En uno de los libros más hermosos que he leído en estos últimos años —lleva por título Los lagos de Norteamérica y lo firma José Daniel Espejo—, en uno de sus versos se dice que a la poesía se llega por la trastienda y a oscuras, dando así a entender que el acto literario tiene poco de festivo, y que es preciso actuar como el ladrón que va en busca de la joya más preciada, a pesar de todos los riesgos que tiene que asumir.
Corrales, sin complejo alguno y con no poca valentía, ha escrito una novela con notables aciertos, que, sin embargo, no se salva de algunos reproches que saltan de inmediato a la vista. En algunas de sus páginas da la impresión de que su autor no ha corregido a fondo su texto y se ha dejado guiar por su intuición personal, por la seguridad del trabajo bien hecho e impecable. Y no siempre es así, porque pulir hasta conseguir el brillo necesario nunca está de más ni molesta a nadie. Veamos un solo ejemplo: hay un momento en el que en apenas diecinueve líneas se repite hasta cinco veces la palabra “chico”. Pero la aludida situación, que vuelve a repetirse algo más adelante, aunque, en esta ocasión, con la palabra “recepcionista”, no tiene por qué empañar ni deslucir una labor que, en general, resulta, incluso, exquisita.
Adentrarse en el siempre borroso y maleable mundo del espionaje —“todo escritor es un espía”, se llega a insistir en la propia novela, en donde también aparece la curiosa figura del “espía de la palabra”— y situar la mayor parte de la acción en la vieja República Democrática Alemana, el país más cercano a la vida muelle y a las comodidades de Occidente, es todo un reto que el autor de estas páginas logra solventar a base de trabajo, de una seria y amplia investigación, y, sobre todo, de una dosis de imaginación que sirven para atrapar, desde la primera página, al lector más exigente. Se nota, además, que Corrales ha disfrutado —y sufrido, en algún que otro pasaje de la obra— escribiendo su relato, en donde no faltan esos detalles que hacen más verosímil la bien elaborada trama que, a lo largo de estas páginas, nunca llega a descomponerse ni a convertirse en un lastre para el entendimiento del libro. Es una novela no de mapa, sino de tiralíneas, de auténtico corte y confección, con poca o nula improvisación, que es uno de los males de nuestro tiempo, y mucho de mesa de camilla o de taller literario.
El protagonista, Daniel Medina, un traductor de la lengua alemana y un escritor en trance de considerarse como un fracasado, resulta convincente, a pesar de sus muchas dudas y extravíos, a la manera de uno de esos típicos personajes barojianos —como, por ejemplo, el Thierry de Las noches del Buen Retiro— que se enfrenta al día sin un plan bien elaborado para hacer frente a esos acontecimientos que terminarán por dictar sentencia y devorarlos. El verdadero drama de Daniel es la ansiedad que le acucia por ser escritor, y, sobre todo, por escribir bien, que no es una cuestión menor: “Leo lo que han escrito otros autores, los libros que ha editado tu padre —le explica a su amiga Sarah, que tendrá un papel fundamental en esta historia—, por ejemplo, y sé que yo no puedo llegar ahí. Que no soy tan bueno”.
Se comprende, pues, que, a lo largo de estas páginas, aflore, de manera casi espontánea, toda una teoría de la literatura, o, al menos, unas anotaciones, muy oportunas y nada enrevesadas, sobre el acto supremo de la creación literaria. De hecho, la obra comienza hablando de la dificultad que tiene todo escritor a la hora de encontrar las primeras palabras para iniciar su obra. Un asunto nada nuevo, escasamente original, pero que, en cualquier caso, ya anticipa lo que está por venir. De ese modo, en las “Memorias de Alexander Steinbach” que Corrales extiende, como una especie de río Guadiana que unas veces fluye y otras desaparece bajo tierra, a lo largo de la novela, Laura Berger, encargada de reconciliar a algunos letraheridos de la Stasi —espías sin alma que quieren aprender los secretos de la escritura en sus ratos libres— con la propia literatura, como una especie de Club de los Poetas Muertos, deja constancia de que todo acto literario que se emprenda ha de llevar siempre el sello de su propio autor. Y concluye: “Vale mil veces más un mal relato escrito con el corazón, que uno perfecto que no sepa a nada”.
Ese pequeño grupo de la Stasi, formado por personajes, a los que se les concederá un cierto protagonismo en la obra, como Lampe, Liebers, Wosz o el propio Steinbach, que parecen, más bien, siluetas emboscadas en lo más oscuro de la noche, es, de alguna manera, el punto de partida de las laboriosas investigaciones de Daniel, quien, al final de libro, al igual que el lector, se llevará una enorme sorpresa. Porque, al cabo, nada es lo que parece.
La novela se sostiene sobre una frase y un enigma: “¿Cuántas posibilidades hay de que dos autores piensen exactamente las mismas palabras en una frase?”. Y para terminar de enredar —dicho en el sentido más festivo de la palabra— el asunto, unas cuantas páginas después, se cita a Jung para tirar aún más de imaginación, alegando que una sincronicidad es cuando dos mentes se encuentran a través del tiempo: “Piensan, escriben, sienten lo mismo, a pesar de encontrarse en épocas diferentes”.
Se advierte, ya para concluir, que Jorge Corrales ha llevado a cabo un relato escrito, en su mayor parte, con el corazón que, sin embargo, aunque contradiga la teoría de la misteriosa Laura Berger, sabe a mucho.
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Autor: Jorge Corrales. Título: El escritor y la espía. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros


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