíamos los textos seleccionados de los autores; aún no aplicábamos la técnica del comentario de texto —para don Ramón supongo que eso era demasiado moderno— pero sí que nos daba las claves para la comprensión lectora de unos textos que, después de sus clases, ni nos parecían crípticos, ni oscuros. De otra época, claro está, pero comprensibles y necesarios para nuestra formación. Allí muchos supimos por primera vez de la literatura que ha forjado nuestra identidad y leímos pasajes del Mahabharata, de Safo, de Virgilio, algunas jarchas, fragmentos de Alfonso X el Sabio, de Santa Teresa o de Fray Bartolomé de las Casas; y versos de Lope, Góngora o Milton. Y a Shakespeare y Cervantes también, por supuesto.
En el curso siguiente, Senda 8 nos mostraba en la cubierta una imagen de los pináculos de la Sagrada Familia de Antoni Gaudí; vivía yo entonces en Barcelona, muy cerca del templo, con lo que la simpatía hacia el libro fue inevitable. El profesor responsable era Pablo García, mucho más próximo y cordial —y joven— que don Ramón; no nos abrumaba con exámenes constantes y recitados orales, pero sí que nos hacía estudiar las lecciones correspondientes. El libro empezaba donde acababa el del curso anterior, y se abría con el capítulo dedicado al romanticismo; con trece años, ¿cómo no leer con fascinación a Espronceda y a Bécquer? Al poco de empezar el curso se hizo pública la noticia de la concesión del premio Nobel de literatura a Vicente Aleixandre, un poeta cuyo nombre yo nunca había escuchado; cosa que, todo hay que decirlo, me temo que le pasaba a una gran mayoría de la población. Senda estuvo a la altura de las circunstancias y solo tuvimos que ir hasta las páginas 426 y 447 para leer una exhaustiva ficha biográfica del autor y descubrir sus versos: “¿Cómo nació el amor? Fue ya en otoño…”.
El volumen del nuevo curso seguía estando trufado de fotografías de color marrón y se mostraba impecable en sus contenidos; cuando se acercaba a períodos turbulentos de la historia reciente —es decir, a la Guerra Civil— no obviaba recordar a los grandes nombres, aunque eso sí, pasaba como de puntillas sobre los hechos históricos. A Federico García Lorca se le dedicaban diez páginas —era uno de los autores más ampliamente analizados en todo el proyecto Senda—, pero se prescindía de hablar de su asesinato y solo se daba noticia de su “corta vida”. Tampoco había ninguna referencia a la literatura catalana, vasca o gallega, que parecían no existir según los planes docentes de esos años.
Estos silencios y ausencias no nos deberían extrañar, pues el libro tenía la autorización del Ministerio de Educación con fecha de 1974. A pesar de ello, era remarcable cómo no solo incorporaba autores comprometidos —Alberti, Miguel Hernández, Buero Vallejo, Alfonso Sastre o Bertolt Brecht—, u obras que habían revolucionado la literatura con radicales apuestas formales y temáticas —Ulises, La metamorfosis—, o que habían ofrecido una visión dura y crítica de la realidad española —La colmena, Réquiem por un campesino español—, sino que además extendía su recorrido diacrónico hasta casi el presente. Así, por ejemplo, presentaba el estudio de los autores del boom de la novela hispanoamericana y seleccionaba algunos textos suyos; de hecho, la primera vez que leí el memorable inició de Cien años de soledad fue en ese libro de texto; habían pasado solo siete años desde su primera edición y la obra de García Márquez ya estaba en el canon de este manual memorable.
Los créditos del libro eran muy generalistas y no concretaban quiénes habían sido los redactores, los ilustradores y los documentalistas —eran otros tiempos y las informaciones de este tipo eran más bien parcas—, pero indicaban quiénes eran los autores responsables de los contenidos de los manuales de todos los proyectos Senda, que también tenían sus divisiones de ciencia y matemáticas. En todo caso, y porque es de ley recordar sus nombres, aquellos que estuvieron tejiendo los contenidos de lengua y literatura fueron Lourdes Amigo, Jesús Asensi, Casto Fernández, María Teresa Martínez Esteban, María Luz Melcón, Francisco Plaza del Río, María Isabel Plaza del Río y Julián Vieira; la dirección la asumieron Antonio Ramos y Félix Viera.
El universo docente y los libros de texto, como decíamos antes, han cambiado mucho desde esos lejanos años setenta, pero tengo la certeza de que fuimos muchos los que descubrimos la literatura gracias al acierto de nuestros profesores a la hora de escoger estos manuales, exhaustivos y rigurosos y, a pesar de ello, o quizás por ello, amenos y estimulantes.
Muchos caímos irremisiblemente en las redes de la lectura después de memorizar autores y obras, después de leer fragmentos que nos despertaban el anhelo de conocer los textos completos; desde entonces, me consta, muchos fuimos cautivos de la literatura. Y todo empezó cuando, durante un par de años, nos convertimos, afortunadamente, en prisioneros de Senda (con “s”).


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