Hace ahora 44 años, a mis 22, tenía una amiga entrañable que, bromeando al salir de la Filmoteca —aún estaba en el cine Príncipe Pío de la cuesta de San Vicente—, con esa gracia tan seductora de las chicas de mi época, a menudo me entonaba una canción de las Vainica Doble. “La niña precoz” era su título, estaba incluida en El eslabón perdido, el álbum que el dúo publicó en 1980, y aún recuerdo los versos que más me llamaban la atención: “Fui estrella triunfal, gallinita de los huevos de oro / de un productor que me puso en un fanal. / Me parece mal verme arrinconada / por aquel buen señor que a mi costa hizo un capital”.
De la filmografía de Shirley Temple —a la que Iván Zulueta, muy demandado entonces como ilustrador de cuanto tocase al cine, dibujaba en la portada de El eslabón perdido con su sugerente plástica— tan solo me interesa la dirigida por John Ford. Ahora bien, la historia de la muchacha, cuando “perdió el tesoro de su voz”, que decían las Vainica, me conmueve como la de cualquier otra derrota. Pero no adelantemos acontecimientos.
Distinguida con un Oscar en miniatura cuando sólo contaba seis años, la pequeña Shirley Temple fue la estrella infantil más rutilante de todos los niños prodigio que desde 1899 venían encandilando a la incipiente pantalla. Apenas hizo sus primeras gracias, Hellen Badgley, Marie Osborne y Peggy Montgomery dejaron de ser las favoritas de América para serlo ella. Con motivo de su octavo cumpleaños, entre otros muchos regalos, recibió 135.000 muñecas procedentes de todo el planeta. Poco después, cuando una gripe la tuvo en la cama, la prensa internacional dio puntual información de toda su convalecencia.
Si no fuera porque todas las madres están convencidas de que sus hijos son los más primorosos del mundo entero, sería en verdad chocante la capacidad de convocatoria que tienen los castings infantiles en nuestros días. El nuestro es un tiempo que no tiene en consideración convertir a los pequeños en adultos prematuros, si ello obedece a empresas tan elevadas como suprimir los antiguos roles de la infancia masculina. Por eso, aunque se les ponga a jugar a las cocinitas en los concursos televisivos, cabe pensar que, en nuestro flamante siglo XXI, la explotación infantil se vigila mucho más de cerca. En nuestro 2025, todo el candor de la pequeña Shirley no eclipsaría la explotación laboral a la que pudo haber sido sometida. Salvo las excepciones que confirman la regla, ese fue el caso de todos los talentos tempranos, desde las primeras noticias que nos hablan de ellos en todas las industrias fílmicas. En una buena medida, el desequilibrio de Judy Garland obedeció a su trabajo en la Metro siendo una adolescente que debía haber estado dedicándose a los menesteres propios de los púberes.
La gracia de Shirley, mientras fue una niña prodigiosa, consistía en reproducir las formas de los adultos. A decir de sus detractores, una pequeña minoría, de un modo bastante repelente. Para el resto del mundo era un primor, todo un objeto de verdadera idolatría. Pero el caso fue que la estrella de la pequeña resultó ser efímera. Apenas empezó a desarrollarse comenzó su decadencia. Fulgió en su cénit por encima del resto de los “chiquitines”, que se llamaba a estos fenómenos tempranos en los albores de la pantalla parlante. Pero, como a Ziggy Stardust y las arañas de Marte, a la ascendencia le sucedió la caída.
Parece ser que la pequeña Shirley emitió sus primeros sonidos cuando también lo hacía el cine. Hija de un banquero residente en las inmediaciones de unos estudios, nació en Santa Mónica en 1928. Con el tiempo, su madre afirmaría en Cómo eduqué a Shirley Temple —uno de los libros más vendidos de su época, naturalmente— que nunca imaginaron una carrera cinematográfica para ella. Pero la niña apenas había aprendido a andar cuando sus padres empezaron a llevarla a clases de baile. Fue en una de aquellas lecciones donde la descubrió un cazatalentos de la Educational Film Corporation que buscaba pequeños portentos para la serie Baby Burlesks (1932-1933).
