El título es una boutade, claro está. Thomas Bernhard no debe ser leído nunca por los tontos; podrían dejar de serlo, lo que alteraría el orden cósmico. Se ha discutido mucho últimamente sobre el valor de la lectura y su relevancia social. ¿Nos ayuda realmente la literatura a ser mejores? Uno de los temas que Bernhard explora en su obra culminante, Maestros antiguos, es precisamente este. Y al descubrir, durante mi reciente lectura, cómo juzgaba él, a través de su alter ego Reger, la Austria de los 80, no he podido evitar una acusada sensación de déjà vu con respecto a nuestro país y a nuestro presente. Merece la pena transcribir algunas de las frases del viejo crítico de arte que protagoniza el relato, como estas tres relucientes perlas:
“Todos los días ve uno, con espanto cada vez mayor, la decadencia de este país destruido y de este Estado corrompido y de este pueblo embrutecido”
“Pero cada pueblo y cada sociedad merece naturalmente el Estado que tiene”
Una semejanza con la España actual que se torna realmente inquietante cuando Bernhard-Reger se ocupan específicamente del problema de la justicia:
“Hoy en Austria tenemos que habérnoslas no sólo con un Estado totalmente degenerado y demoníaco, sino también con una justicia totalmente degenerada y demoníaca, así Reger. La justicia austríaca no es ya desde hace muchos años digna de fe, actúa de una forma vituperablemente política”
Y después de evaluar la situación social y judicial de su patria, el mordaz narrador pone en su foco a los artistas y a los escritores:
“Y los escritores austríacos en su conjunto no tienen nada que decir, y ni siquiera saben escribir lo que no tienen que decir”
“Esa gente escribe desde hace decenios sólo una literatura sin pensamiento, escrita sólo para agradar y que también se publica sólo para agradar. Mecanografían su tontería abismal y se embolsan por esa tontería abismal e insulsa todos los premios imaginables”
“Los libros de esa gente no deberían ir a las librerías, sino directamente al basurero”
Basta cambiar (el lector lo habrá hecho mentalmente) el gentilicio, “austríacos” por “españoles”. Pero aún le queda munición al portavoz de Bernhard:
“Los viejos no tienen nada que decir, dijo Reger, pero los jóvenes tienen menos que decir aún. (…) A toda esa gente la colman de becas y de premios y a cada instante hay un doctor honoris causa por aquí y un doctor honoris causa por allá”
“El escritor que se sube a un estrado para leer su basura oportunista (…) no es más que un miserable cómico de la legua”
¿Soy el único al que le parece que está hablando de nuestros paisanos? Una de las ideas destacadas de la novela consiste en la amarga convicción de que el arte y la cultura, a la postre, no nos salvan de nada. Pero se da la paradoja de que esa afirmación (igual que en el antiguo problema de Epiménides) resulta, en cierto modo, autocanceladora. El propio Bernhard muestra con su lúcida escritura que, como mínimo, la lectura nos evita abrazar falsas esperanzas o tomar desvíos a ninguna parte. Los extremismos políticos y los libros de autoayuda son ejemplos triviales de esas falsas soluciones para el problema de la existencia. Escribo esta pieza —el lector lo sabe— en un momento en que las democracias liberales están bajo asedio y prosperan los patriotismos autoritarios. La oleada fascista de la primera mitad del siglo XX vino del entusiasmo, y aunque su irracionalismo chocaba a menudo con el conocimiento, fue intelectualmente brillante en ocasiones: Goebbels, D’Annunzio, Céline… La actual ola reaccionaria no viene del entusiasmo, sino del hastío, del cinismo, de la frialdad.
La degradación política y social que vive nuestro país tiene relación directa con su degradación literaria e intelectual, recurrente conexión que nos revela con claridad Maestros antiguos. Mi generación, la de los cincuentones, es una generación de disminuidos. Mentales, sí, pero sobre todo espirituales. Si nos aplicamos la parábola de los talentos, el resultado es devastador. Ni siquiera hemos sabido conservar adecuadamente lo que nos legaron. Nuestra única aportación política al presente y al futuro de la nación han sido los populismos de derechas e izquierdas. Por lo demás, hemos aceptado el bipartidismo heredado, con su crónica y endémica corrupción.
Y así estamos. Majaderos, ignorantes, corruptos y patanes (de Ayuso a Cerdán, de Abascal a Iglesias… con todos los palmeros de la prensa y de las redes que viven de su vil y repugnante demagogia) son nuestros únicos referentes y representantes. Pertenecen a la misma calaña que los paisanos de Bernhard en la Austria de finales del siglo XX. Habitamos un país subvencionado desde hace decenios por las ayudas europeas, que se ha desarrollado gracias a la industria turística, astutamente puesta en marcha por Franco y sus tecnócratas. Hemos disfrutado de vidas vacías pero relativamente cómodas. No hay que olvidar que fuimos los primeros niños alimentados con yogures, y que durante nuestra juventud el PIB casi se duplicó (1980-2000) y dio lugar a una prosperidad nunca antes conocida. Ahora, la mayoría contamos con ahorros y casa propia, pero a nuestros hijos les hemos saboteado el futuro y les vamos a entregar un país artificial e imbécilmente polarizado, gracias al envenenamiento colectivo promovido por periodistas sectarios de izquierda y de derecha.
La generación de Lorca, Buñuel, Dalí, Miguel Hernández… estaba integrada por auténticos entusiastas. Ese entusiasmo, llevado a la política, abonó el solar patrio con medio millón de cadáveres; sin embargo, en el terreno del arte el resultado fue admirable: el Guernica, La edad de oro, Del sentimiento trágico, Poeta en Nueva York… Harry Lime (Orson Welles en El tercer hombre) sonreiría al leer este párrafo.
No creo que nosotros leguemos al mundo genialidades comparables a aquellas, pero sí parecemos muy capaces de liquidar la democracia liberal (la ley de amnistía, la politización de la justicia con la práctica del lawfare, y la reinstauración de la censura, so pretexto de luchar contra la violencia vicaria, nos están llevando a ese callejón sórdido) y, también, muy capaces de dejar detrás un país fracturado. Tal vez fuera mejor imitar a Heráclito y sumergirnos en mierda hasta los ojos. Por resumirlo en una sencilla frase —y sin ánimo de amargarle a nadie la clase de pilates—, estamos convirtiéndonos a marchas forzadas en la vergüenza de nuestros hijos. Aunque todavía estamos a tiempo de leer a Bernhard para entender que lo injusto no se condensa y se sustancia en una específica opción política, sino que “los seres humanos son lo injusto” (Tala, 1984). Estamos a tiempo de leer a Bernhard para comprender que el país degenerado y miserable que retrata para nosotros en sus novelas, intelectualmente agotado y rendido a la peor cursilería artística, a la más inmunda mediocridad literaria, dio lugar a la exangüe y apática Austria de hoy, gobernada por la ultraderecha.


El autor del artículo peca de lo que critica y además no se atreve a nombrar el máximo responsable de todo esto, que es el corrupto de Pedro Sánchez, que perdiendo las elecciones accedió al poder comprándoselo a separatistas, filoterroristas y la extrema izquierda neocomunista.