Aquella primera pantalla sonora era propensa a los cortometrajes interpretados por prodigios infantiles. Al parecer, Shirley fue rechazada como miembro de La Pandilla, un grupo de golfillos que, aún con formas del slapstick —la comedia de batacazos del cine silente—, hacían las delicias de los primeros espectadores del sonoro. Pero tras su debut en Run Page (Ray Nazarro, 1932), siempre parodiando a los adultos, la niña, con sus tirabuzones dorados y pequeños miriñaques, se convirtió en la protagonista absoluta de dichas cintas. En Kid in Hollywood (1933), además de colaborar por primera vez con Charles Lamont, el realizador con quien más trabajó en su etapa infantil, imitaba a la mismísima Marlene Dietrich. De nuevo a las órdenes de Lamont, pero ya dentro de otra serie de la Educational titulada Frolics of Youth (1933-1934), Shirley recreó a Polly Tix, uno de sus más célebres personajes. Con él se ganó a las audiencias del mundo entero en cortometrajes como Polly Tix in Washington (1933).
Cantar, lo que se dice cantar, lo hizo por primera vez en Stand Up and Cheer! (1934), una comedia musical de Hamilton McFadden en la que entonó la pieza “Baby Take a Bow”. Después llegó Dejada en prenda (Alexander Hall, 1934), donde incorporaba a una niña que enternecía a un gánster. Ése, el de despertar las ternuras hasta en tipos tan duros como los sargentos que interpretaba Victor McLaglen a las órdenes de John Ford, fue otro de los principales encantos de la pequeña. Con el curso del tiempo, cuando los cientos de muñecas, recortables y demás objetos que inspiró se olvidaron, la crítica empezó a sugerir que Shirley Temple no interpretaba bien, pero que su candor sensibilizaba a todos al intentarlo.
La verdadera gloria, el favor universal, por así llamarlo, la alcanzó en Ojos cariñosos (David Butler, 1934). En los tres años siguientes protagonizó diez filmes para la Fox, entre los que se encuentran La pequeña coronela (David Butler, 1935), Heidi (Allan Dwan, 1937) o La mascota del regimiento (John Ford, 1937). Al punto, Shirley Temple era la actriz más taquillera, en el mundo entero, de todas las de habla inglesa.
Pero todo aquel cariño que la dispensaba el público fue a menos cuando en la niña empezó a despertar la chica. Seguía siendo muy guapa, pero ya no tenía ni los tirabuzones ni la mirada pícara. Es harto elocuente que una cinta titulada Quiero ser mujer (Edwin L Marin, 1942) supusiese su primer fracaso en la taquilla.
Casada con el actor John Agar cuando sólo tenía 17 años, se divorció de él a los 21. Aunque para el espectador actual los títulos más interesantes de la filmografía de Shirley Temple sean los que la actriz interpretó de joven —Desde que te fuiste (John Cronwell, 1944), El solterón y la menor (Irving Reis, 1947), Fort Apache (John Ford, 1949)— lo cierto es que sus contemporáneos no acabaron de aceptarlos.
Tras abandonar la pantalla en 1950, luego de su segundo matrimonio con el financiero Charles Black, sólo volvió ocasionalmente a la televisión a finales de los 50.
Desde su retiro se dedicó a la política, la peor actividad que puede ejercer el ser humano, como a diario nos demuestra la prensa. Miembro destacada del Partido Republicano, fue embajadora de su país en Checoslovaquia, Ghana y la ONU, amén de asidua en las recepciones de los Reagan. Su ascendencia fue directamente proporcional a su caída; su historia impresionó tanto a las Vainica Doble que le dedicaron una de sus canciones más bonitas.


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